Con mi hermana conservamos
varias cartas de Celina Sosa Dávalos. Lo hacemos con devoción familiar y
nostalgia de otros tiempos, para ambos despreocupados y felices. Es que
representaba una alegría en la niñez, recibir la correspondencia de aquella tía
abuela salteña que nos hacía sentir importantes cuando deletreábamos antes y
leíamos de corrido después nuestros nombres en los sobres. Al abrirlos, hallábamos
pequeños dibujos junto a frases llenas
de ternura reveladoras de su proximidad
espiritual con nosotros, escritas con caligrafía inglesa tan propia de su
condición de docente jubilada con actuación en una época en que la buena letra
era toda una carta de presentación social en tanto demostraba fineza, cortesía
y cultura. Porque hacerse entender en forma clara y elegante era algo inherente
al “suaviter
in modo”, una regla
implícita a deducir de las muchas incorporadas al “Manual de urbanidad
y buenas costumbres” de Vicente Carreño estudiado por generaciones en el
bachillerato y el magisterio.
Cierto día
comenzó a espaciarse la comunicación que por
momentos lograba distraernos de las obligaciones escolares: supimos que
Celina estaba enferma. Hasta que a finales de marzo de 1965, un inesperado
mensaje telefónico de esos que llegan a horas inoportunas para generar zozobra
y tristeza, nos anotició de su muerte a los setenta y cuatro años de edad,
puesto que nació un 27 de febrero de
1891. De inmediato viajó a Salta nuestro padre, único deudo directo suyo en
condiciones de ordenar lo atinente a su entierro y cumplir con sus últimas disposiciones. Le
tocó la desagradable tarea de levantar la casa de la calle Alberdi 421 situada
junto al hogar de nuestros abuelos donde habitó al enviudar de Ernesto –creo
que ese era su nombre- Schabert, un laborioso inmigrante alemán radicado en la
ciudad del cerro San Bernardo del que guardo la medalla que lo acreditaba como
socio del club 20 de Febrero.
Han pasado las
décadas y no hace mucho descubrí que entre los documentos rescatados entonces,
estaba el diploma de maestra graduada en la histórica institución educativa del
magisterio de Salta: “la Normal” como se la conoce, inaugurada en 1882. Cuando
frecuentaba sus aulas Celina –o Ascensión Benita Celina, así bautizada en
recuerdo de ambas abuelas- se hallaba
situada ya en Mitre y Entre Ríos luego de tener su primera sede en la calle
España al 600.
En cuanto al
diploma, fechado el 23 de junio de 1919, lo suscribieron el ministro de
Justicia e Instrucción Pública de la Nación, José Santos Salinas, el Inspector
General de Enseñanza, Valentín Berrondo, el subsecretario de instrucción
pública de firma ilegible y el Director
de la Escuela Normal de Maestras de Salta, Florentino M. Serrey, hermano de
Carlos el varias veces diputado y
senador nacional.
Pero había algo
más conservado entre esos recuerdos: el original de un telegrama que envió
desde la Capital Federal -el 22 de mayo de 1918- al doctor Emilio
Giménez Zapiola, a la sazón recién designado Interventor Federal de la
provincia, el dirigente radical riojano Pelagio B. Luna (1867-1919), vicepresidente
de la Nación y ocupante desde el día 7 de aquel mes de la titularidad del Poder
Ejecutivo en ausencia de Hipólito Yrigoyen,
transitoriamente en su establecimiento de campo de la provincia de
Buenos Aires, según informaba el diario porteño La Prensa de esa fecha. Su
texto dice: “Al acusar recibo de su telegrama de fecha 17, me complace
comunicarle que su recomendada la señorita Celina Sosa Dávalos ha sido nombrada
por ser un pedido justo. Pelagio. B. Luna. Presidente de la Nación”
En la parte
inferior del papel, puede leerse en tinta negra
una leyenda aclaratoria escrita por la propia interesada: “Este
telegrama lo conservo como un recuerdo de la bondad de la señora Manuela
González de Todd, pues ella fue la del empeño ante el Interventor de esta
doctor Giménez Zapiola para que el Presidente me diera la cátedra de Economía
Doméstica”.
¡Cuántas cosas
invitan a pensar unas y otras líneas
trascriptas! En primer lugar que los plantones y el destrato como forma
de disciplinar a los funcionarios de rango inferior eran inexistentes o al
menos poco usuales entonces, al revés de lo que acontece con los usos políticos
actuales. Así resultó que la solicitud de Giménez Zapiola fue respondida por la máxima autoridad en
ejercicio de la República a los cinco días de receptada. Además, para despejar
toda duda de que pudiera actuarse con favoritismo, el responsable de la designación creyó del caso
dejar asentado que se complació al pedido por tratarse de algo justo.
