sábado, 24 de septiembre de 2016
DOS VISIONES DEL CONGRESO DE TUCUMAN
(Carlos María Romero Sosa, se publicó en la revista HISTORIA, Nro. 143 correspondiente a septiembre-noviembre de 2016)
lunes, 19 de septiembre de 2016
UN ESCULTOR SANMARTINIANO y GüEMESIANO
La
investigadora en materia de folclorología, poeta, profesora universitaria y académica de letras e historia Olga
Fernández Latour de Botas, recordó días
pasados -en una carta de lectores publicada en La Nación- al escultor, ingeniero civil y docente universitario Ángel Eusebio Ibarra
García (1892-1972). Una oportuna evocación por cierto, al vincular a doscientos
dieciséis años de la muerte del General San Martín en Boulogne-Sur-Mer, ese
magno aniversario con una noticia sobre el
autor -entre otras premiadas obras escultóricas diseminadas por todo el país- del monumento denominado
“El abuelo inmortal”, realizado en 1950 como tributo al Año Sanmartiniano y que
se encuentra en la plaza Grand Bourg en las proximidades del Instituto Nacional Sanmartiniano que lo promovió
y costeó; de la estatua ecuestre de José
de San Martín (1946), existente en la ciudad bonaerense de Lomas de Zamora; además
de haber sido el creador artístico de la Orden del Libertador General San Martín,
condecoración que otorga la República
Argentina.
Ibarra García, antiguo vecino de la calle Juez
Tedín del porteño Barrio Parque y en tanto católico practicante asiduo
concurrente a la parroquia de San Martín de Tours, era devoto del Santo Patrono
de la Ciudad
de Buenos Aires al punto de haber fundado la Asociación de
Caballeros de San Martín de Tours, entidad que según comentó en La Nación en agosto de 2004
Josefina Fornieles, devino luego en la
Orden de los Caballeros de San Martín de Tours. Es decir que don Ángel fue activo sanmartiniano por partida doble,
pues si el ciudadano y patriota veneraba a nuestro Santo de la Espada , el hombre de fe dirigía
sus plegarias al misericordioso Obispo de Tours, en la juventud también soldado romano.
Vivió
sus últimos años en Laprida al 2000 de Recoleta, a una cuadra de nuestra casa y
debido a ello en mi juventud tuve ocasión de descubrir la distinción de su espíritu y su cordialidad, actitud ésta
que redoblaba como anfitrión cuando lo visitábamos en su departamento con mi
padre, su gran amigo que lució en su
escritorio una fotografía dedicada suya que hoy conservo. En esas ocasiones admiraba yo los cuadros en el comedor pintados por Ibarra García, mientras lo escuchaba contar sobre sus
maestros en la vida y el arte.
Lo cierto es que la justa evocación de la doctora Fernández Latour, me da ocasión
para comentar asimismo que Ibarra García fue un fervoroso güemesiano y el autor
del medallón de Martín Miguel de Güemes, pieza fijada en la base del mástil que se encuentra en la
plaza de ese nombre en el barrio de Palermo, frente a la Basílica del Espíritu
Santo, inaugurado en 1956 por el
entonces Intendente Municipal Luis María de la Torre. Junto a ese mástil
solían reunirse las membresías de instituciones de la provincia como el Centro
de Residentes Salteños entre cuyos socios fundadores, en 1946, figuró el ex
senador nacional Carlos Serrey, y que fuera presidido durante décadas por el
doctor José Manuel del Campo. Se daban cita allí para honrar la memoria del
prócer que tuvo también su monumento ecuestre en la Capital de la República dispuesto por Ley Nacional Nro. 5689 de 10 de
octubre de 1908 promulgada por José Figueroa Alcorta, recién en
el año 1981, obra de Hernando
Bucci.
Pero debo agregar
un dato más que adelanté en otra carta de lectores que publicó el diario La Prensa el 24 de agosto
último, sumándome al homenaje de Fernández Latour: para la elaboración de la esfinge
del medallón antedicho, Carlos G. Romero Sosa
que tanto escribió entre otros temas históricos, sobre la iconografía
del Héroe Gaucho y la historia de sus retratos,
asesoró al artista brindándole referencias relativas al posible rostro de
Güemes, toda vez que como bien poetizó Julio César Luzzatto: “La guerra no le dio tiempo/ de posar para
pintores”. Igualmente lo había hecho
con anterioridad mi padre para que Ibarra
García ambientara los bajorrelieves de la estatua en bronce emplazada en la ciudad de Salta en
recuerdo de su fundador: el Licenciado Hernando de Lerma, tal como lo resalta
Vicente Osvaldo Cutolo en la obra “Historiadores
argentinos y americanos” (Buenos Aires, 1966), donde hay una extensa
biografía del escultor de referencia, al que el crítico Romualdo Bruguetti menciona
en su “Nueva Historia de la pintura y la
escultura en la Argentina ”
(Ediciones de Arte Gaglianoni, Buenos Aires, 2000), calificando su arte como
continuador de la línea figurativa.
