Me encuentro frente al
benevolente auditorio del Ateneo Popular de la Boca , cuando razonablemente tantas figuras con mayor
autoridad y sobre todo con especial cultura barrial e incluso afincamiento aquí,
debieron integrar hoy esta mesa de presentación de “La Boca del Riachuelo en la
historia”, de Antonio Juan Bucich. Una reedición sin duda acariciada en vida por
el autor que hasta poco antes de su muerte, acaecida en junio de 1976, se dio a
la tarea de corregir y ampliar con nuevos datos las páginas de este libro tan requerido
por estudiosos y lectores inquietos, al punto de agotarse prontamente la edición
que vio la luz en 1971.
Empero como por
fortuna no solo la fría lógica gobierna el mundo de la vida y suelen hallar
atajos salvadores para las ilusiones a veces utópicas de las existencias,
aquellas razones del corazón de las que hablaba Pascal, estoy convocado por el
arquitecto Eduardo Bucich en atención a una circunstancia que ambos conocimos
desde la niñez. Algo que en el presente solemos evocar con admiración y hasta
con cierta nostalgia en estos tiempos de contactos virtuales poco duraderos a
coleccionar por internet: la real amistad y la camaradería intelectual que vincularon hasta el final de sus días a
nuestros respectivos padres, sentimientos proclives de fructificar en empresas
comunes, como la participación en la Comisión de Historia y Numismática de la Boca fundada por Bucich en
1936 e integrada también por José Carlos Astolfi, Juan Canter, Francisco L.
Romay, Constantino Fiorito, Enrique de Gandía y Roberto Pedrazzini. O haber
prestado ambos el entusiasmo y la colaboración pecuniaria para que viera la luz
en 1947 el poemario póstumo de Francisco Isernia: “Cielo de infancia”.
Aunque no
historiaré aquí esas disposiciones espirituales compartidas, identificables con
las afinidades electivas que menciona Goethe. Y no lo haré, porque son ellas de fácil
rastreo en la correspondencia
intercambiada entre Bucich y Romero Sosa a partir de 1938, cuando el autor
boquense, a la sazón de treinta y cuatro
años se encaminaba al “mezzo del cammin”, sin el extravío en la selva oscura
del Alighieri y bien pertrechado ya por obras literarias de su cosecha que le habían
dado resonancia y prestigio a su nombre, a más de los logros hogareños tan
preciados por él; en tanto el salteño inauguraba en la ciudad del cerro San
Bernardo los veintidós años entre afanes poéticos e historiográficos. No
obstante creo del caso ejemplificar con la dedicatoria fechada en octubre del
39´ en
el volumen “En pos de Eca de Queiroz” de autoría del primero que dice: “A mi estimado amigo y colega Carlos Gregorio
Romero con toda simpatía.”
Y permítaseme todavía
un testimonio más al respecto que encierra también cierta conjetura íntima disparada
al leer hace poco con detenimiento la tarjeta de invitación al banquete que, en
agosto de 1940 se tributó a Antonio J. Bucich en el Hotel Español para celebrar el éxito de crítica alcanzado por sus libros “Esteban Echeverría
y su tiempo” y el mencionado “En pos de Eca de Queiroz”, así como su “meritoria e intensa labor cultural y americanista”, según
reza el texto de aquella invitación al
homenaje del que Carlos Gregorio Romero Sosa integró la comisión organizadora junto
a otros ateneístas cuyos nombres
resuenan con emoción en esta casa: Roberto Cupido, Rodolfo Castagnino,
Francisco P. Laplaza, Martín Trabuco, Alberto Galmarino o Ricardo Fernández
Mira. Todo ello de acuerdo con lo consignado en el opúsculo que se publicó
semanas más tarde con la trascripción de los discursos pronunciados en la
oportunidad.
