El reciente
16 de junio murió en Buenos Aires archi-nonagenario el doctor Hipólito Jesús
Paz, en una fecha a la que solía referirse con tristeza por el bombardeo acaecido
en 1955. Fue quizá una de las pocas y por cierto de las últimas figuras sobre
las cuales cabía predicar sin hipérbole la condición de ilustre y a la vez de característica
de un Buenos Aires ya en franca en retirada.
Lo
primero debido a su descollante y laureada labor escrita que abarca la ficción,
el ensayo, la evocación y la
autobiografía en la mejor tradición del género; sin olvidar por supuesto la impecable
trayectoria pública del ex funcionario cultural, ex canciller de Perón entre
agosto desde 1949 a
junio de 1951, embajador en los Estados Unidos de Norteamérica –luego de ser
reemplazado en sus anteriores funciones ejecutivas por Jerónimo Remorino-; y
finalmente representante en Grecia y Portugal a partir de la restauración
democrática en 1983. En cuanto a lo segundo, porque “Tuco” Paz era lo opuesto a un “figurón” y un “acartonado”,
como que se prodigaba en el diálogo amistoso y considerado con quienes desearan
intercambiarlo. Frecuentó bares con estaño y tertulias literarias, bailó tangos
en pistas lustrosas de tanto taconeo, saboreó con su refinamiento funciones de
gala en el Colón y otros teatros del mundo, trasnochó hablando de poemas y
prosas con Ezequiel Martínez Estrada, en mucho su maestro
en las letras, Leopoldo Marechal, Alberto Girri o el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, del
mismo modo que confraternizó con Aníbal Troilo –“Cuando Manzi y yo estábamos juntos nos envolvíamos la mano con la luna
y no se la prestábamos a nadie”, le confesó un día Pichuco-, con el
mítico “Barquina” –Francisco Loiácono”- o más cerca en el tiempo con la cantante de
rock Madonna que lo visitaba en su hogar cuando viajaba a Buenos Aires.
El
desaparecido poeta y periodista Héctor Chaponick, al que prologó el libro
“Protagonistas de la nostalgia” (1979) y era su colega en la Academia Porteña
del Lunfardo, lo retrató con evocador e
intimista tono lunfardo: “Paz de la mano
que ofreces y das/ desde tu dulce corazón de macho/ que te hizo ser un
canciller muchacho, / ayer nomás…/Ayer nomás. Hoy dentro de un arcón/ quedó
aquel viejo frac. Y las medallas/-chirolas de latón-/Porque tu talla/ está en
tu genio y en tu corazón…” .
Pero hay otros
aspectos suyos para recordar en especial: por un lado su firme, cálida y
entonada voz con la que grabó numerosos C.D.
recreando en originalísimas versiones suyas tangos y milongas con el
acompañamiento del guitarrista Alfredo Sadi y en ocasiones a dúo con su esposa
la pintora María Olivera de Paz. Yo solía concurrir a su departamento de la
calle Rodríguez Peña y avenida del Libertador, un arcón de recuerdos siempre franqueado
a los amigos que, eso sí, nos absteníamos de concurrir las tardes cuando “Tuco”
ensayaba con el maestro Sadi. Y otra faceta de este hombre superior, de honda
fe religiosa y existencia afín con las enseñanzas evangélicas, fue su labor de traductor de “Amor y
Silencio”, una obra de espiritualidad compuesta por un anónimo monje cartujo
aparecida inicialmente en 1945 en Francia con un prólogo de monseñor Charles de
Journet. La versión castellana a cargo
de Paz, impresa en una reducida tirada sin propósito comercial, la realizó en
el año 2000 con la elevada finalidad manifiesta en sus palabras introductorias de “que el lector recoja de este libro todos sus frutos”.
De alguna
crónica necrológica que trascribe citas
suyas extraídas de reportajes periodísticos, podría desprenderse que fue un
hombre muy de derecha. Ciertamente no
era un revolucionario pero sí un demócrata de hondo sentido social que
lamentaba la cultura autoritaria
potenciada en el país a partir de la revolución de Uriburu. No en vano su
amor por el pueblo trabajador le hizo adherir a primera hora al justicialismo y
trabar una estrecha relación política con Evita. Doy fe además del respeto y la
identificación que sentía por su antecesor en el Ministerio de Relaciones
Exteriores, el socialista Atilio Bramuglia. Así como por su comprovinciano por
rama paterna Mario Bravo figura prócer del partido socialista al que representó
en el Senado de la Nación. Y
sobre todo por Alfredo L. Palacios al que -gustaba mencionar- su primo el
sacerdote Amancio González Paz le habría impartido los últimos sacramentos de la Iglesia Católica.
No, puedo atestiguar que “Tuco”, víctima de una criminal desaparición durante
el Proceso, más allá de su historia de “niño bien” educado bilingüe por sus
mayores, era demasiado generoso, demasiado informal en su autoridad innata,
demasiado inteligente y demasiado aristócrata -en el sentido aristotélico del
término- para ser reaccionario.-
Carlos
María Romero Sosa publicado en Salta libre el 25 de junio de 2013