martes, 27 de junio de 2017

ALFREDO PALACIOS: HIDALGUIA Y COHERENCIA DE UN PARLMENTARIO PRÓCER








Alfredo Palacios entre el clavel y la espada
Víctor García Costa



                                                         El 20 de abril último se cumplieron 52 años de la muerte de  Alfredo Palacios cuya figura  agiganta  el tiempo;  tanto más comparada con la general medianía de la dirigencia política actual. Si bien a los integrantes de ella, en tanto constituir el genio un don avaro de la naturaleza,  sería absurdo exigirles la prodigiosa inteligencia que poseyó el primer diputado socialista de América, adelantado y tratadista del Nuevo Derecho y autor de las inaugurales leyes obreras del país, sí debieran ofrecer estos políticos de hoy a la ciudadanía, a cambio del sufragio que le reclaman, honestidad en grado de escrupulosidad, coherencia ideológica y un mínimo de pericia para la función pública. Pero así venimos de lejos y así estamos chapoteando en la decadencia.
                                                          Palacios representa un lujo quizá inmerecido para esta Argentina  de la que son distintivos, aun más que el dulce de leche y los colectivos, Maradona y Messi, la viveza criolla, la transfuguiada partidaria, la corrupción administrativa, las promesas electorales a sabiendas de su imposible cumplimiento  y las ideas sostenidas con fingido apasionamiento por los candidatos, hasta que deja de ser políticamente correcta su formulación o hasta que, de tanto banalizarlas, se convierten en aquellos  “significantes vacíos” de que  habla  Ernesto Laclau.
                                                        Tarea edificante para la ciudadanía será entonces detenerse a leer entre tanta frivolidad que sale al paso, los debates parlamentarios del líder socialista, presentes entre otros volúmenes suyos en “La Justicia Social” (1954)  entablados con contrincantes en muchos casos de gran nivel como Matías Sánchez Sorondo o el salteño Carlos Serrey. Se comprobará que resultan verdaderas lecciones de hidalguía, en lo que hace al trato con los colegas de banca que sostenían  posiciones opuestas a las suyas; a más de ser ejemplos de reflexión, de severa argumentación  y  de sustancia ajena en el mejor de los casos a la retórica sofística y en el peor al palabrerío comiteril.
                                                      Humanista y humanitario, defensor de la  elevación social y la igualación  laboral y política de la mujer, sempiterno denunciante de la tortura y las policías bravas, se opuso  a la pena de muerte y en su obra “El socialismo argentino y las reformas penales”, se trascribe una memorable intervención suya  en el Senado de la Nación -en 1933- donde patentiza su coherencia intelectual y ética ajena por lo demás al dogmatismo. Así, al tratarse en el recinto la reinstauración de la pena de muerte según un proyecto enviado por el Poder Ejecutivo, expresó su oposición fundándola prioritariamente en su íntima creencia en la inviolabilidad de la vida humana, visión tan afín con la del cristianismo en que abrevó en su niñez y juventud, cuando participó en los Círculos Católicos de Obreros fundados por el sacerdote redentorista alemán Federico Grote, antes de abrazar con romántica convicción el socialismo sin que hacerlo haya sido nunca obstáculo para venerar en su casa alquilada de la calle Charcas 4741, un cuadro de Jesús y trabar fraternos vínculos con los religiosos Amancio González Paz y Monseñor Miguel de Andrea, el “Obispo Rojo”, así tildado en su hora por sectores de la oligarquía.
                                                         En el mencionado debate reclamó para sí con justificado orgullo: “En 1906 presenté mi primer proyecto  de ley aboliendo la pena de muerte. En 1913 formé parte de la Comisión Reformadora del Código  Militar  que se nombró a mi iniciativa y que integraban  los doctores Manuel Gonnet y Vicente C. Gallo En 1914 reproduje el proyecto de 1906.”
