Resulta imposible precisar la luminosidad que tuvieron ciertos hechos
recuperados por la añoranza. Y lo es, debido a que hay recuerdos que de manera singular
hacen brillar el pasado. Sin embargo, puedo asegurar que deben haber estado
encendidas las luces de la vieja araña de bronce del comedor de nuestra casa, cada
vez que al abrir la puerta, al llegar
por la tarde del Colegio San Agustín donde cursé el ciclo primario, advertía
que se esperaban visitas a tomar el té. Otros signos inconfundibles de ello eran el aroma
a escones que se horneaban en la
cocina y las tazas de porcelana dispuestas
sobre la mesa tendida con un mantel bordado.
¿A quiénes aguardaban mis mayores en esos años de la infancia, cuando
las horas transcurrían lentas y mis deberes para el día siguiente podían demorarse
hasta el retiro de los invitados? Entonces mi madre, mientras recogía la
vajilla y comentaba con mi abuela las novedades charladas un rato antes, me
instaba a abrir el cuaderno de ejercicios para enfrentar juntos la tarea
escolar.
Tantos
años después, frente a la silla que solía ocupar en aquellas ocasiones para
beber mi taza de vascolet de Nestlé mientras
elegía una masita de la bandeja traída como obsequio por los invitados entre un
tejido de noticias de carácter social, religioso, político y cultural que
llegaban a mis oídos, evoco la presencia de varias de esas visitas tan queridas.
Hasta creo reconocer una a una las líneas de sus rostros, recuperar el tono de
sus voces, interpretar el sentido de sus ademanes, con la misma satisfacción
del niño que al armar un rompecabezas descubre que la unidad es mejor, mucho
mejor que las partes. En forma coincidente también, puede ufanarse alguien que como
yo transita por una edad más que mediana, al comprender que su desafío actual consiste
no en articular ya dibujos imaginarios, sino en conquistar los espacios del
alma que vinculan milagrosamente el idealizado ayer con el presente gris.
Cierro los ojos y… Toca el timbre la doctora
María Luisa Ferrer, una abogada y profesora de filosofía de militancia católica
y destacada actuación en las huestes de una suerte de feminismo sin
agresividad; más una apertura espiritual
que una ideología propiamente dicha. Todo un afán que venía dando ya pasos en el país desde principios del siglo XX con
miras a la reivindicación del lugar de la mujer en general y la dignificación de
su condición en tanto trabajadora. María Luisa -que cuando aprobé la última
materia de derecho en la UBA me felicitó
calurosamente y me obsequió los cinco tomos encuadernados del Código Civil
Comentado de Eduardo Busso-, desde la Dirección Nacional de la Mujer , de la que fue subdirectora, colaboró en la
preparación del Estatuto del Servicio Domestico. De chico, en esas tertulias
amistosas, escuchaba con atención sus comentarios referidos a la Obra Cardenal Ferrari de la
que fue asesora jurídica, o sobre Monseñor Miguel de Andrea y su relación con
Alfredo Palacios, o las emocionadas confidencias de su padre, el jurista e
inventor Joaquín Andrés Ferrer, alguien que adelantándose a nuestro tiempo de
“diputruchos” y demás atentados contra el prestigio del Congreso, ideó una
máquina registradora de votos para uso legislativo. Sé que en una de sus
primeras visitas a la casa de la calle Laprida, recién casados mis padres, trajo datos para que Carlos Gregorio Romero
Sosa elaborara la biografía de aquel, que aparece en el tomo tercero del
Diccionario Histórico Argentino editado bajo la dirección de Ricardo
Piccirilli, Leoncio Gianello y Francisco Luis Romay.
-Adelante,
María Teresa Álvarez Escalada. Y gracias
por el regalo de los bonetes y serpentinas sobrevivientes de una fiesta del
cruce del ecuador que tenían grabados el nombre del trasatlántico en que realizó
uno de sus frecuentes viajes a Europa.
