El
Diccionario de la Real
Academia Española registra ocho acepciones del término
“historia”, en algunos casos contradictorias entre sí. Pero como “la teoría es seca y sólo florece el árbol de
la vida”, según la sentencia de Goethe, con espíritu de justicia será de
convenir que cabe identificar la extensa y fecunda labor científica
del licenciado Mario Tesler con el primero de esos significados, lo cual no es
más que el reconocimiento de una evidencia: Tesler practica desde su juventud,
adornada por la vocación por el arte de Clío, la “narración y exposición verdadera de los acontecimientos pasados y cosas
memorables”. Algo de fácil comprobación cada vez que nos sorprende con la
habitualidad -valga el oxímoron- de sus libros, artículos, comunicaciones
científicas, conferencias, trabajos todos y cada uno de ellos elaborados con
objetivos claros y no exentos de ser disparadores de polémicas.
Porque Mario
investiga y da a conocer sus indagaciones con el objetivo de aclarar errores y malentendidos, cosa que
logra aportando siempre pruebas al canto. Como el caballero medieval del viejo
romance castellano, bien puede ufanarse de que “su descanso es el pelear”, en su caso fatigando archivos y
bibliotecas. De esa forma ha sabido rescatar personajes del olvido, en general
instalado por decreto. Ha vuelto la mirada sobre hechos cerrados a debate
muchas veces por la historia oficial y ha aportado su personal cuota de
honestidad intelectual traducida en veracidad en la reconstrucción de nuestro
pasado. Por eso cabe pensar qué ajena y qué antitética resulta ser su tarea
historiográfica, tanto al relato intencionado de la “política de la historia”
que dijera Jauretche, cuanto al chisme, la aseveración sin fundamento
documental o la interpretación antojadiza y forzada de los hechos del
ayer.
Con ser objetivo en sus
apreciaciones y severo en la auscultación de las fuentes a que apela, no se
pretende aséptico ni desentendido del “Hic et nunc” donde debe cumplir su
misión de hombre de la cultura comprometido con grandes causas: la justicia
histórica en primer termino. Califica el nivel de su patriotismo ese mandato
ético asumido por él con lealtad, tenacidad y valentía en un país a merced,
entre otros signos del coloniaje, de una “historia falsificada”, de acuerdo con
la expresión de Ernesto Palacio
Basta leerlo
para comprobarlo y si cabe ejemplificar lo dicho con algo de su cosecha más
reciente, será del caso hacer remisión a esta su última entrega: “Agresión
militar de los Estados Unidos a las Islas Malvinas y el gaucho Antonio Rivero”,
un libro de fácil lectura pese a su rico aparato erudito. Una obra breve para
sin embargo extraer caudalosas enseñanzas a menudo amargas; y ello más aún que al considerar ciertos dramáticos sucesos
relatados, ya que todo hecho de armas
adquiere esa categoría, de comprobar la tergiversación u oscurecimiento de los
mismos por razones que suenan a interesadas.
Sabido es que no
se podrá estudiar ya el tema Malvinas sin referenciarlo con la guerra del 82 que tuvo héroes y cobardes, patriotas
y traidores. Tesler anota en la primera página
para reiterarlo más adelante, un
dato que demuestra hasta qué punto la
dictadura que embarcó al país en la contienda fue mendaz, hipócrita y
oportunista también en la causa a la que decía defender. El hecho es que en forma oficial se trató de tapar la actitud
de los EE.UU. en 1831, cuando su
agresión militar a las Islas con la nave de guerra Lexington y las posteriores
manifestaciones gubernamentales que avalaron la destrucción del establecimiento
argentino de Puerto Soledad. Por eso en el capítulo “Una publicación
injustificable”, arremete lanza en ristre contra cierto opúsculo bilingüe
(castellano-inglés) editado en abril de 1982 por la Secretaría de
Información de la
Presidencia llevado a cabo con el asesoramiento del contralmirante
Laurio Destéfani, miembro de número de la Academia Nacional
de la Historia ,
y el catedrático de Derecho Internacional doctor Calixto Armas Barea. Al
respecto sostiene Tesler textualmente: “Su lectura me permitió comprobar que
su brevedad no fue obstáculo para que en él se filtraran errores y se
produjeran omisiones notables. Entre otros, al pormenorizar lo ocurrido en el
archipiélago malvinense en el período que va desde 1820 hasta 1833, se omitió
toda mención al enfrentamiento con el gobierno de los Estados Unidos y su
desconocimiento de la soberanía argentina en el lugar”. Y concluye: “se procuró no hacer conocer a la opinión
pública que EE.UU. fue la primera nación que, después de proclamada nuestra
independencia de España, manifestó públicamente que las Islas Malvinas no nos
pertenecen.” (Páginas antes y como prueba del continuado repudio nacional
contra la actitud yanqui de 1831 y sus
derivaciones, cita por una parte el texto de una carta de Rosas dirigida a
Estanislao López fechada el 19 de febrero de 1832, por otra una comunicación de
Domingo Faustino Sarmiento, embajador en EE.UU. solicitando instrucciones al
canciller Rufino de Elizalde ante “la
insólita gestión hecha por un agente norteamericano de los ´presumibles´
derechos de la Inglaterra
a la posesión de las Islas Malvinas”, y finalmente un fragmento de José
Hernández publicado en el diario El Río de la Plata , en 1869, donde el autor de “Martín Fierro”
dispara: “Un buque de guerra
norteamericano, destruyó la floreciente colonia de la isla Soledad, y ese hecho
injustificable fue precisamente lo que indujo a Inglaterra a apoderarse de las
Malvinas.”)
