domingo, 12 de noviembre de 2017

PIGLIA: HERMENÉUTICA, CREACIÓN Y REBELDÍA

                                                     
                            
                                                         Corresponde pedir perdón por abusar de la autorreferencia. Hecho, digo que no conocí a Ricardo Piglia (1941-2017). No tuve oportunidad de verlo nunca en este Buenos Aires de los desencuentros y la superpoblación de seres aislados como en La ciudad ausente de su narración de 1992, de cuya adaptación escénica -también por él compuesta- resultó la ópera que con música de Gerardo Gandini se estrenó en el Teatro Colón en octubre de 1995.
                                                          Llegué incluso algo retrasado a sus libros y  la primera aproximación a la novela Respiración artificial, publicada con gran suceso en 1980 fue ya después de mis treinta años. En cumplimiento sin saberlo de cierto consejo suyo: Hay que preservar la lentitud, llegar tarde a la moda, volví a sus páginas más de una década después  y si primero me había aguijoneado igual que  el enunciado de un teorema  el afán de atreverme por esa dinámica opresiva de sospechas, comunicaciones epistolares, palabras sugeridas, historial de posibles y no verificables delaciones que acompañan y van marcando  el ingreso de los personajes o de las presencias: Marcelo Maggi, Emilio Renzi –alter ego de Piglia-, Luciano Ossorio y la memoria de su abuelo Enrique Arocena,  a partir  uno del otro como en las muñecas rusas; en la siguiente y morosa relectura me ganó  un irrefrenable interés, más acorde en verdad con la oferta del género narrativo. Interés por su argumento  nada lineal ciertamente aunque con toques  incitantes de ajedrezada novela policial, género al que Respiración artificial  homenajea y del que saca buen partido, sin recurrir al sarcasmo o la caricatura de los Holmes, los Brown o los Augusto Dupin,  tal el caso de Isidro Parodi, aquel detective sedentario y antiguo dueño de una barbería del barrio Sur pergeñado por Borges y Bioy Casares.
                                                         Creí atar entonces los cabos que me habían quedado sueltos y advertir que la referencia al decimonónico gobierno autoritario de Juan Manuel de Rosas, pertrechado por espías y mazorqueros, cabía ser entendida como una alegoría de la dictadura de Videla con su correlato de desapariciones y miserable reparto de calcomanías subrayando que los argentinos éramos derechos y humanos.  En tanto que la relación de parentesco entre los protagonistas bien podría remitir a la fatalidad de otra estirpe: la del pueblo argentino en su cohesión o dispersión, condenado  quizá a siglos de recurrente tragedia y a cargar con ella sangre a sangre y sangre sobre sangre, rememorando el mito griego de los labdácidas.
                                                        No es Piglia no lo será tampoco para las futuras generaciones- un escritor fácil y cada obra de ficción suya ofrece varios niveles de interpretación, algo que motiva a entrar en sus páginas con intención de develamiento y asumida actitud clarividente y rapdomante. Claro que a menudo uno de esos posibles niveles de comprensión, corresponde a la crítica social y al notorio  rechazo al capitalismo; pues qué otra cosa que un repudio al monetarismo de los Chicago Boys puede representar el corolario casi sinfónico de Plata quemada” (1997), su novela “bandoleresca” construida a partir de un hecho policial  acaecido en 1965. De algún modo, también  aquí, “el interés de la narración se basa en los misterios del dinero y de su origen”, de forma parecida a lo que Arlt tramó en “El juguete rabioso” según dedujo el propio Piglia en un análisis de ese libro suscripto en 1973; una exégesis  que parece hallar sustento en la frase de Marx: “El dinero convierte en destino la vida de los hombres”.  Aunque todo ello acorde  con una posición de izquierda independiente de quien había sido tajante al expresar: “Nunca dejo que la política tenga incidencia directa en lo que escribo” y fue un sempiterno adversario estético del realismo estalinista y más de la propaganda ramplona de ciertos burócratas del partido comunista. (Hacia finales de los 60´ lamentó en  un fragmento de “Los diarios de Emilio Renzi”, que Andrés Rivera, aún miembro del PCA, juzgara de “aventurerismo” las acciones de los Tupamaros).                                               
                                                       Las ficciones de  Piglia se dan  la mano en ingenio, erudición y lucidez con sus obras de crítica literaria, como que el hermeneuta  de Borges y Arlt, de Macedonio Fernández y Witold Gombrowisz, de Manuel Puig, Rodolfo Walsh y Juan José Saer, lejos de simplificar con demagogia sus estilos, recursos  y mensajes,  se dio a echar luz sobre los universos de esos y de tantos otros creadores; por ejemplo Rig Lardner, Thomas Wolfe, William Faulkner, Francis Scott Fitzgerald, Nelson Algren, Truman Capote, John Updike y James Baldwin,  cuyos espacios  en las letras norteamericanas definió con precisión en los prólogos redactados en 1967 para acompañar sus cuentos  que se publicaron con el título Crónicas de Norteamérica en la serie de antologías que editaba Jorge Alvarez  y dirigía Pirí Lugones, en 1977 secuestrada por grupos de tareas y luego asesinada.  
                                        
