viernes, 27 de noviembre de 2015

EL SOCIALISMO DE ALFREDO L. PALACIOS A CINCUENTA AÑOS DE SU MUERTE: JESÚS Y MARX



                                             En sus bien vividos ochenta y ocho años, fecundos y llenos de proyectos, Pedro Vives Heredia tiene mucho para contar y enseñar. Por fortuna este abogado que se graduó en una de las primeras promociones egresadas de la UCA -a poco fundada en virtud de la ley de Educación Superior número 14.557 promovida en 1958 por el diputado de la UCRI Horacio Domingorena-, lo viene haciendo a través de sus libros y de los reportajes televisivos que se le realizan. Todo ello con responsabilidad  y probada generosidad  para con sus conciudadanos en general y especialmente con las nuevas generaciones, que pocos ejemplos de ética pública han tenido a la vista en estas más de tres décadas de ejercicio democrático.                                    
                                       Conocía yo desde tiempo atrás su obra: “Alfredo Palacios, el último de los mosqueteros” (2008) y también: “Alfredo Palacios en la intimidad” (2013), un testimonial ensayo éste que atrapa al lector y antes sin duda que por la rica incorporación de datos, debido a las cálidas vivencias volcadas en páginas que el autor estuvo en inmejorable condición  para escribir. Ello toda vez que entre principios de 1957 hasta finales de 1964, es decir por casi ocho años, actuó como secretario privado de quien fuera ungido en 1904 primer legislador socialista de América. Una particular circunstancia  que al decir del  prologuista  de la edición, el diputado nacional (M.C.), dirigente político y social Héctor Polino, le permitió “conocer los entretelones de la vida cotidiana desarrollada en el seno del hogar de Palacios, (y) pintar al ser humano en toda  magnitud, en toda su trascendencia, con sus virtudes y defectos”. Pudo así trasmitir de primera mano la austeridad, la sobriedad y la honestidad, ese trío de virtudes  cívicas que adornaron una existencia que honró a la patria y por lo mismo merece el recuerdo admirativo de los argentinos a más de cincuenta años de su muerte, sucedida el 20 de abril de 1965.
                                 
                                       Pero si había leído provechosamente aquellos citados libros suyos, a mi antiguo reconocimiento intelectual hacia su labor, sumé desde tiempo atrás la fortuna de acceder a su trato directo con los correlatos de la estima personal que le dispenso y la gratitud por el obsequio de otros títulos de su cosecha que me fue haciendo llegar. Entre ellos el de reciente publicación: “Erato contra la muerte”, una colección de sonetos y haikus demostrativa en tiempos de convulso versolibrismo de que la forma es muchas veces el fondo; o “Los sonetos de amor de William Shakespeare” (1994), un volumen con prólogo de Gustavo de Gainza y notas esclarecedoras del traductor, donde están reunidos en versión castellana los ciento cincuenta y cuatro sonetos compuestos por el genio de Strafford-upon-Avon. Algo que representa un esfuerzo que en nuestro país tiene escasos antecedentes: Mariano de Vedia y Mitre y Manuel Mujica Láinez entre los más notorios, aparte de que Ángel J. Battistessa, en su libro “Shakespeare en sus textos” (1979) incluyó su traducción de varios de esos sonetos.
                                 Asimismo me remitió “El socialismo de Alfredo L. Palacios”, que al igual que el mencionado poemario: “Erato contra la muerte”,  vio la luz en 2015. En esta última obra el biógrafo apasionado es también un fiel intérprete del pensamiento político de Palacios, que más allá de haber apoyado en 1959 la recién nacida Revolución Cubana  como una respuesta necesaria contra la dictadura de Fulgencio Batista y el obsceno dominio norteamericano en la Isla, bregó siempre por la evolución social antes que por los cambios violentos y todo en un marco de libertad y respeto irrestricto por las garantías individuales, como bien correspondía al activo miembro de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre donde participó desde su fundación -en 1937- cuando la presidió Lisandro de la Torre; y al demócrata que no se quedó sólo en denuncias y pistola en mano secuestró de una comisaría de policía de San Martín una picana eléctrica o al que en 1961, en su primera actividad como senador nacional, visitó a los presos políticos –en su mayoría peronistas- víctimas del Plan Conintes decretado por Arturo Frondizi e interpeló en la Cámara al Ministro del Interior Roque Vítolo, para que respondiera sobre torturas y vejaciones a los detenidos.
                               Para avalar tales ideas fuerza es que el libro va a ahondar de manera especial en la gravitante influencia que los profetas del Antiguo Testamento y en particular la prédica de Jesús de Nazareth tuvieron en su visión del socialismo, doctrina a la que insufló  valores éticos, humanizando los postulados deterministas y economicistas de Carlos Marx.
                            Vives Heredia interpreta el ideario del autor de “La fatiga y sus proyecciones sociales”, obra pionera en la materia de higiene y seguridad laboral, deteniéndose en las influencias que ejercieron sobre su espíritu tanto “El dogma socialista” de Esteban Echeverría,  al que llamó “albacea del pensamiento de Mayo” en un libro  en el que estudió al introductor del romanticismo en el Río de la Plata y publicó en 1951, cuanto las tesis solidarias del economista norteamericano Henry Georges,  que proponía la propiedad común de los recursos naturales, en especial la tierra.
                             Si bien centra su atención en las líneas tangentes entre su abrazado socialismo y la religión católica, no omite referencias al reformista universitario que presidió la Universidad Nacional de La Plata y a su invariable posicionamiento latinoamericanista: como que Palacios presidió la Unión Latino Americana fundada en 1925, fue igual que su amiga la chilena Gabriela Mistral admirador del nicaragüense Augusto César Sandino, aquel “General de hombres libres” de la visión de Gregorio Selser; junto a Manuel Ugarte mostró su solidaridad con el nacionalista revolucionario portorriqueño Pedro Albizu Campos y, en uno de los exilios que vivió en la Argentina el cinco veces presidente constitucional del Ecuador, José María Velasco Ibarra, intercedió para que el estadista obtuviera una cátedra en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires.