                                                    Del mismo modo que la vida humana y la dignidad de los trabajadores explotados, Palacios defendió la libertad y las garantías individuales  –en la década del treinta actuó junto a Lisandro de la Torre en la recién fundada  Liga por los Derechos del Hombre- y es conocido el hecho que al ser  electo Senador por la Capital en 1961 y así llegar por segunda vez de la Cámara Alta en su extensa trayectoria parlamentaria, iniciada como diputado por la Boca del Riachuelo en 1904 cuando la barriada demostró “tener dientes” en expresión de Florencio Sánchez, su inicial acto fue ir a visitar a los sindicalistas peronistas en prisión víctimas del Plan Conintes impuesto por el gobierno de  Frondizi.
                                                    El docente reformista antiguo decano de la Facultad de Derecho de la UBA y  presidente de la Universidad Nacional de La Plata y figura de gran predicamento en los círculos universitarios e intelectuales del Continente,  el amigo de los poetas como Carlos Guido Spano, de sus correligionarios Mario Bravo y Manuel Ugarte, del anarquista Alberto Ghiraldo en cuya revista rebelde El Sol colaboró con encendidos artículos en favor de la libertad de su director encarcelado (comenta Ana Lía Rey en su estudio sobre periodismo y cultura anarquista a comienzos del siglo XX), o de Leopoldo Lugones,  Ricardo Rojas, Arturo Capdevila –una confraternidad que ha evocado su secretario privado durante ocho años, el escritor y abogado Pedro Vives Heredia en “Alfredo Palacios en la intimidad” (2013)-, Alfonsina Storni y  la chilena Gabriela Mistral con la que asimismo polemizó sobre temas educativos en 1925, imbuido de fe antiimperialista y en consonancia con su americanismo repudió la invasión norteamericana a Guatemala y la caída del presidente Jacobo Arbenz en 1954 y en todo momento se solidarizó con los movimientos de liberación surgidos en los países hermanos. Entre ellos el que encabezó en Nicaragua Augusto Sandino y más tarde, en Puerto Rico, Pedro Albizu Campos. Sin olvidar la adhesión en 1959 a la Revolución Cubana, que lo llevó a  visitar la Isla a poco de su triunfo, aunque criticó después su identificación con el bloque soviético.
                                                 Su nacionalismo económico fue claro. En 1946 publicó la obra “Soberanía y socialización de industrias. Monopolios, latifundios y privilegios del capital extranjero”. Escribió allí: “En nuestro país sería absurdo que asistiéramos impasibles al desenvolvimiento de una industria expoliadora y  al privilegio del capital extranjero, pues las actividades económicas deben transformarse en un sentido favorable a la clase trabajadora y a los intereses de la Nación”.  Son palabras que bien valen para el presente tan contaminado por  multinacionales  mineras exceptuadas de pagar retenciones o por empresas de servicios públicos a las que se les perdonan deudas millonarias. 
                                             Tampoco puede soslayarse su lucha por la reivindicación de nuestras Islas Malvinas, testimoniada en su libro “Nuestras Malvinas” de 1939; en su actuación en la primera Junta de Recuperación de las Malvinas junto a Carlos Obligado y Antonio Gómez Langenheim  y en su iniciativa de 1937 para que todos los mapas del territorio patrio contengan el archipiélago irredento. 
                                            Ajeno a cualquier sectarismo, quien había sido víctima del  justicialismo en el poder y su autoritarismo, llegó al cabo a comprender algo de la significación histórica de ese movimiento tan lleno de contradicciones, pero también de aciertos en la tradición de los liderazgos populares que rastreó en nuestra historia y en cierto modo reivindicó, sin deponer su admiración por Rivadavia y su enfiteusis y por Echeverría y su Dogma, en el libro “Masas y élites en Iberoamérica” (1954). Como contrapartida de aquello un gran número de peronistas lo eligieron senador en 1961 al sufragar por él.
                                           Una foto  junto a un sindicalista gráfico, el católico y peronista Raimundo Ongaro, documentando la presencia de don Alfredo Palacios poco antes de su muerte en un acto en la Cooperativa Obrera Gráfica Talleres Argentinos Limitada (COGTAL), entraña todo un significado y un desafío para los tiempos actuales. Porque siempre hay  posibilidades  de unidad tras grandes banderas redentoras, sobre todo cuando se trata de la Justicia Social, los Derechos Humanos, la Liberación Nacional y la solidaridad con los pueblos oprimidos del mundo.


