jueves, 23 de mayo de 2013

ENTRE LOS PAPELES DE CELINA SOSA DÁVALOS
















                   Con mi hermana conservamos varias cartas de Celina Sosa Dávalos. Lo hacemos con devoción familiar y nostalgia de otros tiempos, para ambos despreocupados y felices. Es que representaba una alegría en la niñez, recibir la correspondencia de aquella tía abuela salteña que nos hacía sentir importantes cuando deletreábamos antes y leíamos de corrido después nuestros nombres en los sobres. Al abrirlos, hallábamos pequeños dibujos  junto a frases llenas de  ternura reveladoras de su proximidad espiritual con nosotros, escritas con caligrafía inglesa tan propia de su condición de docente jubilada con actuación en una época en que la buena letra era toda una carta de presentación social en tanto demostraba fineza, cortesía y cultura. Porque hacerse entender en forma clara y elegante era algo inherente al suaviter in modo, una regla  implícita a deducir de las muchas incorporadas al Manual de urbanidad y buenas costumbres de Vicente Carreño estudiado por generaciones en el bachillerato y el magisterio.

                          Cierto día comenzó a espaciarse la comunicación que por  momentos lograba distraernos de las obligaciones escolares: supimos que Celina estaba enferma. Hasta que a finales de marzo de 1965, un inesperado mensaje telefónico de esos que llegan a horas inoportunas para generar zozobra y tristeza, nos anotició de su muerte a los setenta y cuatro años de edad, puesto que nació  un 27 de febrero de 1891. De inmediato viajó a Salta nuestro padre, único deudo directo suyo en condiciones de ordenar lo atinente a su entierro y  cumplir con sus últimas disposiciones. Le tocó la desagradable tarea de levantar la casa de la calle Alberdi 421 situada junto al hogar de nuestros abuelos donde habitó al enviudar de Ernesto –creo que ese era su nombre- Schabert, un laborioso inmigrante alemán radicado en la ciudad del cerro San Bernardo del que guardo la medalla que lo acreditaba como socio del club  20 de Febrero.

                          Han pasado las décadas y no hace mucho descubrí que entre los documentos rescatados entonces, estaba el diploma de maestra graduada en la histórica institución educativa del magisterio de Salta: “la Normal” como se la conoce, inaugurada en 1882. Cuando frecuentaba sus aulas Celina –o Ascensión Benita Celina, así bautizada en recuerdo de ambas abuelas-  se hallaba situada ya en Mitre y Entre Ríos luego de tener su primera sede en la calle España al 600.

                          En cuanto al diploma, fechado el 23 de junio de 1919, lo suscribieron el ministro de Justicia e Instrucción Pública de la Nación, José Santos Salinas, el Inspector General de Enseñanza, Valentín Berrondo, el subsecretario de instrucción pública de firma ilegible  y el Director de la Escuela Normal de Maestras de Salta, Florentino M. Serrey, hermano de Carlos  el varias veces diputado y senador nacional.

                         Pero había algo más conservado entre esos recuerdos: el original de un telegrama  que envió  desde la Capital Federal -el 22 de mayo de 1918- al doctor Emilio Giménez Zapiola, a la sazón recién designado Interventor Federal de la provincia, el dirigente radical riojano Pelagio B. Luna (1867-1919), vicepresidente de la Nación y ocupante desde el día 7 de aquel mes de la titularidad del Poder Ejecutivo en ausencia de Hipólito Yrigoyen,  transitoriamente en su establecimiento de campo de la provincia de Buenos Aires, según informaba el diario porteño La Prensa de esa fecha. Su texto dice: “Al acusar recibo de su telegrama de fecha 17, me complace comunicarle que su recomendada la señorita Celina Sosa Dávalos ha sido nombrada por ser un pedido justo. Pelagio. B. Luna. Presidente de la Nación”          
     
                       En la parte inferior del papel, puede leerse en tinta negra  una leyenda aclaratoria escrita por la propia interesada: “Este telegrama lo conservo como un recuerdo de la bondad de la señora Manuela González de Todd, pues ella fue la del empeño ante el Interventor de esta doctor Giménez Zapiola para que el Presidente me diera la cátedra de Economía Doméstica”.