Ciertamente debió ser de ese modo porque
la beneficiaria, una aplicada estudiante como siempre fue tradición en
la familia, tendría ya idoneidad suficiente para ingresar en la docencia en la
Escuela Profesional de Mujeres de Salta; allí y en otros establecimientos de
enseñanza secundaria y especial actuó en forma ininterrumpida hasta obtener la
jubilación en 1947. Celina solía manifestar que influyó en la íntima vocación
suya por la educación, la impronta de su abuela paterna Benita Carrillo de Sosa
y Aramburú pese a no conocerla –murió en 1880-; una discípula durante los años
de internado en Buenos Aires del deán Gregorio Funes que de regreso a Salta
–cuentan sus biógrafos- fundó la Escuela Privada de Francés y Música y más tarde
un centro de primeras letras en San Carlos.
Por otra parte
no sería para distraerse que la joven
buscaba trabajar hacia 1918. Única hija soltera a ese momento, habitaba
en el inmueble solariego de la calle España 649 con sus mayores, Salustiano
Sosa Carrillo y Celina Dávalos Isasmendi; pues dos de sus hermanas estaban ya
casadas y otra, Elisa, había ingresado
en 1916, bajo el nombre Sor María de la
Ascensión, a la Congregación de Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor
que contaba desde tiempo atrás con un convento en Salta. (La orden fundada en Angers por Santa María Eufrasia
Pelletier y aprobada por el papa Gregorio XVI en 1835, tenía por misión rehabilitar a las mujeres
delincuentes.)
En cuanto a la economía familiar del hogar de Celina se había puesto algo difícil: el padre envejecido y enfermo, ex combatiente
contra Felipe Varela en octubre de 1867 y una figura representativa del
mitrismo en el norte argentino de dilatada actuación en la segunda mitad del
siglo XIX como legislador provincial, presidente del senado, eventual
gobernador interino, presidente del Consejo Deliberante, convencional
constituyente y presidente en 1889 del
Banco de Salta por cuya fundación bregó, había perdido la fortuna llegando a
malbaratar la finca heredada de sus mayores en San Carlos de los Valles
Calchaquíes. Anota Vicente Osvaldo Cutolo, en el Nuevo Diccionario Biográfico
Argentino, que se fundió embarcado en proyectos de bien público como la
construcción del primer dispensario antivenéreo de la provincia. Nada extraño,
eran tiempos en que la actividad política estaba lejos de ser lucrativa y
asegurar opulencia por generaciones.
Finalmente cabe
subrayar las frases de gratitud hacia Manuela González de Todd, o Manuela
González Salverri de Todd, dama de
origen jujeño radicada en Salta que murió casi centenaria en 1936 luego de
haber presidido la Sociedad de Beneficencia local. Era viuda del coronel José María Todd, tres veces
gobernador de la provincia, y se caracterizó por realizar gestos bondadosos
como el anotado y otros incluso de características filantrópicas y heroicas
como cuidar enfermos, con riesgo de su vida, durante la epidemia del cólera que
asoló Salta en 1886 durante el gobierno de Martín Gabriel Güemes. También
vinculado con aquel flagelo trascribe Roberto G. Vitry en su libro “Mujeres
salteñas”, algunos párrafos del artículo de Zulema Usandivaras de Torino: “Una
dama de dos siglos”, donde la escritora anoticia que doña Manuela con la ayuda de sobrinas y
servidoras se dio a la tarea de coser bolsas para recoger los restos de los que caían
fulminados por el mal y quedaban insepultos en las calles de la ciudad.
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¡Lo que son las cosas de la vida! Un
ajado diploma y un telegrama algo borroso resultan ser hoy suficientes
testimonios para mensurar el perfil de una existencia adornada por los afectos,
la estudiosidad, la beneficencia, la gratitud y la sinceridad, como lo supo
destacar su amiga la escritora Elena López Echenique en un artículo necrológico
que publicó a su muerte en El Tribuno. Memoria feliz entonces la de la tía
Celina porque puede resumirse a tanta distancia en esas virtudes y sobrevivir
en el claroscuro del recuerdo, reverdecido luego de descubrir aquellos
envejecidos documentos que le
pertenecieron.
Carlos María Romero Sosa. Publicado en "Salta Libre" del 1 de abril de 2013