Sin embargo, lo
más curioso para mí es que también ha quedado documentado en las letras de
molde de la tarjeta, la adhesión y participación en el banquete de una compañera
de trabajo de Bucich en el desaparecido diario católico El Pueblo, fundado por
el sacerdote redentorista padre Federico Grote hacia 1900: Flora García Black
de Gómez Langenheim, escritora que firmaba con el seudónimo Carmen Arolf, mi
abuela materna. Por eso me es grato imaginar que en el salón comedor del Hotel
Español de la Avenida
de Mayo al mil doscientos, arteria aun con ecos del duende garcíalorquiano que
la trajinara tiempo antes, bien pudo conocer Romero Sosa y hasta quizá compartir mesa en
ese invernal agosto de 1940 con la que
sería su madre política algo más de una década después.
¿Será que el
entretejido del azar suele abrigar de la intemperie las trayectorias humanas más
de lo que es posible suponer? La respuesta puede hallarse tal vez en cierto
pasaje del Ars Amandi del romano Ovidio:
“Casus ubique valet, semper tibi pendeat
hamus quo minime credas gurgite, piscis erit. (“La casualidad siempre está al
acecho, ten siempre listo el anzuelo pues en el remanso que menos esperes, hay
un pez”.)
Poco se historió la
temática de la ciudad de Buenos Aires hasta las primeras décadas del siglo XX,
sí en cambio se la había novelado o relatado con pintoresquismo tributario del
costumbrismo romántico. Faltaba la investigación documentada de la urbe y sus
rincones, en parte debido al hecho de que todavía a finales del XIX no se habían
configurado con sus notas características típicamente porteñas ciertos barrios.
Pero sobre todo porque en los albores de nuestra historiografía se trató de ahondar en los grandes ciclos del
pasado argentino representándolos con figuras claves; así desde Mitre y sus
monumentales historias de San Martín y de Belgrano al salteño Bernardo Frías, algo posterior, con los seis tomos de la Historia de Güemes y de
Salta, sin olvidar a Adolfo Saldías con su Historia de la Confederación
Argentina , de particular referencia al período de Rosas.
Algo sin embargo
empujó a otros investigadores modernos a mirar su entorno, quizá más gris que
el de las gestas y sin duda menos polémico incluso por ser apenas transitado.
Aquella pasión argentina que analizó Eduardo Mallea en 1937: la del país invisible
no tanto entendido como categoría geográfica o sociológica sino metafísica y
ética, debe haber despertado el interés de muchos autores por rastrear lo
mensurable en distancia y porqué no en sentimientos de pertenencia de sus
entornos. Así Enrique Udaondo con su diccionario de las calles porteñas, Ismael
Bucich Escobar, con sus muchos trabajos de intención urbana como “Buenos Aires
Ciudad” o “Visiones de la Gran Aldea ”
y algo más tarde Francisco L. Romay con su ensayo sobre “El barrio de
Monserrat”, R. De Lafuente Machain con el
suyo sobre “El barrio de la
Recoleta ” o Juan José Maroni con el de Constitución, representaron
hitos orientadores de la historiografía porteña.
En esa misma línea
y con similares merecimientos por la seriedad investigativa y lo inaugural de
los enfoques interpretativos centrados en la presencia del hombre de carne y
hueso en tanto vecino, debe incluirse a Antonio J, Bucich que en 1948 -cuando apenas
en 1935, Marcelo F. Olivari había dado a conocer en folleto y concentrándose en
la etapa de la conquista “El Riachuelo de los Navíos y la primera fundación de
Buenos Aires” y con más detenimiento Enrique
de Gandía trató en 1939 el tema del pasado boquense, aunque referido a la época
colonial y a las primeras décadas del país independiente-, publicó en edición
de la Municipalidad
de Buenos Aires su libro “El barrio de la Boca ”, del
que bien podría decirse que representó
un adelanto de lo que fue más tarde “La
Boca del Riachuelo en la historia”. No se aventuró a la
crónica lugareña de manera casual. Como toda auténtica vocación le fue revelada
algo misteriosamente y así lo cuenta en el libro testimonial: “Casi
autobiografía de un escritor boquense” (1964): “Fue una noche en que andaba por el medio de la avenida ancha, la
avenida nueva, nuestra Almirante Brown, orgullo de los boqueases desde los días
finiseculares del ochocientos. De pronto me detuve en el trayecto de caminante
desocupado, porque no me llevaba ningún
rumbo esa medianoche de enero. Me quedé sin voluntad precisa en el refugio.
