sábado, 13 de diciembre de 2014

AQUELLAS HORAS DEL TÉ





                                                       Resulta imposible precisar la luminosidad que tuvieron ciertos hechos recuperados por la añoranza. Y lo es, debido a que hay recuerdos que de manera singular hacen brillar el pasado. Sin embargo, puedo asegurar que deben haber estado encendidas las luces de la vieja araña de bronce del comedor de nuestra casa, cada vez  que al abrir la puerta, al llegar por la tarde del Colegio San Agustín donde cursé el ciclo primario, advertía que se esperaban  visitas a tomar el té. Otros signos inconfundibles de ello eran el aroma a escones que se horneaban en la cocina y  las tazas de porcelana dispuestas sobre la mesa tendida con un mantel bordado.
                                                ¿A quiénes aguardaban mis mayores en esos años de la infancia, cuando las horas transcurrían lentas y mis deberes para el día siguiente podían demorarse hasta el retiro de los invitados? Entonces mi madre, mientras recogía la vajilla y comentaba con mi abuela las novedades charladas un rato antes, me instaba a abrir el cuaderno de ejercicios para enfrentar juntos la tarea escolar.
                                                Tantos años después, frente a la silla que solía ocupar en aquellas ocasiones para beber  mi taza de vascolet de Nestlé mientras elegía una masita de la bandeja traída como obsequio por los invitados entre un tejido de noticias de carácter social, religioso, político y cultural que llegaban a mis oídos, evoco la presencia de varias de esas visitas tan queridas. Hasta creo reconocer una a una las líneas de sus rostros, recuperar el tono de sus voces, interpretar el sentido de sus ademanes, con la misma satisfacción del niño que al armar un rompecabezas descubre que la unidad es mejor, mucho mejor que las partes. En forma coincidente también, puede ufanarse alguien que como yo transita por una edad más que mediana, al comprender que su desafío actual consiste no en articular ya dibujos imaginarios, sino en conquistar los espacios del alma que vinculan milagrosamente el idealizado ayer con el   presente gris.                                        
                                            Cierro los ojos y… Toca el timbre la doctora María Luisa Ferrer, una abogada y profesora de filosofía de militancia católica y destacada actuación en las huestes de una suerte de feminismo sin agresividad; más una apertura espiritual  que una ideología propiamente dicha. Todo un afán que venía dando ya pasos  en el país desde principios del siglo XX con miras a la reivindicación del lugar de la mujer en general y la dignificación de su condición en tanto trabajadora. María Luisa -que cuando aprobé la última materia de derecho en la UBA me felicitó calurosamente y me obsequió los cinco tomos encuadernados del Código Civil Comentado de Eduardo Busso-, desde la Dirección Nacional de la Mujer, de la que fue subdirectora, colaboró en la preparación del Estatuto del Servicio Domestico. De chico, en esas tertulias amistosas, escuchaba con atención sus comentarios referidos a la Obra Cardenal Ferrari de la que fue asesora jurídica, o sobre Monseñor Miguel de Andrea y su relación con Alfredo Palacios, o las emocionadas confidencias de su padre, el jurista e inventor Joaquín Andrés Ferrer, alguien que adelantándose a nuestro tiempo de “diputruchos” y demás atentados contra el prestigio del Congreso, ideó una máquina registradora de votos para uso legislativo. Sé que en una de sus primeras visitas a la casa de la calle Laprida, recién casados mis padres,  trajo datos para que Carlos Gregorio Romero Sosa elaborara la biografía de aquel, que aparece en el tomo tercero del Diccionario Histórico Argentino editado bajo la dirección de Ricardo Piccirilli, Leoncio Gianello y Francisco Luis Romay.
                                    