(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa el 4 de junio de 2017 con el título “Vislumbres de Alfredo Palacios”)          

JUAN CARLOS DÁVALOS: ESTIRPE Y TRAGEDIA


                                                    



                                                     Es sabido que el salteño Juan Carlos Dávalos  (1887-1959) buscó y halló inspiración para sus cuentos, poemas, artículos periodísticos y obras teatrales en las tierras del Noroeste Argentino y en sus habitantes de ojos avizores del viento blanco: los pobladores cuya idiosincrasia habla  del vínculo misterioso y desigual entre el hombre nativo y el paisaje capaz de apabullarlo pero no vencerlo con su grandiosidad, en una dimensión generadora de fuerzas desatadas y ya bienhechoras como la del dios Coquena, protector de los rebaños de vicuñas y llamas, o ya de traviesa crueldad como la del Duende  que aparece a la hora de la siesta bajo las higueras y guarda en su casaca enana una mano de plomo  y otra de lana.  
                                                   No obstante esas fuentes en que abrevó, Dávalos también  supo valerse para los argumentos de algunas de sus creaciones de las tradiciones familiares que  bullían en su linaje hidalgo: “!Manes de mis abuelos, duras almas de roca,/ para quienes la vida era acción y pasión!/ ¡Almas de España fuerte, almas de España loca,/ aún os llevo insepultas aquí en mi corazón”,  escribió en un modernista soneto alejandrino, suerte de prólogo  a su drama en tres actos y en verso: “Don Juan de Viniegra y Herze”, que en edición oficial se publicó en Salta en 1917 y teatraliza –comenta Roberto García Pinto- “algunos episodios de antaño ocurridos en su familia” Y sino el peso, en cambio cierto mensaje o mandato trasmitido por la sangre, le había hecho evocar después, en tono autobiográfico en el prefacio de “Estampas lugareñas” (1941), la historia de sus comienzos en las letras,  a los catorce años y a impulsos de su abuela, “gran señora feudal con una personalidad llena de carácter y significación”; tal su descripción de doña Ascensión Isasmendi Gorostiaga de Dávalos, heredera de las posesiones en los Valles Calchaquíes  de su padre, el coronel Nicolás Severo de Isasmendi y Echalar, último gobernador realista de la Intendencia de Salta del Tucumán, enterrado a su muerte en la iglesia San Pedro Nolasco de los Molinos, edificada en el siglo XVII y declarada Monumento Histórico Nacional en 1942.
                                                   Dávalos, hijo de un escritor, abogado y político: Arturo León Dávalos, y de Isabel Patrón Costas, no se sintió tironeado por el pasado que  había subyugado su imaginación a partir de la  lectura de añejos documentos familiares con caligrafías de otros siglos, infolios que a medida que descifraba iban despertando en su alma un particular vínculo con los ancestros. Si el conde Alfredo de Vigny  poetizó con alguna soberbia intelectual frente a la tumba de sus mayores: “Si escribo yo su historia descenderán de mí”, Dávalos asumía el legado de los  suyos con  naturalidad, creatividad  y algo de fatal intuición de una palingenesia: “Don Toribio bígamo, yo sufrí tu destierro”, dialogó en verso con un antepasado.   En tanto,  vivía con bohemia su presente renovándose en los hijos -varios de ellos herederos de la vocación literaria y artística: Arturo, Jaime, Juan Carlos o el pintor Ramiro-, y prodigándose en charlas desveladas hasta que los amaneces se insinuaran sobre la serranía con los amigos, los colegas en las letras y los discípulos.