                                    Centrándose en la tesis propuesta en el subtítulo de la obra: “Los profetas y Jesús de Nazareth”,  al  rastrear los antecedentes que lo justifican se han marcado con detenimiento uno a uno los hitos que acercaron a Palacios al catolicismo, comenzando  por su bautismo en la Iglesia de Nuestra Señora de La Piedad, próxima al Congreso Nacional; a lo que seguirá la memoria de la piadosa devoción al Sagrado Corazón de Jesús de su  madre, la uruguaya Ana Ramón. Sin olvidar tampoco recuperar  de la niñez del fututo legislador, la cercanía a las Damas de Caridad de San Vicente de Paul, institución benéfica  que presidió su tía Felicia Ramón de Palacios. Y luego, historiar que durante su juventud  rebelde  y  en  confesión del propio Palacios cuando al sentir “una obligación moral de bregar por los que padecían la injusticia de ser explotados”, se aproximó a los Círculos Católicos de Obreros fundados por el sacerdote redentorista alemán Federico Grote  del que  se desengañó después que el religioso le recriminara con estas palabras: “¡Ten cuidado, no hay que exagerar!”, por el tono de cierto discurso  suyo en el que sostuvo que la redención de los asalariados debía ser aquí y ahora y no esperar el cielo.
                                          Seguidamente,  en un capítulo, da cuenta de la amistad que lo vinculó con monseñor Miguel de Andrea, el obispo de tanto sensibilidad social -“Hay religiosos honestos y socialistas deshonestos”, el propio Vives Heredia le escuchó decir  ajeno a todo maniqueísmo-; y en otro, las emociones que le proporcionó un viaje a Tierra Santa cumplido en octubre de 1956, a menos de una década de la fundación –en 1948- del Estado de Israel, ese Israel “hermoso como un león al mediodía” que  inspiró a Borges, en 1967, cuando la Guerra de los Seis Días.
                                           En la ciudad de Jerusalén que el Rey David conquistó a los jebuseos o en el desierto de Judea donde profetizó San Juan Bautista la inminente llegada del Mesías, Palacios evocaría su antigua solidaridad para con el pueblo judío  víctima de persecuciones y pogromos en la Rusia de los zares: “Estos movimientos y teorías antisemitas (por el nazismo en vísperas ya de la Segunda Guerra Mundial) son, en realidad, procedimientos de socavación del cristianismo”, razonó en carta dirigida al doctor José Ignacio Olmedo fechada en marzo de 1938; y valga puntualizar que ese sentimiento  le había dictado ya en 1924, en la santafecina localidad de Moisesville, un artículo titulado “Israel en la Argentina”  que comienza diciendo: “Toda la noche había soñado con ese pedazo de Palestina transportado a la República  donde miles de judíos, tenaces, obstinados, como todos los de su raza, labraban la tierra y eran libres”.  
                                        No es casual entonces que como observa Vives Heredia, la inspiración del accionar público de Palacios se enraizó en los preceptos bíblicos y en particular evangélicos a los que –anotamos- a menudo hizo referencia en libros como “La justicia social” de 1954, donde en el primer capítulo rastrea en extenso la cuestión. No en vano había escrito en 1925 desde Palma de Mallorca sobre él –y sobre Gabriela Mistral- el mexicano José Vasconcelos: “Son dos grandes cristianos prácticos, cristianos de verdad que por lo mismo no pueden  ser católicos”  . 
