domingo, 31 de marzo de 2013

POR MI PASCUA DE RESURRECCIÓN



¡Aleluya! ¡Aleluya!:

Pascua de Resurrección,

que da forma y hermosura

a la eternidad en Dios.


Si la muerte fue vencida,

no quedaré en lo que soy:

una hoja al viento que gira

dudando entre sí y no.


Pues he de ser de hoy en más,

árbol de fruto perenne;

que ningún ocaso tiene

ya la palabra final.

                                                                                                                                          Por Carlos María Romero Sosa

lunes, 11 de marzo de 2013

EL MÉDICO HUMANISTA JUAN CARLOS FUSTINONI




 HISTORIA DE UNA AMISTAD  MARCADA  POR  LA  COMÚN  DEVOCIÓN A  NUESTROS  MAYORES

Las casualidades suelen resultar oportunas y así mientras leía con fruición “La alienación en la ópera”, llegó a mis manos “Mis miedos y mis magias”, suerte de autobiografía de Constantino Juri, el maestro que puso en escena tantos de los dramas líricos estudiado en el libro de Fustinoni.

Pude hacer así una lectura paralela y adentrarme en el mundo de la ópera, tanto desde la visión psicológica y psiquiátrica de los caracteres de sus personajes propuesta por Juan Carlos, como desde la perspectiva de quien tanto conoce de la cocina operística.

Al advertir que en esta mesa hay eruditos en el tema yo trataré otra cuestión: la amistad con el autor a través de la veneración hacia sus mayores y sus severos y nada ditirámbicos escritos en ese sentido.

Pero antes quiero decir dos palabras sobre “La alienación en la ópera”, donde además del investigador original y sagaz, está de cuerpo entero alguien que sigue huellas ilustres. Y pienso en José Ingenieros y en su “Psicopatología del arte” obra que releí hace poco con las notas de Aníbal Ponce. Y en el psiquiatra boquense Hernani Mandolini, amigo de Quinquela Martín y de Juan de Dios Filiberto, autor de “La tragedia heroica del genio”. Y en Osvaldo Loudet y la clasificación de muchos caracteres de creadores a la luz de la ciencia médica.

Sin embargo Fustinoni ha ido más allá de las figuras históricas de músicos y libretistas y ha sabido clasificar caracteres de personajes de la ficción operística y esto habla de la vida y la vigencia de ellos. Pero además carece de la deformación profesional de identificar todo arrebato humano con la alienación, así es especialmente de destacar el capítulo sobre la pasión. Porque no toda pasión es enfermiza, ya Bossuet veía en el amor la fuente de todas las pasiones y como las lenguas de Esopo, las hay buenas y malas. Poco pues dice la pasión por sí misma de igual modo que la fortaleza sin la virtud de la justicia es la palanca del mal según San Ambrosio de Milán. Fustinoni valora y ejemplifica con los extremos, tanto de la pasión heroica en Fidelio cuanto con la pasión perversa y no correspondida de Salomé de Richard Strauss basada en la tragedia de Oscar Wilde. Y asimismo enfoca la pasión a destiempo de Eugenio Oneguin, la pasión por celos de Otello de Verdi y de Wozzeck de Alban Berg, o la pasión seductora de Don Juan en Mozart. Sobre todos esos arrebatos hay en su libro hallazgos interpretativos.

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Del inicio de la amistad con Juan Carlos Fustinoni, pronto hará una década y sin embargo creo que ambos podemos ufanarnos de estrenarla y renovarla día a día; bien mediante los diálogos directos y para mí siempre enriquecedores que mantenemos, ese yo-tú cada vez menos practicado en esta actualidad que es sinónimo de premura avara de la confidencia, bien a través de los correos electrónicos que solemos enviarnos, bien con la lectura recíproca de nuestros trabajos inéditos y sobre todo en el compartido sentimiento de veneración hacia nuestros mayores. Sí, la estrenamos y renovamos como una de las mejores formas de entender la amistad: camaradería en la aventura del cotidiano vivir mejor que anclaje común en la monotonía. Y desde ya coincidencia en los valores y en las actitudes aunque pueda disentirse en las ideas. He ahí la semejanza –no la clonada repetición- de la doctrina de Empédocles que menciona Platón en el diálogo “Lysis o la amistad”.

Ciertamente en marzo de 2003, fue Juan Carlos Fustinoni quien dio el puntapié inicial para un trato que luego sería fraterno al acercarme varios libros de Marilina Rébora con cordiales dedicatorias. Comprendí de inmediato, al leer el riguroso y sentido estudio preliminar de uno de ellos, “No me llames poeta” (2001) -una oportuna selección de las piezas líricas de la exquisita autora de sus días-, que este médico humanista tenía en el altar de la devoción filial un punto de apoyo decisivo para sus empresas vitales e intelectuales, un sostén a prueba de los embates del mundo enemigo del alma, un refugio inaccesible a las ajenas bajezas y a las desconsideraciones inherentes a la jauría humana.