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                                            Comencé admitiendo no sin pena que nunca lo conocí. Los once años y algunos meses de edad  que nos separaban,  significaron en los hechos que Piglia era joven cuando yo era niño o ingresaba en la adolescencia en tanto borroneaba mis primeros versos y me escabullía de las miradas de mis mayores con la revista Cristianismo y Revolución fundada por el ex seminarista Juan García Elorrio bajo el pulóver y guardaba viva en las retinas la imagen del sacerdote, sociólogo y guerrillero Camilo Torres muerto en las montañas de Colombia en 1966, para participar en las postrimerías de la dictadura de Onganía,  de reuniones políticas clandestinas del peronismo o de la proyección de “La hora de los hornos”, el film de Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino. (Piglia por su parte cuenta que concurrió también subrepticiamente, en enero de 1969, a un departamento en San Telmo en compañía de Dalmiro Sáenz, el muralista Ricardo Carpani, el dibujante Lorenzo Amengual y algunos otros amigos a la exhibición de esa película que juzgó estaba en la línea del agit-prop –agitación y propaganda- de la vanguardia rusa.)        .   
                                         Sin embargo ahora, al leer el segundo tomo de Los diarios de Emilio Renzi”, que lleva por subtítulo:  “Los años felices y corresponde  al período que va de 1968 a 1975 –acaba de aparecer el tercero: “Un día en la vida”, que comienza en 1976-, encuentro el dato que el 27 de junio de 1970  concurrió  al homenaje tributado en el cementerio de la Recoleta al cumplirse un año de la muerte del periodista  Emilio Jáuregui,  secretario general de la Federación Argentina de Trabajadores de Prensa (Fatpren) y militante de Vanguardia Comunista, organización próxima al maoísmo que editaba el periódico “No transar” y a la que también pertenecieron  otros intelectuales como Elías Semán desaparecido en El Vesubio en 1978 o el poeta Osvaldo Domingo Balbi secuestrado el mismo año. Sabido es que el  líder chino venía  teniendo  ascendencia entre quienes repudiaban el estalinismo y la burocracia soviética. Perón le decía el “Gran Mao” y le escribió una carta en julio de 1965 llamándolo Maestro Revolucionario; e intelectuales como el cuentista Bernardo Kordon  y el filósofo Carlos Astrada, que viajaron a China  y se entrevistaron con él,  se contaban entre sus admiradores locales, igual que un juvenil Piglia algo después y que Beatriz Sarlo, integrante ésta a mediados de los 70 del maoísta Partido Comunista Revolucionario, liderado por Otto Vargas. Ya en 1958 María Teresa León y Rafael Alberti habían dado a conocer aquí el libro de autoría de ambos “Sonríe China”, elogioso y propagandístico. Y sino la identificación ideológica, por de pronto cabía  el reconocimiento a la labor poética de Mao y se la difundía en el país.  Eduardo Squirru, por ejemplo,  que se desempeñó como funcionario diplomático junto al doctor José Arce cuando éste fue designado en 1945 primer embajador argentino en la República China,  firmó una nota preliminar al libro “Mao Tse Tung 20 poemas”, publicado en 1962 por Compañía Argentina de Editores.
                                        Emilio Jáuregui –sobrino del socialista conservador Federico Pinedo- había sido asesinado por la policía en 1969 en la intersección de las calles porteñas Anchorena y Tucumán -aunque Álvaro Abós en su libro “Al pie de la letra” sitúa el hecho en Tucumán y Larrea- mientras  repudiaba la visita de Nelson Rockefeller, el enviado del presidente  Richard Nixon. A su memoria  Juan Gelman escribió por entonces el poema Muerte de Emilio Jaúregui” y algo después Andrés Rivera lo evocó en “Ajuste de cuentas”.  

                                      Lo cierto es que, como ya lo comenté en el periódico Salta Libre,  compartimos con Piglia esa recalentada jornada invernal de la que  tengo vivo el recuerdo de los cócteles molotov que llameaban entre las tumbas y -como él anota- el ruido sordo de las bombas de gas lacrimógeno, la llanta de un coche que empezó a incendiarse. Sin duda sería también yo  uno de los que  mostraban   el rostro lloroso.” Y de los caminaban  “con aire sedicioso por las calles vacías esquivando a los policías, de acuerdo con la descripción de aquella reunión contestataria que obra en la página 196 del libro. No era mucha gente la congregada allí: un grupo de militantes entre los que alguien hoy sin rostro me indicó con voz clara que corriera hacia el peristilo porque la guardia de infantería avanzaba desde el fondo.  Pasaron 47 años de ese momento sobre el que habíamos guardado ambos parecidas vivencias. Aunque vale hacerme hoy la misma pregunta con la que se inicia Respiración artificial: ¿Hay una historia?”…  