                                                -Adelante, María Teresa Álvarez Escalada.  Y gracias por el regalo de los bonetes y serpentinas sobrevivientes de una fiesta del cruce del ecuador que tenían grabados el nombre del trasatlántico en que realizó uno de sus frecuentes viajes a Europa.
                                                La vida de esta  sobrina de José S. Álvarez: “Fray Mocho”, fue por demás interesante. Criada en la abundancia, en plena juventud se alejó del mundo e ingresó en Francia a un convento donde llegó a profesar como Hermana de Caridad. Pero al enfermar su padre, Fernando Álvarez, un médico graduado en 1889 junto con mi abuelo materno y en la misma promoción de Cecilia Grierson y de otro amigo común: Narciso Mallea, padre del novelista de “La bahía del silencio”, pidió la reducción al estado laical para atenderlo. Cultísima, traducía de la lengua  francesa que dominaba libros religiosos. En esas ceremonias del té que memoro, uno de los temas de rigor eran sus recuerdos de Pio XII al que conoció y las esperanzas puestas en un pontífice a poco entronizado en la Cátedra de San Pedro: Juan XXIII.                      
                                                  Mi madre, de formación religiosa algo estricta y prima de sacerdotes y obispos, trataba de no hacer coincidir sus visitas  con las de Isabel Creus, que había sido tesorera de la Liga Nacional de Librepensadoras fundada en 1909, institución de la que la médica y sufragista Julieta Lanterí fue secretaria general y la intelectual española antimonárquica Belén Sárraga presidenta honoraria. Isabel,  periodista jubilada del diario La Razón -donde creó y dirigió la página de la mujer- así como colaboradora de varias otras publicaciones, tal la desaparecida revista Estampa, y escritora de intuitivo vuelo sociológico,  era afecta a la quiromancia y la astrología. Se la conoció como “doctora Creus” tras su paso por la Facultad de Filosofía y Letras, incluso así apareció en el diario La Prensa la noticia de su fallecimiento acaecido en octubre 1960. Había algo secreto y misterioso en su personalidad, cordial y reservada a la vez. En una ocasión me pareció verla emocionada al mencionarse el nombre del doctor José A. Cortejarena, el fundador de aquel periódico vespertino donde ella hizo carrera; una muestra de sensibilidad que no desentonaba con su  combativa posición feminista. Decía leer la borra de café, aunque en casa se conformaba con interpretar las líneas de las manos ya que la herencia británica de mi abuela imponía el té de las cinco.                                     
                                   -Tome asiento, profesora Julia Bustos, y recítenos alguna escena de sus obras teatrales infantiles como “El fabricante de alegría” (1963) o algunos de los romances y de las cuartetas de sus libros “El país de los niñitos buenos” (1939) y “Juan sin miedo” (1964), el volumen que nos dedicó en la edición ilustrada en sepia por Juan Hohmann que mi hermana, algo traviesa, gustaba colorear con sus lápices de crayón. ¡Lástima que no haya piano para agregarle música de fondo! Y bien que con agrado ejecutaría allí la concertista María del Castillo, otra asidua visitante.
                                    Me arrimo a la ventana al oír que alguien está estacionando: es Elcira Rivara Ferrando, amiga y contemporánea de mi madre, que muy oportunamente podrá deleitarnos con el bello poema a Beethoven presente en su libro “Reincidencia” de 1946 que memoricé en la infancia.
                                  Humea la tetera  todavía al levantarse su tapa. Menos mal, porque hay que aguardar la llegada de Clotilde de Barrera, que viene en tranvía desde Belgrano. Y de María Carmen Planas, que lo hace desde su estancia próxima a la Capital a bordo de un Ford último modelo conducido por un chofer. Y de Emma Mercedes Aller Atucha, viuda del  director de orquesta Alejo Albino Lotti Gallardo. Y hasta quizá del salteño  Juan Manuel de los Ríos Usandivaras, si es que anda de paso por Buenos Aires siempre   en busca de ver “al fondo de la calle un cerro”, como canta la  zamba “La nostalgiosa”  en la letra de  Jaime Dávalos. Según costumbre suya, dejará en la entrada su sombrero de felpa verde, dispondrá sobre la mesa sus últimas publicaciones de carácter histórico destinadas a nutrir la biblioteca paterna y transmitirá los saludos de Atilio Cornejo, de Monseñor Miguel Ángel Vergara, del ingeniero Rafael P. Sosa y de otros colegas en el campo de la investigación del pasado del Noroeste Argentino.                                                                                                                   
                              ¡Cuánto calor de hogar hay en el comedor a toda luz! Tanto que pasa inadvertido sobre el aparador, el rubí del sahumerio encendido. Pero huelo su perfume que me inunda hoy decisivo y purificador  desde la lejana niñez.    

Carlos María Romero Sosa publicado en Salta Libre el 25 de octubre de 2014.-