Sobre el topónimo de “Pergamino”, la ciudad del
norte bonaerense cabeza de partido de la que fue oriundo Eduardo Carroll, cuenta
una tradición recogida por Pastor Obligado que su denominación provendría de
haberse encontrado en la costa del arroyo próximo unos rollos de ese material así como unos libros en él forrados. Historiadores
de la talla del padre Guillermo Furlong han abonado esta tesis.
Curiosa
circunstancia la descripta que permite imaginar, dando un salto a través de los
siglos, el universo de los productos caligráficos e impresos; y para el caso, significativamente vincular los
escritos de un autor contemporáneo con leyendas a las que adornan reminiscencias
bibliográficas que hacen al nombre de su legendaria cuna lugareña, patria chica
también del doctor Arturo Umberto Illia, del sabio botánico Lorenzo Parodi, de Atahualpa Yupanqui, del filósofo y teólogo
Monseñor Octavio Nicolás Derisi, del humanista y pensador político Juan José
Hernández Arregui o de la poeta y prosista Etna Pozzi. Casual o no la
coincidencia entre el azar de la cuna y el asumido destino poético, lo cierto
es que Carroll vino a la vida y se nutrió de los mensajes de la naturaleza en
una tierra referenciada en su prehistoria con seculares manuscritos y volúmenes encuadernados en piel de res limpia de vellón.
Empero también desde otra óptica vuelven
a darse convergentes circunstancias al respecto, tal cuando se dejan aparte los
siempre polémicos dominios de la toponimia y se recuerda, por ejemplo, la muy
empleada tercera acepción del término “pergamino” que registra el Diccionario
de la Real Academia Española: es
decir como antecedentes nobiliarios de una familia o de una persona. Algo que bien puede representar una adecuada imagen y mejor aun hasta ser la exacta
definición de la obra del escritor
evocado, refinada y culta, plena de abolengo criollo y tradición pampeana; adentrada en el misterio
de aquella “llanura metafísica” que dijera Enrique Larreta y capaz de abarcar, sin grandilocuencia, la
epifanía de esperanzados horizontes, impregnados, eso sí, como en un melancólico
paisaje detenido a la hora del ángelus cuando “el campo confiesa su alma
sentimental” en el verso de Pedro Miguel Obligado, por el sentimiento de
orfandad ante aquel “Ángel demorado” del título de uno de los primeros poemarios de Eduardo Carroll.
Por la
fecha de su nacimiento: el año 1934, podría
ser considerado desde el punto de vista cronológico en la Generación del Sesenta,
la de Juan Gelman, Francisco Urondo y los poetas de El Pan Duro, todos de gran
compromiso social y político. Su voz sin embargo no transcurrió por esos
carriles y apenas en su libro “Las sombras defendidas” de 1992, hay un poema:
“El exilio”, dedicado a la inolvidable Alicia Jurado, donde sin eufemismos
habla de tiranos y déspotas: “vendiéndole la patria a los gusanos”.
Es que
este poeta dado a atender las vibraciones más sutiles del espíritu, podría ser identificado
mejor con la neorromántica Generación
del Cuarenta a varios de cuyos representantes, por edad sus hermanos algo mayores
en las letras, trató y admiró. Ya en la
juventud, el lirismo que trasuntaba su labor inspiró a Juana de Ibarbourou un
envío poético ofrendándole “un puñado/ De mi sensible, íntima ceniza”, para que
guardara en su mesa de trabajo.
Eduardo
Carroll cantó en versos vividos y sufridos antes de volcarse al papel en los
que es fácil advertir el kierkegardiano temor y temblor, sus propias experiencias
e inquietudes, al tiempo que narró en modélicos
cuentos breves reunidos en “La curiosa facultad” (1991) -donde uno de ellos:
“Antes que los ángeles”, está dedicado al compositor barcelonés radicado en
Mendoza, Eduardo Grau- o en “Cuentos de suspenso en veinte estancias
argentinas” (1994), las siluetas difusas
de los fantasmas que lo visitaban desde los rincones pueblerinos de la infancia
o desde los suburbios porteños, como la Boca de los
inmigrantes y los conventillos que resaltaban su cromatismo quinqueliano
sobre el fondo oscurecido del Riachuelo de los navíos; el barrio transitado en
sus caminatas de joven estudiante de medicina que solía visitar el Hospital
Argerich. La nota esencial es que todo ello, captado por él con penetrante
sentimiento y aguda sensibilidad, se hizo arte con tenue iluminación de destellos otoñales
incitadores de añoranzas.
Alejado y hasta
desdeñando los dictados literarios -vaciados de contenidos de belleza y autenticidad-
afines con las modas estéticas de ocasión, a practicar con diligencia digna de
mejor causa por los violentos contra el arte merecedores del círculo del Infierno
dantesco imaginado en el canto decimoséptimo, ofició su vocación lírica con la
fuerza, la tensión, la intención y la gloria de su riquísima inspiración. Afianzado
sobre la intuición certera de que el Hombre “es un gran nudo de poesía entre la
tierra y Dios”, tal como recordó al prologarle “El Ángel demorado” su amigo en
la devoción a Nuestra Señora la Poesía Julio Nicolás de
Vedia, el que dio asimismo en caracterizarlo “tierno y sentimental como un
moderno trovador de nuestros días”.