                                                 En la inteligencia de ese tradicionalismo en nada anacrónico ni menos petulante y tilingo de ostentar blasones, debe entenderse la carta que en febrero de 1948 dirigió el poeta desde la ciudad extendida al pie del San Bernardo a su sobrino Carlos Gregorio Romero Sosa, residente en Buenos Aires y estudioso de la historia regional, los temas arqueológicos  y la genealogía, a punto tal que en noviembre de ese año ingresaría en calidad de miembro correspondiente en Salta al Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas fundado ocho años atrás. Alguien de quien, a su muerte acaecida en 2001,  sostuvo Narciso Binayán Carmona que fue el alma inspiradora de la primera corporación especializada del país en la materia: el Instituto Argentino de Heráldica Genealogía e Iconografía de Salta, constituido en 1937. Lo cierto es que el autor de “La Venus de los barriales” le solicitó en esa correspondencia datos sobre las familias Dávalos e Isasmendi, para satisfacer la inquietud de su consuegro, el sanjuanino Guillermo Renato Aubone, un ingeniero agrónomo recibido en la Universidad de Montpellier  de  actuación como Director Nacional de Enseñanza Agrícola, miembro de la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria, vicepresidente del Banco de la Nación Argentina y que asimismo era afecto a los estudios genealógicos, según datos proporcionados por el estudioso Marcelo Aubone Ibarguren.  “Creo que tú eres más competente que yo para satisfacer la lógica curiosidad del abuelo acerca de los antepasados de su nieto”, explicaba el remitente a  Romero Sosa.
                                               Las vueltas de la vida resultan en ocasiones trágica y prematuramente encaminadas hacia la muerte. En ese sentido será de anotar que el nieto de referencia era  Juan Carlos Dávalos Aubone,  nacido pocos meses antes de fechada la carta,  hijo de Juan Carlos Dávalos Helena, un laureado escritor más conocido por su apodo y seudónimo “Baica”, de larga y definitiva radicación en Venezuela y de su esposa María Luisa Aubone Deheza. Con los años desarrolló un exquisito temperamento artístico con el que sin duda habría prolongado el apellido sumando nuevos lauros  a la cultura del país. Lo asesinó en plena juventud un comando de la Triple A luego de ser secuestrado,   junto a su amigo y pariente Roberto Yánez Laspiur en la esquina de Austria y avenida Las Heras, el 20 de noviembre de 1974. La edición de La Prensa del viernes 22 de aquel mes y año informó lo mismo que otros medios gráficos sobre la identificación de los dos cadáveres acribillados y con signos de  tortura hallados en Garín en las proximidades de la ruta Panamericana.
                                                    Cuando hacia finales de la primera década del siglo actual, el juzgado federal a cargo del doctor Norberto Oyarbide investigó el accionar del siniestro grupo parapolicial y de las presuntas responsabilidades de Isabel Perón en la represión ilegal desatada durante su gobierno por la ultraderecha, María Luisa Aubone Deheza, entonces de 84 años, fue tenida como querellante en la causa y en un reportaje recordó entrecortada por el llanto: “Juan Carlos era buen mozo, inteligente, escribía poemas, dibujaba. Se fue a pie hasta Caracas y de ahí a Estados Unidos vendiendo dibujos. No tenía militancia. Se estaba por recibir de sociólogo cuando lo mataron.”
                                                     
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                                                       Veinteañeros ambos aunque unos pocos años mayor él que yo,  nunca hablamos de genealogía como que por aquellos días turbulentos otros temas ocupaban, preocupaban y ponían en crisis la común visión socialcristiana de la economía y la política, puedo asegurarlo. Y también que el domingo previo a su muerte habíamos concurrido juntos a la misa vespertina en la Iglesia de San Agustín que celebraba  el inolvidable párroco padre Remigio Paramio.  A más de cuatro décadas de ello pienso en el triste final del nieto homónimo del poeta salteño y en el caprichoso entrecruzarse de los linajes con la tragedia.   
                                                                                              

             (Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa el 16 de abril de 2017)