                                         Finalmente  no omite referirse a la inútil discusión, mejor dicho al tironeo entre católicos y agnósticos o ateos sobre el tema de si antes de morir el líder socialista, recibió o no los auxilios religiosos de manos de su amigo el sacerdote Amancio González Paz.
                                         Como fuere, no hay duda de que padeció la incomprensión incluso de sus correligionarios, ese eterno drama de los adelantados a su época. En cuanto a la Iglesia Católica, evidentemente otra hubiera sido la recepción de sus ideas en tiempos posteriores a la apertura que significó el Concilio Vaticano II. Y más aún cuando tras las conferencias de Medellín y Puebla sectores del clero trabajaron en villas, se hizo carne en muchos laicos de Latinoamérica la opción preferencial por los pobres,  en tanto que otros abrazaron la Teología de la Liberación, si bien tomada con reserva por los anteriores pontífices Juan Pablo II y Benedicto XVI, hoy vista con otros ojos por el papa Francisco que hasta concelebró una misa privada con el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez Merino, llamado el padre de la Teología de la Liberación
                                          Lo cierto es que Palacios  vio siempre en la figura de Jesús un precursor del socialismo y en una conferencia pronunciada en 1903 en la Sociedad Unione e Benevolenza manifestó su amor por el “sublime carpintero que seducía con su verbo, recorría las praderas de Galilea  y los desiertos de Judea prometiendo el Reino de los Cielos para los humildes, para los que sufren,  para los que están vejados, escarnecidos, humillados por una sociedad que brutalmente hace pesar su prepotencia”. Si quizá  podrá tildarse de  polémica su expresión juvenil: “Jesús es nuestro y nos lo han robado”, con qué derecho se ha de negar de plano la raíz jesucristiana del socialismo humanitario que afirmó con kantiana buena voluntad en aquel meeting de Unione e Benevolenza, sobre todo frente a las  hipócritas declaraciones de fe de los farisaicos detentadores del poder económico que han pretendido históricamente cobijar sus intereses bajo el manto sorteado en el Calvario de un cristianismo reaccionario y defensor de intereses inconfesables. Es que quien como Alfredo Palacios veía en la política una disciplina moral y una actividad dirigida a la elevación y dignificación del ser humano, concebido para la visión judeo-cristiana a “Imago Dei”, mal podía escapar al influjo del divino sembrador del Sermón de la Montaña: “Ratifico las palabras que dirigí a los jóvenes en 1941: Se necesita una gran fuerza moral que actúe sobre nuevas estructuras económicas, pues si el régimen capitalista se mantiene sin mengua en el mundo, si no se establecen nuevas bases de economía colectiva, seguiremos bajo el yugo de tiranías sucesivas que nos conducirán a nuevas destrucciones”, pronosticó en los finales de la Segunda Guerra Mundial. (Escuche contar a mi padre, Carlos Gregorio Romero Sosa, que en un almuerzo celebrado en la casa de la calle Charcas 4741 en marzo de 1946, donde le obsequió dedicado un ejemplar del libro “Soberanía y socialización de industrias”, alguien, posiblemente el poeta Ignacio B. Anzoátegui, mencionó frente a  los demás comensales entre los que se encontraban el colombiano Germán Arciniegas, uno de los puntos de la regla del carmelita San Alberto Avogadro, Patriarca de Palestina designado por Inocencio III en el siglo XIII: “Todo para todos”, ante lo que el anfitrión exclamó con su voz vibrante que resonara en tantos memorables debates legislativos: “¡Ese es nuestro ideal!”  