Luego de reconocer al hijo amante tras el crítico y antólogo e inundado por sentimientos de simpatía -o empatía- ante la revelación, quedaba por mi parte dar otro paso, cosa que hice decidido para encontrarnos en el universo en expansión de las afinidades electivas que dijera Goethe. Así le remití a vuelta de correo, la obra a poco aparecida “Testimonios y antología de Lía Gómez Langenheim de Romero Sosa”; y al hacerlo experimenté una vez más que por esas situaciones contradictorias de la vida, o por sus misteriosas ironías, las orfandades y no sólo las presencias, las orfandades a veces más que las presencias, vinculan con hilos de oro a los espíritus. Pasaron algunos meses y hacia la Navidad de 2003 advertí que cierta publicación religiosa que adquirió mi hermana María Graciela en el atrio de nuestra parroquia de San Agustín incluyó en la misma página sendos poemas al Niño Jesús de nuestras respectivas madres, mujeres de letras que no se conocieron pese ser contemporáneas, actuar en círculos sociales y culturales más o menos próximos y ejercitar ambas la literatura infantil con singular creatividad estética, responsabilidad moral, inspiración, vuelo y ternura. Conversamos con Juan Carlos sobre la circunstancia anotada al acercarle una copia de dicha revista y fue ocasión para intercambiar también mutuos recuerdos familiares de los tiempos de la infancia, en los cincuenta y sesenta de la pasada centuria, cuando éramos felices y nadie estaba muerto como escribió Pessoa.

Otro hito determinable en el tiempo de nuestra amistad, fue el libro suyo “Mi padre, Osvaldo Fustinoni” aparecido en 2010. Y puedo asegurar que lo fue porque tuve el privilegio de conocer de sus labios el proyecto inicial de componerlo, la fortuna de ser anoticiado sobre la organización de los capítulos al tiempo que entendí y admiré la dedicación que representó para el autor las arduas investigaciones realizadas para no dejar cabo suelto en este retrato ejemplar que, “mutatis mutandi”, sin duda halló fuente inspiradora en la tradición de las grandes biografías, esas que despertaron nuestra imaginación, supieron trasportarnos a otros momentos históricos y nos permitieron tocar no ya el bronce o el mármol de seres inmortales sino propiamente sus existencias de carne y hueso en las plumas de un Emil Ludwig o un Stefan Zsweig. Aquí y ahora Juan Carlos hizo lo suyo: enfocó a su personaje sin que aquellos otros que lo rodearon, cumplieran la función de una mera escenografía y si en las cuatrocientos cuarenta páginas de la obra brilla de cuerpo entero el profesor Osvaldo Fustinoni, el sabio y el hombre de corazón, Juan Carlos no lo excluye ni lo desprende de su entorno –de su “circunstancia” diría Ortega-; de maestros, colegas y discípulos, de su actuación pública donde se entretejen con el suyo nombres para el juicio de la historia, así como destaca la constelación de talentos que núcleo el Instituto Popular de Conferencias de La Prensa, institución de la que su progenitor fue secretario; quizá durante décadas la más alta tribuna de la República, verdadera Universidad Libre desde donde -y tuvo Juan Carlos la deferencia de subrayarlo-, Carlos Gregorio Romero Sosa disertó por última vez en junio de 1977 sobre el americanismo de Martín Miguel de Güemes presentado por Osvaldo Loudet.

Con método, con infalible cronología, con aguda hermenéutica de hechos y situaciones, y todo ello humanizado por una recatada pero airosa cuota de “intelletto d´amore”, “Mi padre, Osvaldo Fustinoni”, al acentuar las relaciones interpersonales paternas, abre perspectivas al lector común, incluso al que se halla ajeno a la ciencias médicas. Y descubre al maestro en su intimidad, no en actitud de habitante de una torre de marfil sino, aún en la soledad del gabinete de estudio, reticente a entornar las ventanas para no distanciarse del mundo de la vida. Ya lo subrayó Thomas Merton recordando a John Donne: “los hombres no son islas, independientes entre sí; todo hombre es un pedazo del continente, una parte del todo”. Y qué mejor que ejercitar esa integración con sentido retrospectivo al hacer la evocación del padre ilustre.

Nuestro biógrafo persiguió con ahínco boswealliano -permítaseme la comparación con el obsesivo estudioso del doctor Samuel Jhonson- cada rastro profesional y sobre todo humano del médico, pero el plus del libro está dado creo yo en intercomunicar con aticista equilibrio sus conductas éticas y sus logros científicos. Además de representar todo un capítulo de la historia de la medicina argentina, materia a veces de relleno en los planes de estudio universitarios, entendiéndola como la “capitis deminutio” de la ciencia y el arte de curar. Un resquemor ya advertido en su hora por Gregorio Marañón: “el progreso explosivo hace envejecer y condena al olvido a lo que sólo diez años más atrás florecía. ¿Para qué saber el pasado remoto, se dice el tipo medio del médico práctico, si casi el pasado inmediato, el de ayer, no me sirve para nada?”

