domingo, 11 de enero de 2015

PRO Y CONTRA DE ROCA

                                   


                              Como es lógico, el centenario de la muerte del general Julio Argentino Roca ha reavivado polémicas sobre su actuación pública. Sin duda alguna la mayor objeción hacia el dos veces presidente de la república se centra en la Campaña del Desierto; una guerra a todas luces cruel y cuyos excesos merecieron en su hora reproches hasta del arzobispo de Buenos Aires monseñor Aneiros. Hay quienes justifican esa acción pretextando que los mapuches vencidos eran de origen chileno, como si los pueblos originarios no hubieran antecedido a las divisiones políticas productos de la conquista y colonización de estos territorios. Aunque cabe asimismo reconocer que décadas antes de la ofensiva  encabezada por Roca cuando era ministro de guerra y marina de Avellaneda, hubo otra campaña dirigida por Juan Manuel de Rosas en 1833, tanto o más cruel que aquélla y de la que poco se habla en la actualidad. Es más, autores enrolados en el revisionismo han ensalzado al proclamado “Héroe del Desierto” y Manuel Gálvez. al trazar la biografía del Restaurador registró sin objeción ética alguna la proclama a la que juzgó  “bella como todas las suyas” en la que Rosas expresó: “!Soldados de la División del Sur! La campaña que abrimos debe cerrar la historia de nuestras empresas contra los indígenas, y poner término a la guerra de dos siglos, cuya duración es el baldón de nuestra patria”. De clemencia, virtud moderadora de la pasión, nada.
                                                 Sin embargo, en honor a la justicia histórica deben reconocerse los méritos de la gestión gubernativa roquista. Incluso sectores intelectuales de izquierda así lo han venido haciendo desde tiempo atrás y  Jorge Abelardo Ramos en su “Historia de la Nación Latinoamericana” pudo observar entre el haber del ciclo bajo la influencia  del tucumano, que quedó concluida la unidad del Estado en 1880 “y federalizada Buenos Aires por el ejército de provincianos dirigido por Roca, (cuando) la gran provincia quedó sin su orgullosa ciudad, que pasó a ser de jurisdicción federal, terminando un viejo pleito”.   Y entre otros aciertos uno no menor fue la elección durante sus dos mandatos de excelentes colaboradores en las diferentes áreas ministeriales. Así pudo instaurarse un régimen que aunque ideológicamente conservador tuvo aristas en extremo progresistas  merced a gabinetes –bien que también fue su ministro de justicia e instrucción pública el cordobés Manuel D. Pizarro, alguien que se opuso a la ley de matrimonio civil finalmente sancionada en 1888- en los que sobresalieron Eduardo Wilde, Bernardo de Irigoyen, Luis María Drago, Marco Avellaneda y sobre todo Joaquín V. González..
                                                Precisamente a este último le cupo en 1902 promover la modificación del régimen electoral estableciéndose el escrutinio uninominal. Y sabido es que en resulta de ello, en 1904 fue electo Alfredo Lorenzo Palacios primer diputado socialista de América.  El historiador Víctor García Costa, en su libro “Alfredo Palacios entre el clavel y la espada”, trascribe las palabras del ministro del interior González  pronunciadas con motivo del defender el proyecto del Poder Ejecutivo: “No nos debemos asustar porque vengan a nuestro Congreso representantes de las teorías más extremas del socialismo contemporáneo. ¿Porqué nos hemos de asustar? ¿Acaso no somos también parte de ese movimiento de progreso de la sociedad humana?  ¿Acaso no formamos parte de la civilización más avanzada?  Es mucho más peligrosa la prescindencia  de esos elementos que viven en la sociedad  sin tener un eco en este recinto, que el darles representación”.
                                             No es de extrañar que González emitiera tales conceptos toda vez que en una suerte de humanización de aquel “periodo eficaz, progresivo y hasta despiadado a partir de 1880”, en la caracterización de David Viñas, impulsó el primer proyecto de Código de Trabajo creando para ello una comisión que integraron entre otros José Ingenieros, Leopoldo Lugones -por entonces socialista-, Augusto Bunge, Manuel Ugarte  y Enrique del Valle Iberlucea. Que poco antes encomendó al español Juan Bialet Massé informar sobre el estado de las clases obreras argentinas y hasta que designó en la Universidad Nacional de la Plata, de la que fue fundador y presidente, al antes nombrado del Valle Iberlucea -notable jurista  electo en 1913 senador por la Capital Federal en representación del partido socialista-, secretario de esa casa de altos estudios. Según dato que proporciona Vicente Osvaldo Cutolo en su Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, del Valle era hombre de confianza del autor de “Mis montañas” y  permaneció en esas funciones desde la fundación de la Universidad de la Plata hasta 1913.
                                       Lo cierto es que la visión nada sectaria del ilustre riojano permitió que el veinteañero Palacios pudiera, desde su banca, oxigenar la República conservadora diseñada por  la Generación del Ochenta, generación  de la que “El Zorro” y su régimen fueron la fórmula política más acabada. Y ello al llevar el verbo del legislador socialista Palacios, la expresión de agravios del naciente proletariado argentino.

     Carlos María Romero Sosa.  Se publicó en La Prensa, el 17 de noviembre de 2014