                                  Por su intención justiciera y esclarecedora es loable el esfuerzo de  Pedro Vives Heredia de presentar una visión en nada forzada del prócer, a contramano de sectarismos de uno y otro bando. Porque tampoco es del caso olvidar aunque tal vez sea mejor hacerlo en aras de la concordia ciudadana y la unidad de acción entre los que  luchan por un mundo más justo y solidario, la lamentable la batalla del crucifico, un escándalo ocurrido mientras se velaban sus restos mortales en el Congreso Nacional  cuando militantes socialistas quisieron quitar la cruz de la tapa de su féretro e impidieron que se le rezara un responso. Actitudes por cierto reñidas con el respeto y la tolerancia de las que fue paladín Alfredo Lorenzo Palacios. 

Por Carlos María Romero Sosa. Se publicò en Salta Libre el 17 de septiembre de 2015    

HÉCTOR NEGRO: POESÍA, FÚTBOL Y AMISTAD





   Poeta del tango. Poeta del fútbol. Habitante de la nostalgia en los cafés porteños con volutas de humo que en su ascenso dibujan interrogantes; como aquel refugio con estaño situado en Callao 11 esquina Rivadavia, donde un buen día de la década del cincuenta recalaron los jóvenes de  El Pan Duro; aquel grupo que Héctor Negro integró, entre otros, con Juan Gelman, Hugo Ditaranto, Luis Navalesi, Humberto Costantini y una mujer: Juana Bignozzi, hace poco también fallecida. O como el Viejo Tortoni de Avenida de Mayo que inspiró sus versos musicalizados por Eladia Blázquez: “Tortoni de ahora, tan joven y antiguo,/ con algo de templo, de posta y de Bar./ Azul, recalada, si el fuego es el mismo,/ ¿quién dijo que acaso no sirve soñar?”
   Héctor Negro fue poeta desde que se dio a escribir versos con doce o trece años de edad, inspirado por el colorido de las murgas durante un carnaval de los años cuarenta: época del gobierno de Perón y del Partido Comunista en la oposición con el que simpatizó desde que en la niñez se despertó en él la conciencia social. Y ello quizá no bien traspuso los límites de Belgrano -el barrio de clase media donde nació un 27 de marzo de 1934- para descubrir además del romanticismo de los arrabales, la situación de pobreza de buena parte de sus pobladores. Porque Ismael Héctor Varela, tal era su verdadero nombre, como no podía ser de otro modo sin traicionar su propia sensibilidad y más puro espíritu solidario, fue un rebelde hombre de izquierda tan sincero y decidido como sus admirados guías Raúl González Tuñón y aquel bohemio genial e insomne buscador de la gloria del anonimato: David Álvarez Morgade, cuya impronta humana -y literaria- tanto marcó a la muchachada de El Pan Duro.
   Si el neorromanticismo de la Generación poética del 40 fue creando, a partir de la segunda mitad del siglo XX, un clima al que no pudo sustraerse parte de la canción popular ciudadana de la época, la que hasta demostró influencia garcialorquiana en las metáforas como en el caso de “Malena” de Homero Manzi, en  tiempos más próximos despuntaron al par que otros horizontes estéticos, renovados compromisos políticos y  Héctor Negro, que con valor de cuchillero borgeano defendió de los prestidigitadores del idioma y los contorsionistas del cripticismo su cuota de lirismo, a tono con la ensoñación barrial evocadora de un “Tiempo de tranvías tropezando el empedrado”, supo depositar entre los intersticios de su sentimental tono menor, la impronta revolucionaria de Pablo Neruda, al que evocó en un tango con música de Osvaldo Requena: “El alma profunda de Chile irredento,/ recorre tu voz./Y todo se torna poesía en tu acento,/ tan cerca del hombre y de Dios”.
  Lo traté poco y me siento apenado de que haya sido así, aunque compartimos algunas veces en el Ateneo Popular de la Boca recitales poéticos y lo encontré en varias oportunidades en actos celebrados en la Academia Porteña del Lunfardo, corporación en la que desde diciembre de 1990 ocupó, en calidad de miembro de número, el sillón “Carlos Mauricio Pacheco” que homenajea al creador uruguayo de sainetes. En cierta oportunidad escribí  en la revista Proa sobre su poesía futbolística y lo llamé entonces lenguaraz del fútbol, en el sentido de que dominaba las lenguas de la emoción y la pasión y era  traductor fiel de las mismas en sus páginas en verso, dedicadas al deporte de multitudes y a sus ídolos como Maradona: “Yo no sé que ángel pardo se asomó por Fiorito”, cantó a Diego. Poco antes, cuando advertí que me había citado en su libro “La verdad sobre el Pan Duro” (2007), le agradecí la gentileza. Lo cierto es que durante más de un quinquenio nos comunicamos con cierta periodicidad.  Habitaba en la calle Holmberg al 900, en Villa Ortúzar  antes de trasladarse a Aizpurúa al 2900 en  Villa Urquiza, el barrio celebrado en el título de un tango de Enrique Cadícamo que habla de  “Un porteño de buen porte (que) para el tango es muy cabrero”; y aunque Héctor Negro tenía menos que mediana estatura y tendencia a la obesidad, bien podría ser ese su retrato ya que por personalidad o aureola de poeta, su presencia resaltaba entre la gente.   

