Hay fechas difíciles de transcurrir
y más aún que tornan dolorosa la idea misma de conmemorarlas. Tal vez se deba a
que ellas suelen balancearse entre las nieblas de ese futuro que solemos
avizorar distante. Sin embargo más allá de las lógicas reservas con el misterio
-y la oferta- del porvenir traducidas en las psicológicas actitudes defensivas
a ejercitar cada uno como puede, el tiempo hace su trabajo y lo peor es que
debe sentirse bien pago por él, dado que jamás nos sorprende con una huelga. Y
lo realiza ajeno a nuestras distracciones o sospechadas vías de escape a sus
sentencias, mediante las rutinas cotidianas que parecen repetir las jornadas sin
resolución, a similitud de goteras que no alcanzaran a colmar los recipientes rotos
que reciben sin contener los monosílabos
del agua.
Por
mi parte no me di a pensar, hasta hace poco, que se acercaba el centenario del
nacimiento de mi madre y hoy, ya sobre la fecha, algo me dice que en ese
aniversario nostálgico y entristecido al
enmarcarse entre ausencias, también caben los muchos cumpleaños que supimos
festejar en vida suya y en familia.
Como un tributo a ese su siglo, se me ocurre
evocar las noticias sobre su nacimiento escuchadas por ella a sus mayores,
referencias que nuestra abuela avalaba letra a letra y solían narrarnos ambas a
mi hermana y a mí como si fuera un cuento. Y frente a esto debo subrayar el plus que a esas relaciones orales le
agregábamos con nuestra imaginación al entrever antes que horizontes en
empecinada retirada, más bien la proximidad de reconocibles paisajes dibujados
y coloreados en la exacta proporción de los rincones de infancia de nuestro
propio universo, donde todo quedaba al alcance de la fantasía. Es que se nos
hacía fácil ilustrar mentalmente aquellos comentarios maternos sobre la
madrugada invernal del 27 de julio de 1915 en un hotel de madera de General
Lavalle, en los bonaerenses pagos del Tuyú del payador Santos Vega, aquel mito
gaucho que inmortalizaron además de Mitre y Ascasubi, Rafael Obligado quien,
entre paréntesis, celebró el nacimiento de la niña en sendas cartas enviadas a
su padre –pariente de sangre y cuñado- conservadas en el Sancta Sanctorum del
archivo familiar.
“Concierto de chingolos,/ son de guitarra;/ oro en mies y en ganado:/
¡Eso es la pampa!”, escribió ella en una copla a décadas de esa jornada en la
que la Iglesia conmemora a San Pantaleón y a Santa Juliana –de allí que su nombre completo fuera Lía
Flora Juliana- y de la que por supuesto
no podía acodarse, en la que el viento apagaba las lámparas de kerosén y su
padre, médico rural por vocación de servicio a la comunidad, la traía
felizmente al mundo. Un mundo que seguía girando alrededor de sus
contradicciones, como que en Europa las trincheras
de la Gran Guerra se contraponían con los desvelos filantrópicos del banquero francés
Albert Kahn, que a través de la fotografía buscaba integrar a los pueblos. En tanto
en el país los finales del régimen conservador representado por el presidente
Victorino de la Plaza y el gobernador de Buenos Aires Marcelino Ugarte, permitían
augurar a muchos que del producto de las luchas cívicas del radicalismo y la ley
Sáenz Peña se constituiría una democracia más plena. Horizonte que preocupaba a
otros en cambio, como a un Leopoldo Lugones que desengañado ya de su socialismo
juvenil la emprendía contra “la ralea mayoritaria” y en el apogeo de su
exaltación bucólica y martinfierrista, contra “la triste chusma de la
ciudad, cuya libertad consiste en elegir sus propios amos”.
Sí, vuelvo a lo dicho con anterioridad,
era sencillo ponerle formas y tonalidades a las palabras de Lía Gómez
Langenheim debido a que hablaba como escribía sus poemas, cuentos y comedias
para chicos que le dieron fama de escritora con inspiración, delicadeza, musicalidad,
ternura y además un natural instinto didáctico, aunque más allá de sostener
valores morales y culturales no pretendía hacer docencia ni empalagar con moralejas a cada paso, pues
entendía el arte para los pequeños como algo principalmente recreativo y disparador
de la creatividad de los receptores: “Mientras en todas las literaturas
verdaderos artistas se han deleitado en escribir para niños, la altisonante musa española pocas
veces se ha dignado recordarlos. Siempre el cuento tenía alguna lección moral
indigesta, y la fábula ponía en boca del zorro o del caballo sátiras políticas
que dejaban en ayunas al pobre chico. Pero he podido observar que estos versos
llegan directamente a la comprensión infantil, produciendo al mismo tiempo con
su fácil ritmo un placer en el cual está el germen de la futura emoción
estética”, escribió su primo Jorge Obligado sobre su primer libro “Me contó
mamita” (1941).