                      ¡Cuántas cosas invitan a pensar unas y otras líneas  trascriptas! En primer lugar que los plantones y el destrato como forma de disciplinar a los funcionarios de rango inferior eran inexistentes o al menos poco usuales entonces, al revés de lo que acontece con los usos  políticos  actuales. Así resultó que la solicitud de Giménez Zapiola fue  respondida por la máxima autoridad en ejercicio de la República a los cinco días de receptada. Además, para despejar toda duda de que pudiera actuarse con favoritismo, el  responsable de la designación creyó del caso dejar asentado que se complació al pedido por tratarse de algo justo. Ciertamente debió ser de ese modo porque  la beneficiaria, una aplicada estudiante como siempre fue tradición en la familia, tendría ya idoneidad suficiente para ingresar en la docencia en la Escuela Profesional de Mujeres de Salta; allí y en otros establecimientos de enseñanza secundaria y especial actuó en forma ininterrumpida hasta obtener la jubilación en 1947. Celina solía manifestar que influyó en la íntima vocación suya por la educación, la impronta de su abuela paterna Benita Carrillo de Sosa y Aramburú pese a no conocerla –murió en 1880-; una discípula durante los años de internado en Buenos Aires del deán Gregorio Funes que de regreso a Salta –cuentan sus biógrafos- fundó la Escuela Privada de Francés y Música y más tarde un centro de primeras letras en San Carlos.

                         Por otra parte no sería para distraerse que la joven  buscaba trabajar hacia 1918. Única hija soltera a ese momento, habitaba en el inmueble solariego de la calle España 649 con sus mayores, Salustiano Sosa Carrillo y Celina Dávalos Isasmendi; pues dos de sus hermanas estaban ya casadas y otra, Elisa,  había ingresado en 1916, bajo el nombre  Sor María de la Ascensión, a la Congregación de Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor que contaba desde tiempo atrás con un convento en Salta. (La orden  fundada en Angers por Santa María Eufrasia Pelletier y aprobada por el papa Gregorio XVI en 1835,  tenía por misión rehabilitar a las mujeres delincuentes.)  
                        
                       En cuanto a la  economía familiar del hogar de  Celina se había puesto algo difícil:  el padre envejecido y enfermo, ex combatiente contra Felipe Varela en octubre de 1867 y una figura representativa del mitrismo en el norte argentino de dilatada actuación en la segunda mitad del siglo XIX como legislador provincial, presidente del senado, eventual gobernador interino, presidente del Consejo Deliberante, convencional constituyente y  presidente en 1889 del Banco de Salta por cuya fundación bregó, había perdido la fortuna llegando a malbaratar la finca heredada de sus mayores en San Carlos de los Valles Calchaquíes. Anota Vicente Osvaldo Cutolo, en el Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, que se fundió embarcado en proyectos de bien público como la construcción del primer dispensario antivenéreo de la provincia. Nada extraño, eran tiempos en que la actividad política estaba lejos de ser lucrativa y asegurar opulencia por generaciones. 

                       Finalmente cabe subrayar las frases de gratitud hacia Manuela González de Todd, o Manuela González Salverri de Todd,  dama de origen jujeño radicada en Salta que murió casi centenaria en 1936 luego de haber presidido la Sociedad de Beneficencia local. Era viuda del  coronel José María Todd, tres veces gobernador de la provincia, y se caracterizó por realizar gestos bondadosos como el anotado y otros incluso de características filantrópicas y heroicas como cuidar enfermos, con riesgo de su vida, durante la epidemia del cólera que asoló Salta en 1886 durante el gobierno de Martín Gabriel Güemes. También vinculado con aquel flagelo trascribe Roberto G. Vitry en su libro “Mujeres salteñas”, algunos párrafos del artículo de Zulema Usandivaras de Torino: “Una dama de dos siglos”, donde la escritora anoticia  que doña Manuela con la ayuda de sobrinas y servidoras se dio a la tarea de coser bolsas para recoger los restos de los que caían fulminados por el mal y quedaban insepultos en las calles de la ciudad.          

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                  ¡Lo que son las cosas de la vida! Un ajado diploma y un telegrama algo borroso resultan ser hoy suficientes testimonios para mensurar el perfil de una existencia adornada por los afectos, la estudiosidad, la beneficencia, la gratitud y la sinceridad, como lo supo destacar su amiga la escritora Elena López Echenique en un artículo necrológico que publicó a su muerte en El Tribuno. Memoria feliz entonces la de la tía Celina porque puede resumirse a tanta distancia en esas virtudes y sobrevivir en el claroscuro del recuerdo, reverdecido luego de descubrir aquellos envejecidos documentos  que le pertenecieron.

 Carlos María Romero Sosa. Publicado en "Salta Libre" del 1 de abril de 2013