Pasaban los tranvías y el rechinar de su andamiaje no me distraía. ¿Qué
sentimiento se apoderó de mí que me obligó a quedarme en ese sitio como si algo
se enredara a mis piernas desde la tierra en que me asentaba? Miré en torno.
Contemplé los balcones del palacio que mandara construir Pepe Fernández, aquel
caudillo lugareño del ochenta. La luna ponía el claror de su nocturnidad eterna
sobre la vieja estructura que, alguna vez, presidió ostentosamente el conjunto
urbano de las casas de madera que la rodeaban. Y que ya no están. ¿Qué
sortilegio emergía de ese instante que no me permitía ni reanudar la caminata,
ni volver sobre mis pasos? ¿Qué era eso?” Y eso era nada menos que el llamado secreto para iniciar la senda que
lo llevó a convertirse en el cronista nato de La Boca.
Por supuesto
que el historiador nacido en 1904 no estaba mentalmente compartimentado. Traía
a sus nuevas inquietudes barriales el bagaje de sus muchos conocimientos
previos y si cabe preguntarse que lo llevó a ahondar en algún momento en la
vida y la obra de José María Eca de Queiroz, del que refiere constituyó una de
las lecturas más constantes de su mocedad,
lejos estuvo de profesar el escepticismo que caracterizó al novelista portugués.
Menos llama la atención que demócrata a carta cabal, haya ensayado en 1937 su
interpretación sobre el autor del “Dogma socialista” en “Esteban Echeverría y su tiempo”, prologado
por José Carlos Astolfi, su guía y antiguo profesor en el Colegio Nacional Juan
Martín de Pueyrredón. Coincidentemente dio a la imprenta su “Alberdi en la Asociación de Mayo” y
en 1942 completó su visión del “Maestro de América” en “Luchas y rutas de Sarmiento”. Análisis ellos de los
próceres civiles de la nacionalidad que
moldearon su espíritu republicano. Él propio Bucich expresó en su citada
autobiografía, que adentrarse en el pensamiento de Echeverría “fue un alumbramiento gestado en
interminables vigilias que me llevaron pausadamente a la comprensión del
introductor del romanticismo en América hispánica. Estas lecturas analíticas
influyeron en mi conducta de ciudadano de una democracia que he considerado
siempre, invariablemente, base
insustituible de la convivencia en dignidad”.
No
conocí a este orgulloso descendiente por
rama paterna de un abuelo dálmata, natural de las costas del Adriático,
y por la materna de un genovés nostálgico de su Mar de Liguria: tales los
antepasados de Antonio Juan Bucich que arribaron en la segunda mitad del siglo
XIX a una Boca a la que pronto anoticiará
su primer periódico: El Ancla, reunirá los afanes individuales de bien común en
instituciones vecinales de fomento como la Sociedad Progreso
y orará devota en la iglesia parroquial de San Juan Evangelista erigida en
1872, en cuyo atrio trascurrieron gran parte de los sucesos de la política
local. Era La Boca
aun sin dientes por parafrasear a Florencio
Sánchez, aunque sin duda ya
comenzando a masticar la rebeldía que le haría elegir en marzo de 1904 al
primer diputado socialista de Suramérica: Alfredo Lorenzo Palacios.
Pero sin haberlo conocido
lo evoco fraguando su argentinidad en cada una de las producciones surgidas de su pluma erudita y de tan buena factura
literaria; las páginas trabajadas con empeño y pasión en los días vividos frente
al Riachuelo de los Navíos inspirador de universales artistas, así como de los sueños y las nostalgias de tantos
inmigrantes afincados en el barrio que el último 23 de agosto celebró sus
ciento cuarenta y cuatro años de historia.
Texto de la disertación de Carlos María Romero Sosa ofrecida el sábado 30 de agosto de 2014 en la sede del Ateneo Popular de