Empero, la cuestión es porqué en ese aciago 1982 se extendió la censura
sobre el particular, hecho que por lo demás ya había sido tratado en el volumen
“La tercera invasión inglesa” (1934) de Antonio Gómez Langenheim y décadas
después se historió en “La agresión norteamericana a las Islas Malvinas” de
Ernesto Fitte (1966); a más de dar la última palabra al respecto un
clarificador libro del propio Tesler que editó Galerna en 1979.
Claro que
no se precisa demasiada sutileza para intentar una respuesta: el súbito
anticolonialismo del general “majestuoso” y su corte de “occidentales y
cristianos” tenía límites precisos en las fronteras ideológicas sostenidas a
sangre y fuego por los halcones del país del norte; y nada debía ir más allá de
las bravuconeadas y los desafíos de pulpería con más whisky importado de por
medio que pendenciera ginebra criolla capaz de obnubilar al mismísimo Fierro: “Y ya se me vino al humo/ como a buscarme la
hebra/ y un golpe le acomodé/ con el porrón de ginebra”.
El problema
fue que pese a la buena letra y a la letra chica del tipo de la publicación objetada
por Tesler, la cuestión sí comenzó a salirse de cauce: a latinoamericanizarse
con la posibilidad cierta de tomar un épico cariz antiimperialista.
La voz de la Historia con mayúscula,
es decir en la primera acepción propuesta por el diccionario de autoridades,
viene a cuestionar hoy a través de este libro a algunos personajes que hicieron
creer o hasta creyeron de buena fe, porque de buenas intenciones está plagado
el camino al infierno, que podía hacerse historia con minúscula, o sea mediante
ocultamientos, desinformaciones, inconsistencias e ideología de la clase
dominante.
Valga lo dicho
también para el vergonzoso dictamen de la Academia Nacional
de la Historia
sobre Antonio Rivero, que la corporación
encomendó a Ricardo Caillet-Bois y Humberto Burcio y fue aprobado en la
sesión del 19 de abril de 1966. Nunca más oportuno el recuerdo de aquellos
versos de las “Letanías para Nuestro Señor Don Quijote” de Rubén Darío: “De las epidemias de las academias/ de
horribles blasfemias, ¡líbranos Señor!.”
Para finalizar cabe subrayar que no es de
ahora y tampoco fue a partir de 1982, cuando muchos compatriotas descubrieron
su sentimiento hacia “la lejana perla
austral”, así nombrada en el poema de Carlos Obligado que musicalizó el
maestro José Tieri, la dedicación de
Mario Tesler por el tema, ya que
al menos desde 1967 con su ensayo sobre el “Primer documento argentino enviado
desde las Islas Malvinas”, viene enriqueciendo la bibliografía malvinense.
Recuerdo que en noviembre de 1979, veinteañero yo, tuve el gusto de comentar en
el suplemento cultural de La
Capital , de Rosario, su libro: “Malvinas: cómo Estados Unidos
provocó la usurpación inglesa”.
En el ámbito de
este edificio que con justicia lleva el nombre prócer de Alfredo L. Palacios,
es de resaltar que el líder socialista fue presidente desde 1939 hasta 1940 de la Junta de Recuperación de las
Malvinas, cuya acta fundacional suscribió junto a Antonio Gómez Langenheim,
D.J. Ford de Halle, Juan Carlos Moreno, Ramón Doll, Carlos Obligado, Héctor
Sáenz Quesada, Rodolfo Irazusta, Dardo Corvalán Mendilaharzu, Arturo Palenque
Carreras, José Manuel Moneta, Rafael Jijena Sánchez, Alberto Ezcurra Medrano,
José Cilley Vernet, entre otras figuras,
como lo ha recordado en la revista Todo es Historia (Nro. 359, correspondiente
al mes de junio de 1997) quien fuera secretario de la institución, el
desaparecido periodista y escritor Juan Bautista Magaldi. En este edificio del Senado de la Nación pues, al que tanto prestigió Palacios y donde
pronunció su alegato de 1934 reivindicando nuestra soberanía sobre las Islas,
se hace especialmente necesario memorar los hitos del territorio irredento que “a su cadena lo amarró el pirata” de
acuerdo con el endecasílabo de Martín Coronado. Y es de excelencia hacerlo
a través de trabajos de real valía como
este del historiador Mario Tesler.
(*) Texto de Carlos María Romero Sosa leído por él en la
presentación del libro del historiador Mario Tesler: “Agresión militar de
EE.UU. a las Islas Malvinas y el gaucho Antonio Rivero”, en el acto llevado
a cabo en el Edificio Alfredo L.
Palacios del Senado de la
Nación , el 5 de noviembre de 2013.-