   Desde la primera de esas direcciones me envió por correo postal varios poemas y datos curiosos sobre amigos comunes, como el humanista Duilio Ferraro, que fuera su profesor de religión en la Escuela de Educación Técnica Otto Krause. (Estaba vigente entonces la enseñanza religiosa en los establecimientos oficiales impuesta desde la revolución de 1943.) Luego, avenidos o mejor dicho resignados ambos a los tiempos posmodernos, intercambiamos poesías e impresiones por Internet, algunas de estas últimas suyas en extremo reveladoras, como su visión admirativa del grupo literario Barrilete –al que perteneció Miguel Ángel Bustos, secuestrado en mayo de 1976 por la última dictadura-, grupo consolidado cuando El Pan Duro desapareció hacia 1964, y de uno de sus fundadores: Carlos Patiño, el poeta de “Esquinas silenciosas”, obra  que recibió el premio Casa de las Américas en Cuba. Pero la tecnología hizo lo suyo y la comunicación  se interrumpió súbitamente un par de años atrás, al cambiar uno de nosotros el e-mail. En la parte que me toca, el 15 de septiembre de 2015, al enterarme de su muerte por los periódicos, sentí lo ocioso que -por tardío- resultaba  lamentarlo

    Carlos María Romero Sosa 

UN DIFUSOR DE LA ASTRONOMíA

                                           
 