Ya el
tono de su voz y su expresión espontánea y límpida marcaban la naturalidad de
quien milagrosamente se encuentra de cara a las revelaciones y no del que busca
por tortuosos y las más veces por dolorosos caminos la explicación de los
enigmas de la existencia.
Sigo
atando cabos sueltos a nuestra historia y en tren de evocaciones me veo
acompañándola a hacer compras a la panadería
de don Antonio situada a la vuelta de casa; allí las cajas de lata de las galletitas
dulces ofrecían el contenido desde sus círculos de vidrio en función de
ventanas abriéndose a mis ímpetus golosos. Y en otro momento que debió estar
cruzado por el apuro porque apremiaría el horario de entrada al Colegio San
Agustín, nos reconozco a ambos reflejados en el espejo de la cómoda mientras me
ayudaba a peinarme aquel inicial día de
clase del primer grado inferior.
Otras
circunstancias en cambio han ido perdiendo nitidez; así por ejemplo a menudo he
querido asir con detalle ciertos pasajes de nuestra vida que apenas recogió mi
memoria, como cuando mi madre me enseñaba a leer y escribir entre mis cuatro y
cinco años, más o menos al tiempo de romperme una pierna. Aunque de ese empeño
suyo para vencer el probable fastidio mío de tener que poner a diario un
paréntesis a los juegos con alguna pelota, los soldaditos de plomo y los
libritos de bolsillo para colorear obsequiados en cantidad por el tío Efraín,
me quedan pocas imágenes. Pero una de ellas se perfila ya imborrable y corresponde a la mañana en
que después de pegar un redondel realizado con papel glasé amarillo sobre la
hoja de un cuaderno que aún conservo, escribí debajo con letra temblorosa,
inaugural, la palabra “Sol”. Por cierto un
más que suficiente y significativo recuerdo que advierto está a tono con la
invocación de María Elena Walsh al “sol de la infancia (que) se nos alunó”.
Debo admitir
sin embargo que cuando a mi madre le sucedió lo propio con el astro rey de su
infancia, no se dejó abatir por el desánimo pese a tener una personalidad algo
introvertida y ser proclive por momentos a cierta melancolía. Quizá algún
ancestro navegante presente en la estirpe le transmitió por los hilos de la
sangre que no es a plena luz sino bajo la guía nocturna de las estrellas como
se encuentra la ruta. Por lo que fuere no temió al ocaso, practicante devota de
las teologales virtudes de la Fe, la Esperanza y la Caridad. (Respecto de esta
última virtud, siempre la desveló el tema de la Justicia Social pese a que en
su medio era menos comprometido hablar de beneficencia).
Sostenida por
la práctica religiosa trató de ser fiel a la Buena Nueva del Evangelio que celebraba
con un catolicismo azul inspirador de sus villancicos tan valorados por la
crítica: el libro “Villancicos Argentinos” -de 1947- obtuvo premios y mereció
que varios de sus fragmentos fueran musicalizados por importantes compositores
y grabados en disco luego. Empero más allá de ello poetizó con recatada
nostalgia el declinante viaje suyo por las edades como otra manera de sonreír sin
ironía y en cambio con una triste sonrisa ante el virgiliano tiempo
irreparable: “Nubecita blanca,/ barquito del cielo./Mi infancia lejana/ se
durmió en tus velos./ Yo anhelaba entonces/ ser el marinero/ que guiara tu ruta/
por el firmamento. / Pero luego supe,/ barquito del cielo,/ que solo te mueves/
a impulsos del viento./ Aquel desengaño,/ por ser el primero,/ trocó en
amargura/ mi afanoso anhelo./ Mi pena inocente/ lloré sin consuelo,/ como si
una herida/ sangrara en el pecho./ Hoy, al evocarte,/ barquito del cielo,/ la
dormida herida/ despierta. De nuevo./ Audaz navegante/ de infantiles sueños:/ tu
recuerdo niño/ me sigue en el tiempo./ Mi lejana infancia/ se durmió en tus
velos../ ¡Nubecita blanca,/ barquito del cielo!”
Lía Gómez
Langenheim, autora de composiciones de proyección folclórica, además del
“Romance de Carmen Puch” que publicó el Boletín del Instituto Güemesiano de
Salta -en su número 7 correspondiente al año 1983- y que estuvo tan vinculada
con la sociedad de esa provincia por estar casada desde 1951 con Carlos
Gregorio Romero Sosa, falleció en la ciudad de Buenos Aires, 9 de enero de
2000.
Carlos María
Romero Sosa