En “El Cristo de la Pampa ”, obra que mereció por exordio una página de
Borges donde el maestro concluye juzgando
el libro como “un jalón que los historiadores de nuestra literatura no deben
olvidar”, ese “mester de juglaría” alcanza la excelencia y Carroll se
manifiesta a un tiempo orfebre del soneto y sabio decidor en esa clásica forma
de “cosas de fundamento”, por citar aquí
el poema hernandiano. Su pluma se eleva en cada una de las catorce estaciones
de un Vía Crucis Gaucho con mucho de invocación y amor patrio, como si siguiera
la huella de Aquel que en Lucas 19: 41-44, lloró al contemplar la ciudad de
Jerusalén desde el Monte de los Olivos.
No se trata de la
epopeya de un homérico payador que expresara “la vida heroica de la raza”, como
la que Leopoldo Lugones valorizó en 1916 en el Martín Fierro, sino de algo que está
más próximo a una hagiografía que a una épica elevándose desde los planos de la
metafísica hasta los sacudimientos de la ascética. Y no es que Carroll haya encarado
una telúrica visión cristológica restringida a la idealizada recreación en la
pampa indómita de la Pasión del Señor en
un salto de tiempos y espacios, vale subrayarlo hoy que con tanta ligereza se
habla de resignificación.
El poeta, consecuente
con un cristianismo que vistió con
hábitos de humildad y despojamiento franciscanos, lejos de marchar tras un
mundano prejuicio de originalidad se dejó trasportar, embelesar, atraer con
impaciencia agustiniana por el Verbo Encarnado al experimentar en carne propia aquella
premisa del Doctor de Hipona: “Señor, nos hiciste para ti y nuestro corazón
está inquieto hasta descansar en Ti.” Y halló sufriente a Jesús Nazareno en los
paisanos castigados por la sinrazón de la miseria material y deshumanizadora
que atenta contra la pobreza de espíritu de la bienaventuranza, en una situación
que conoció y que su memoria recuperó desde
esa única patria del hombre que es la niñez en la aseveración de Rilke. Haciéndolo
mensuró tormento a tormento una “pampa en retirada” en la que ya sólo ha de quedar
sitio para el anónimo sepulcro de su arquetipo: el gaucho vencido otra vez como
Santos Vega, por la enemistad del progreso
disgregador y alienante frente al que no es posible ya ninguna ilusionada
redención. Allí rezará el poeta asumiendo con penitencial empatía mejor que ejercitando
un mero recurso literario, la primera persona del celebrante del sacrificio: “En
mitad del amor soy el destierro,/ el cerrojo de un tiempo que yo cierro/ con
silencio terrible y sin consuelo.”
El testigo se hace
protagonista y sostiene igual que un Cireneo el peso de la cruz del condenado, por
lo que cobra en su vena sentido, vuelo, Gracia, el pasaje de Mateo 25: “Fui
forastero y me hospedaste”. Como que paradójicamente degradado a esa condición fue
quedando el hombre nativo de la tierra, donde tras agónicas leguas holladas anudando
“distancia de troperos”, su sino trágico será morir con el recuerdo de “la
cotidiana sed, los aguaceros/ y un pericón de lanzas en hilera” y no renacer. Ese
es el emigrante sin puertas abiertas al futuro, al que Eduardo Carroll supo hospedar
amorosamente en recios endecasílabos por el imperecedero milagro del arte.
*****
No lo conocí, pese a que
fuimos ambos vecinos del barrio de Recoleta. Y más que eso: habitamos por
décadas a una cuadra de distancia, él en Pueyrredón 2190 en el mismo señorial edificio
donde vivió Borges entre 1929 y 1939 y yo en la casa paterna de la contigua
calle Laprida también a la altura de 2100. En su hogar Eduardo animaba tertulias literarias, las reuniones
del “Café Corrido” evocadas en una sesuda ponencia titulada Conjeturas sobre el ´Poema Conjetural´
que la escritora profesora Dolores de Durañona y Vedia leyó en el Acto de
Clausura de la Semana de las Letras
organizada por el Centro de Estudiantes de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Pontificia Universidad Católica
Argentina Santa María de los Buenos Aires, el 28 de septiembre de 2007.
Aparte de la entrañable
Dolores de Durañona, tuvimos con Carroll varios otros amigos comunes; uno de
ellos: Luis Ricardo Furlan, sonetista y gran estudioso de las generaciones
literarias, lo retrató así a mi pedido: “en las décadas del cincuenta y
sesenta…lo recuerdo como un joven cordial, casi bonachón, dueño de una singular
condición amical. Su sola presencia modificaba toda solemnidad prevista, su
apretón de manos se extendía en el abrazo fraterno, su ánimo siempre estaba
predispuesto a celebrar el texto del cofrade. De su poesía me quedó el limpio
lenguaje y la melodía interna de su claridad espiritual”.
Además con Carroll actuamos
con simultaneidad en las mismas instituciones culturales, como el Ateneo Popular
de la Boca donde dejó la
impronta de su personalidad y talento. En 1988 –ocho años antes de su muerte- esta
entidad fundada por el historiador Eduardo J. Bucich en 1926 editó con prólogo
del académico Antonio Requeni el libro “El soneto en la Argentina ”, una suerte de antología
del género. Con toda justicia allí pueden leerse tres composiciones extraídas
de “El Cristo de la pampa” y me ruboriza mencionar aquí que hay otras tantas de
mi cosecha, hecho debido sólo a la magnanimidad del recopilador, el poeta
Horacio Turner. Pese a reconocerlo así me satisface y honra el compartir esas lejanas páginas así
como las de algún número de la revista Proa, publicación cuyo Consejo de
Redacción integró, con tan valioso hombre de letras por quien llevaré abierta
la herida de no haberlo tratado.
(*)
Texto leído por el autor en el Salón Anasagasti del Jockey Club de Buenos
Aires, el 17 de marzo de 2015.