Pero el médico doctorado cum laude, el docente universitario en su especialidad: la neurología, el musicólogo de fuste -y pruebas al canto “La alienación en la ópera” que hoy presentamos-, todo eso que es y hace Juan Carlos Fustinoni, convergió para darme el pasado 2011 una sorpresa capaz de entretejer aún más nuestros vínculos, si es que ello fuera posible, incluso hasta casi rozar la faz profesional: profesional del derecho quiero decir. Como que su estudio “Vida, obra y legado de Juan Carlos Rébora”, el abuelo tratadista jurídico, presidente de la Universidad Nacional de la Plata, vicepresidente del Consejo Nacional de Educación y embajador en París, mostró al nieto, un rapdomante insomne de noticias y datos, algunos guardados en el arcón de los recuerdos familiares y otros a extraer de archivos y bibliotecas, como feliz poseedor de serios conocimientos legales y sobre todo perseguidor con feliz instinto del norte de la justicia; por de pronto de la justicia histórica al recordar tanto y tan bien a los ancestros merecedores del homenaje de las nuevas generaciones.

Por mi parte, al enfrascarme en las páginas de “Vida, obra y legado de Juan Carlos Rébora”, alguien nacido en 1880 y epígono en buena ley de la legión de figuras progresistas a las que la historia reúne e identifica con aquel “annus mirabilis”, evoco los versos del poema “El espíritu puro” del conde Alfredo de Vigny, con intencionadas referencias a los antepasados. Una pieza que memoricé de chico en la versión castellana de mi tío Carlos Obligado, un contertuliano de Rébora, al punto de conservar hoy el nieto en su biblioteca varios de los volúmenes del escritor y académico de letras precedidos por amistosas dedicatorias al jurista y académico de derecho y de ciencias. Sí señores, recuerdo para finalizar aquello de “En vano es sangre suya la sangre de mis venas:/ Si escribo yo su historia descenderán de mí”. Porque aquí también por el milagro de las letras y la magia de la evocación, desde las páginas vertidas por el condigno expositor de sus biografías, los ejemplares padres y abuelo de Juan Carlos Fustinoni renacen y renacerán siempre para la admiración colectiva al vencer la desmemoria de la Argentina de la decadencia.

(*) Texto del discurso pronunciado en la Academia Nacional de Medicina el 16 de octubre de 2012 por Carlos María Romero Sosa en el acto de presentación del libro del doctor Juan Carlos Fustinoni “La alienación en la ópera”.-

sábado, 2 de marzo de 2013

POSTERGADO HOMENAJE AL SALVADOREÑO FRANCISCO GAVIDIA (*)



En la Avenida del Libertador vereda impar, entre las calles Agüero y Austria de la ciudad de Buenos Aires, se encuentra -en su nuevo emplazamiento- la estatua de Rubén Darío, obra del escultor porteño José Fioravanti. Inaugurada en 1968, hasta su traslado en los años noventa a su actual sitio a pocos metros del originario, avenida del Libertador de por medio, lució en los terrenos de la ahora plaza Eva Perón que se extiende detrás de la Biblioteca Nacional , un espacio verde antes bautizado con el nombre o mejor dicho con el seudónimo que universalizó el poeta nicaragüense.

Cuando paso ante ese bronce recuerdo una lejana iniciativa de un grupo de figuras de nuestras letras promoviendo que se homenajeara con una placa a descubrir precisamente en un ámbito de recordación rubendariano, al poeta, humanista y académico de la lengua hijo de la República de El Salvador, Francisco Gavidia (1864¿?-1955).

Quizá la mayor gloria suya, en tanto traductor impar de Víctor Hugo, fue revelarle a un juvenil Darío la musicalidad del verso alejandrino francés, metro tan empleado por Hugo y por otros románticos galos como Alfonso de Lamartine o el conde Alfredo de Vigny y que a partir de su adopción hacia 1882 por el futuro autor de “Azul”, dotó a la poesía castellana de nuevas posibilidades sonoras y rítmicas, acto que constituye una de las mayores hazañas del modernismo americano. “Fue con Gavidia, -cuenta Darío en su Autobiografía- la primera vez que estuve en aquella tierra salvadoreña con quien penetran en iniciación ferviente, en la armoniosa floresta de Víctor Hugo; y de la lectura mutua de los alejandrinos del gran francés, que Gavidia, el primero seguramente, ensayara en castellano a la manera francesa, surgió en mí la idea de renovación métrica, que debía ampliar y realizar más tarde”.

Como nunca es tarde para solemnizar el recuerdo, sería bueno hacer realidad aquella lejana iniciativa cuyos autores fueron entre otros, el embajador Enrique Loudet, el escritor Jorge Max Rohde y el historiador Carlos G. Romero Sosa. Ello porque no representa un dato de menor importancia dentro de la historia del arte moderno lo destacado por el crítico, pedagogo y luchador revolucionario nicaragüense que hasta llegó a tener trato con el Che Guevara, Edelberto Torres Espinosa, en su libro “La dramática vida de Rubén Darío” (8ava. Edición, Managua 2009, Ed.Amerrisque): la reforma métrica de la poesía castellana se inició en la casa de Francisco Gavidia en la ciudad de San Salvador, en 8va, Calle Poniente, antaño avenida de San José.-

(*) Por Carlos María Romero Sosa publicado en Tiempo Argentino, el 16 de febrero de 2013.-