La vida de esta sobrina de José
S. Álvarez: “Fray Mocho”, fue por demás interesante. Criada en la abundancia, en
plena juventud se alejó del mundo e ingresó en Francia a un convento donde
llegó a profesar como Hermana de Caridad. Pero al enfermar su padre, Fernando
Álvarez, un médico graduado en 1889 junto con mi abuelo materno y en la misma
promoción de Cecilia Grierson y de otro amigo común: Narciso Mallea, padre del
novelista de “La bahía del silencio”, pidió la reducción al estado laical para
atenderlo. Cultísima, traducía de la lengua francesa que dominaba libros religiosos. En esas
ceremonias del té que memoro, uno de los temas de rigor eran sus recuerdos de
Pio XII al que conoció y las esperanzas puestas en un pontífice a poco entronizado
en la Cátedra de San Pedro:
Juan XXIII.
Mi
madre, de formación religiosa algo estricta y prima de sacerdotes y obispos, trataba
de no hacer coincidir sus visitas con las
de Isabel Creus, que había sido tesorera de la Liga Nacional de
Librepensadoras fundada en 1909, institución de la que la médica y sufragista
Julieta Lanterí fue secretaria general y la intelectual española antimonárquica
Belén Sárraga presidenta honoraria. Isabel, periodista jubilada del diario La Razón -donde creó y dirigió la página de la mujer-
así como colaboradora de varias otras publicaciones, tal la desaparecida
revista Estampa, y escritora de intuitivo vuelo sociológico, era afecta a la quiromancia y la astrología. Se
la conoció como “doctora Creus” tras su paso por la Facultad de Filosofía y Letras, incluso
así apareció en el diario La Prensa la noticia de
su fallecimiento acaecido en octubre 1960. Había algo secreto y misterioso en
su personalidad, cordial y reservada a la vez. En una ocasión me pareció verla emocionada
al mencionarse el nombre del doctor José A. Cortejarena, el fundador de aquel
periódico vespertino donde ella hizo carrera; una muestra de sensibilidad que
no desentonaba con su combativa posición
feminista. Decía leer la borra de café, aunque en casa se conformaba con
interpretar las líneas de las manos ya que la herencia británica de mi abuela
imponía el té de las cinco.
-Tome asiento,
profesora Julia Bustos, y recítenos alguna escena de sus obras teatrales
infantiles como “El fabricante de alegría” (1963) o algunos de los romances y
de las cuartetas de sus libros “El país de los niñitos buenos” (1939) y “Juan
sin miedo” (1964), el volumen que nos dedicó en la edición ilustrada en sepia por
Juan Hohmann que mi hermana, algo traviesa, gustaba colorear con sus lápices de
crayón. ¡Lástima que no haya piano para agregarle música de fondo! Y bien que con
agrado ejecutaría allí la concertista María del Castillo, otra asidua
visitante.
Me arrimo a
la ventana al oír que alguien está estacionando: es Elcira Rivara Ferrando,
amiga y contemporánea de mi madre, que muy oportunamente podrá deleitarnos con el
bello poema a Beethoven presente en su libro “Reincidencia” de 1946 que
memoricé en la infancia.
Humea la
tetera todavía al levantarse su tapa.
Menos mal, porque hay que aguardar la llegada de Clotilde de Barrera, que viene
en tranvía desde Belgrano. Y de María Carmen Planas, que lo hace desde su
estancia próxima a la Capital a bordo de un Ford
último modelo conducido por un chofer. Y de Emma Mercedes Aller Atucha, viuda
del director de orquesta Alejo Albino Lotti
Gallardo. Y hasta quizá del salteño Juan
Manuel de los Ríos Usandivaras, si es que anda de paso por Buenos Aires siempre
en busca de ver “al fondo de la calle un cerro”, como canta la zamba “La nostalgiosa” en la letra de
Jaime Dávalos. Según costumbre suya, dejará en la entrada su sombrero de
felpa verde, dispondrá sobre la mesa sus últimas publicaciones de carácter
histórico destinadas a nutrir la biblioteca paterna y transmitirá los saludos
de Atilio Cornejo, de Monseñor Miguel Ángel Vergara, del ingeniero Rafael P.
Sosa y de otros colegas en el campo de la investigación del pasado del Noroeste
Argentino.
¡Cuánto calor de
hogar hay en el comedor a toda luz! Tanto que pasa inadvertido sobre el
aparador, el rubí del sahumerio encendido. Pero huelo su perfume que me inunda
hoy decisivo y purificador desde la
lejana niñez.