(Carlos
María Romero Sosa. Se publicó en Calchaquimix, el 13 de septiembre de 2016)
domingo, 11 de septiembre de 2016
UN OLVIDADO DIRECTOR DE LA BIBLIOTECA NACIONAL
“Una
vida consagrada por entero al estudio fue la del doctor Carlos F. Melo. Y a
designio damos latitud a su expresión, porque la necesita para abarcar todos
los campos en que su actividad intelectual fue fecunda”.
José Luis
Torres, el periodista y escritor tucumano del que nadie podrá decir que no
reivindicó causas nobles como el amor a la Patria y a los sectores populares hambreados por obra
de “La oligarquía maléfica”, según la
calificara en uno de sus polémicos libros, obsequió en 1942 a mi padre el texto de
un poema mecanografiado de Carlos F. Melo titulado “Meditación”. Le manifestó entonces que había llegado a sus
manos de las de su comprovinciano Juan B. Terán, quien lo recibió a su vez del
propio autor poco antes de morir éste, el 2 de octubre de 1931 mientras ejercía
el cargo de Director de la Biblioteca
Nacional en reemplazo de Paul Groussac.
Ignoro si la lectura de los catorce versos de ese soneto, habrá
despertado en el recipiendario final la inquietud por conocer el resto de la polifacética obra de Carlos Melo, o si en cambio llegaron a él, precisamente como
suerte de reconocimiento a su devoción por la labor del político, jurista,
docente, filósofo y helenista, natural de la entrerriana ciudad de Diamante
donde nació en 1872, hijo de un marino que actuó bajo las órdenes de Guillermo
Brown. Lo cierto es que Carlos Gregorio Romero Sosa reunió en su biblioteca
porteña varios libros del poeta de “Espuma”
(1906) y “Las aguas de Mara” (1926), el sabio prosista de “Hermes” (1925) o “El renacimiento
de Occitania” (1930), el filósofo jurídico de “La jurídica y su primer
principio” (1926) y el pensador sentencioso de concisión casi aforística de
“Piedras rotas” (1928).
La
desmemoria del país se cierne también hoy sobre la figura de Carlos Francisco
Melo, quien fuera diputado nacional radical por la Capital Federal entre 1916 y
1920 y que en su mandato proyectó -entre otras cuestiones trascendentes- la
nacionalización del petróleo y el carbón, iniciativa que también propiciaron sus
colegas Rodolfo Moreno y el socialista Antonio De Tomaso; la fijación de precios máximos para algunos
productos alimenticios; logró que se activara la construcción del edificio de
arquitectura gótica de la Avenida Las
Heras destinado a Facultad de Derecho (hoy de Ingeniería) y hasta puso a consideración del recinto el
texto de una reforma constitucional, que entre otros puntos disponía que la elección
de la fórmula presidencial debía ser directa y no por medio de Colegio
Electoral. En disidencia con la política de Hipólito Yrigoyen constituyó con
otros correligionarios la
Unión Cívica Radical Principista, partido que lo ungió para competir
por la Vicepresidencia de
la Nación en
fórmula encabezada por Miguel Laurencena en las elecciones de 1922. Entre 1920
y 1921 fue presidente de la Universidad
Nacional de La
Plata , enseñó Psicología en el Colegio Nacional Mariano
Moreno y desempeñó las cátedras de Filosofía del Derecho e Historia de las
Instituciones Jurídicas en la
Facultad de Derecho de la UBA donde se había graduado en 1897. Su magisterio con mucho de Paideia formativa de los valores del espíritu -dando
fe como Sócrates de que la virtud moral puede aprenderse- y no puramente informativa a imperio de un
enciclopedismo datístico, supo calar hondo en sus alumnos, varios de los cuales accedieron
al grado de discípulos a punto tal que a poco de su muerte
aparecieron sendos volúmenes de homenaje suscriptos por dos de ellos: “Doctor
Carlos F. Melo. Recuerdos”, de Francisco
J. de Olguín en 1933, y “Carlos F. Melo. El maestro, el filósofo, el
poeta. Algunos rasgos íntimos”, de Bartolomé Galíndez en 1934.
Hombre ético por excelencia, no trepidó en
renunciamientos cuando la conciencia del deber le marcaba hacerlos. Así lo hizo
con la postulación a una senaduría, por entender que no debía representar a cierta
provincia de la que no era oriundo y poco conocía sobre sus problemas más allá
de estar en ella colegiado como abogado.