                                                    Frescas aún las emociones despertadas por el eclipse lunar del 27 de septiembre último observable a simple vista en nuestro cielo, un hecho que resultó coincidente con el anuncio de la NASA sobre la existencia de agua en estado líquido en Marte, sería del caso recordar la vigorosa personalidad de  Martín Gil del que se cumplirán en diciembre de este año seis décadas de su muerte. Nacido cordobés en 1868, tres años antes de la fundación por el presidente Sarmiento del Observatorio Astronómico de Córdoba puesto bajo la dirección del sabio norteamericano Benjamín Gould,  fue en vida un apasionado estudioso del sol y los fenómenos celestes, meteorólogo y director en 1930 de la Oficina Meteorológica Argentina y, sobre todo,  ameno difusor de la astronomía en páginas dignas de leerse y reeditarse;  demostrativas de que también en su caso  como en  el de Urania, la musa griega de la astronomía y la poesía didáctica, aquella ciencia y el arte de divulgarla se hallaban plenamente hermanados.
                                                En alguna ocasión narró que de niño ejecutaba la guitarra para solaz de un ya anciano Sarmiento,  gran amigo de su padre, un notorio jurista que elegido diputado nacional por su provincia mediterránea se había trasladado con la familia a la  porteña calle Alsina frente a la iglesia de San Juan.
                                                Lo cierto es que con los años y ya cumplida en Martín Gil la vocación científica de interrogar nuestro cielo, al recoger con su pluma datos propios de las disciplinas exactas de su afición, ellos cobraban dimensión poética y despertaban en los lectores, antes que el vértigo de cara al infinito, la emoción frente al trasmitido espectáculo cósmico. Participó así al público, con palabra iluminadora,  de muchos misterios de la noche en libros tales como “Cosas de arriba” (1909) merecedor de un prólogo de Ángel Gallardo, “Celestes y cósmicas” (1917), “El anillo desaparecido” (1930)”Mirar desde arriba” (1930), “Nuestra Cruz del Sur” (1943) o “Del cielo y de la tierra” (1946), los que dan una idea de su profusa bibliografía la que contiene además varios títulos de obras costumbristas no exentas de humor.
                                           Su comprovinciano Arturo Capdevila, que en “El libro de la noche” le dedicó una composición y que más tarde seleccionó y prologó sus escritos para una antología publicada por la Academia Argentina de Letras en 1960 –corporación de la que Martín Gil fue miembro de número lo mismo que de la Academia de Ciencias de Córdoba-, cuenta que en las primeras décadas del siglo XX, los caminantes de la Avenida Argentina, al cruzar  la calle de la Independencia de la ciudad fundada por Cabrera, se preguntaban si una cúpula instalada en las proximidades correspondía a alguna nueva iglesia. Y no: era el observatorio de Martín Gil, desafiante en la conventual y algo oscurantista  Córdoba que años antes: en 1896, había sido testigo de la presencia allí de Rubén Darío que compuso en la ciudad del Suquía su “Elogio a Fray Mamerto Esquiú”, aquel varón de Dios en absoluto intolerante y orador de la Constitución. 
                                       Y es que el joven Martín Gil abría su mente y daba la espalda a todo principio contrario al avance de la civilización,  instando con su ejemplo a que así actuaran sus coterráneos. Abrevaba entusiasta en la ciencia astronómica con el mismo espíritu progresista que en otras ramas del conocimiento lo hacían  también compañeros suyos de generación como Luis Agote, Juan B. Justo, Miguel Lillo o Juan Bautista Ambrosetti, productos todos de la corriente positivista decimonónica.
                                    Este hombre polifacético se desempeñó igualmente en la función pública como ministro de Obras Públicas del gobernador Ramón J. Cárcano, integró el Consejo Nacional de Educación  y fue legislador provincial y nacional. En 1936 publicó “Milenios, planetas y petróleo”. Lo hizo después de haber viajado a Tartagal -cuando era gobernador de Salta don Avelino Aráoz- por invitación de la compañía  Standard, uno de los “trust” petroleros instigadores de la Guerra entre Paraguay y Bolivia librada hasta 1935 y que en el país explotaba los hidrocarburos descubiertos en el Chaco Salteño.
                                    Se podrá objetar o no la posición de Martín Gil en extremo complaciente con las inversiones extranjeras, muy propia de su ideario liberal conservador que le dictó en el primer capítulo de la obra y en franca contradicción con la posición nacionalista en la materia de los generales Mosconi y Baldrich y del legislador socialista y político reformista Julio V. González, conceptos del siguiente tenor: “Conozco algo de las interminables discusiones y de las confusiones lamentables, de las tergiversaciones maliciosas a que ha dado lugar en nuestro país el llamado problema del petróleo. Las inculpaciones a los gobiernos de las provincias de Salta y de Jujuy, por haber otorgado concesiones a empresas particulares para la explotación de sus yacimientos petrolíferos; las incitaciones a las Cámaras y al Gobierno para monopolizar la industria del petróleo; el ataque suicida llevado a los grandes capitales extranjeros que aspiran a actuar con nosotros mediante concesiones ajustadas a todas nuestras leyes”.   A un lado pues su privatismo algo ingenuo visto en perspectiva actual, el libro es sabroso y aborda con palabra fácil intrincados temas geológicos. Conservo un ejemplar que Martín Gil obsequió a mi abuelo paterno: Daniel Policarpo Romero, ex legislador, funcionario  público y profesor de geografía y cosmografía en el Colegio Nacional de Salta hasta su jubilación en 1926. Al acceder a ese  beneficio, su trayectoria docente fue celebrada por Juan Carlos Dávalos en un poema jocoso que le dedicó y fue publicado por entonces en los medios locales.  


Carlos María Romero Sosa. Se publicó en Salta Libre el 12 de octubre de 2015   

ALEDO LUIS MELONI

Publicado en "La Prensa" el 23 de agosto de 2015
















Poeta que no ha sufrido/ poeta a medias será:/ cuando le cante a la vida/ sólo de oído lo hará.
 Aledo Luis Meloni

Vendría pitando la locomotora
próxima a la Estación María Lucila,
donde nadie empujaba ni hacía fila
para subir al tren, quizá en demora.

La soledad, la ausencia abarcadora
después, como vellones de la esquila;
en argumentos con que despabila
reflejo por reflejo cada aurora

anticipándose a su despedida.
Y en la gloria de darle eternidades
una vez y otra vez en prosa y verso,

Aledo Luis Meloni, uno y diverso,
va repatriando el alma en su extendida
cuenta hoy chaqueña de serenidades.      

CARLOS MARÍA ROMERO SOSA