La
influencia del pensamiento positivista no le impedía atisbar platónicamente y
con intuición algo esotérica otra realidad más allá de la alcanzada por la experiencia:
“En la cima de la pirámide científica se
colocan los grandes sentimientos morales de la humanidad; el de lo verdadero,
el de lo bello, el del bien”, escribió en su obra sobre el químico Pedro
Berthelot: “La filosofía de una vida” (1927). Aunque justo es decirlo, esgrimió
en oportunidades prejuicios propios del comtismo, sazonados con otros de corte
lombrosiano y reminiscencias del Conde de Gobineau y su teoría sobre la
desigualdad de las razas humanas. Y así de acuerdo con lo anotado por Andrés H.
Reggiani, llegó a manifestarse en la Cámara de Diputados contra
las “lacras” y los “desechos sociales de la guerra” al
tratarse en 1919 la reforma de la
Ley de Inmigración. O antes, en 1909, en una conferencia
sobre “La cuestión Perú-Boliviana y la política internacional argentina”, un resabio
de darwinismo social vigente en el lector de
Spencer le hizo sostener, coincidiendo en anatemizar la diplomacia desarmada con
su amigo Estanislao S. Zeballos al que suplantó en la dirección de la Revista de Derecho,
Historia y Letras, que “la vida,
desgraciadamente es ya una lucha con la naturaleza y a veces también con los
hombres”.
VIAJERO INTELECTUAL AL PAÍS DE OCC
Sin embargo, cuando el poeta en el verso y en la prosa vencían al puro cientificista
y decantaban en la letra escrita las inquietudes de un espíritu superior que
intuía, con Chesterton, que hay una sola cosa imprescindible: todo, se revela en sus páginas el apasionado por el misterio
que hasta intentó un frustrado viaje de estudio a la isla de Pascua en 1925 y el
humanista que centraba su interés y su fe en el hombre augurando la Paz Universal
producto del progreso y mostraba solidaridad con el padecimiento de sus semejantes
de todo tiempo y lugar.
Será esa identificación con vencidos y olvidados por la historia la que
le dictó su obra póstuma: “La resurrección de Occitania”, erudito estudio sobre
el País de Occ, su lengua y la poesía trovadoresca, que adelantó en una exposición pronunciada en el Instituto Popular de
Conferencias de La Prensa ,
el 25 de junio de 1930, ocasión en que fue presentado por Carlos Ibarguren.
Liberal respetuoso de las
opiniones y credos ajenos, estudió sin
prejuicios en el citado libro la significación religiosa, política y cultural
de la cosmovisión albigense que irrumpió y se expandió por la zona de la Provenza y cuyos fieles fueron vencidos
en la sangrienta batalla de Muret por Simón de Montfort en el año 1213. Carlos Melo analizó el tema pocos años antes
que Hilaire Belloc publicara “Las grandes herejías” entre las que incluyó a los
katharos o albigenses, mostrándose el argentino más interesado en reivindicar
un momento estelar de una cultura del Viejo Mundo, simbolizada en la lírica de
los trovadores tan admirada por Dante y Petrarca, que en idealizar como Belloc la presunta
unidad espiritual de la Europa
contemporáneamente al acceso al poder del nacionalsocialismo con sus delirios
criminales. Lector y traductor del premio Nobel
Frédéric Mistral y de otros poetas del Felibrige, queda constancia en las páginas de “La
resurrección de Occitania” de una voluntad de
desentrañar la justicia histórica
al hacer revisionismo sobre hechos y
personajes de siete siglos atrás.
Moderno y
rubendarianamente cosmopolita con mucho
de griego clásico y algo de romano perseguidor de la estoica ataraxia, Melo mostró
su escepticismo y afán de despojamiento en los crípticos sonetos de “Las aguas
de Mara”, en varios de los que, no por casualidad, va a reiterar como un “leitmotiv” el término “vano”.
Coherente con esa filosofía será el homenaje lírico a Catón “el estoico” y el
hecho de que antes que celebrar fastos palaciegos o reparar en las princesas y los
marqueses que adornaron el estilo del modernismo, prefirió imaginar tanto la
abdicación de Carlos V, haciéndole decir al Emperador quizá a la puerta del
Monasterio de Yuste: “De la vil
existencia asqueado llego”; cuanto también la del Zar Nicolás II, penitente bajo
“La carga de injusticias seculares” cometidas
contra el pueblo ruso.
Las múltiples inquietudes
culturales y científicas de Carlos F. Melo no lo distrajeron de la persecución
de su propio centro para ponerlo en armonía con el cosmos. Consciente de la
brevedad de la vida y de la sin razón de toda vanidad como enseña el
Eclesiastés, supo que el Bien constituye el valor supremo y fiel a ello concluyó aquella “Meditación” mencionada
al comienzo y conservada como un trofeo por mi padre, con los siguientes versos
que trasmiten su aspiración de perfección: “Ser
héroe como Heracles, a la
Aurora ;/ en el Zénit, filósofo y poeta;/ y a la aureola de la Tarde , santo”.
(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa, el 11 de septiembre de 2016)
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