(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa, reducido en algunos párrafos, el  12 de noviembre de 2017)                             

sábado, 11 de noviembre de 2017

PROLOGO AL LIBRO DE LAILA NEFFA DE DE LA PLAZA "POR SIEMPRE LA ROSA"

PRÓLOGO

                                                                   
                                                           Nacida montevideana de padres libaneses, católicos maronitas, y ciudadana argentina desde décadas atrás en inversa aventura terrestre, por esas vueltas del destino, que su colega y amiga la escritora Dora Isella Russell oriunda de Buenos Aires y afincada desde la niñez en la tierra de Artigas,  Laila Neffa de de la Plaza, es poeta, traductora de Gibrán Jalil Gibrán y otros autores fundamentales del país del cedro, aparte de finísima lectora de la mejor literatura universal, como lo demuestra su abultada y bien trajinada biblioteca.
                                                         Ella, representa, además, en sus altos años,  un nexo espiritual entre el presente de las letras y las artes  rioplatenses y el espíritu de grandes personalidades de la cultura uruguaya del siglo XX a las que trató y de las recibió estímulos cuando dio a conocer, ya en la adolescencia, sus primeros libros. Así  Juana de Ibarbourou, Emilio Frugoni,   Emilio Oribe,   Carlos Sabat Ercasty,  Joaquín Torres García, Edgardo Ubaldo Genta  y muy especialmente  su profesor en el Liceo Zorrilla, maestro y guía de siempre: Juan Carlos Sábat Pebet. 
                                              Bastaría que alguien  supiera, como tan bien sabe  hacerlo Laila, homenajear con  emocionado recuerdo esos nombres y otros más, tales el de Juan Zorrilla de San Martín o el de Jules Supervielle, para justificar una existencia y mostrarla enriquecida con los valores de la sensibilidad, la gratitud, la delicadeza y el ansia de conocimiento. Pero sobre celebrar tan trascendentes y resonantes figuras y labores, les viene dando razón  a los tempranos elogios que pronunciaron ellas a sus  creaciones dado el rico, profundo y consecuente itinerario lírico que transitó y transita. Un itinerario del que se hace ineludible la mención, junto a “Aís” (1951), elegiaca nostalgia en verso del hermano muerto en forma prematura, las tres entregas poéticas que ilustró el maestro Hermenegildo Sábat, cuyos títulos hacen referencia a la arquetípica rosa con su “círculo apretado” al decir de Leopoldo Marechal y su múltiple simbología:  “El ángel y la rosa” (1999), “El universo de la rosa” (2006) y ahora, en 2017, “Por siempre la rosa”.

                                                        
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                                             Como corresponde al dominio del  Arte más genuino, o sea el sugerente porque lo explícito es patrimonio de otras actividades humanas: así el periodismo con sus titulares y sus copetes, en las páginas de este último poemario se insinúa, y a media voz, entre imágenes que conforman alegorías y que sin sacudir inquietan,  la permanencia o mejor  la perseverancia en la belleza que representa la rosa. Laila Neffa, como Pedro Salinas en su poema “La rosa pura”, es decir, despojada, parece buscar “la que no tenga fecha”.  En consecuencia no describirá detallista y realista sus insalvables etapas hasta marchitarse, sino que intuye esperanzada y augural   su callado y recatado “siempre”. Un adverbio que habla aquí de la consumación  de su símbolo en un presente continuo de hermosura, al que se asoma la autora desde propias y angustiadas temporalidades, enarbolando  como banderas de afirmación y negación, la Eternidad y el Tiempo, esta platónica –en el Timeo- imagen móvil de aquélla.
                                             No por casualidad dos subtítulos del libro aluden a  Tiempos y a Testimonios de hoy, donde se hunden huellas de un empecinado afán por conjugar ambas dimensiones: “¡Ay, de la rosa blanca de mis cuitas,/ sola y fugaz, flameando entre los vientos!/ Ay, con su eterna luz de epifanía.”
                                           Romances, poemas breves y sonetos de estirpe clásica y otros de metro alejandrino y resonancia modernista a tono con su devoción por el oriental Julio Herrera y Reissig, nutren “Por siempre la rosa”. Y la forma de cada composición dice aquí del fondo, con lenguajes y mensajes  ajustados según el género. De esa manera  su verbo  directo y juguetón en las  estructuras estróficas octosilábicas: “Toda el agua cantarina/ que baja por entre piedras/ más grandes y más pequeñas,/ guarda una canción marina”, se hace más críptico, dramático, evocativo en ocasiones y emocionado sin transitar la sensiblería, en los sonetos: “El ayer apresado en esos muros/ nos vigila dolido y temeroso./ Un exiguo rosal trepa amoroso/ una turbia memoria, sin apuros.” Y muy en especial en los catorce versos del enternecido recordatorio al esposo, el embajador Guillermo de la Plaza a cinco años de su partida: “Hay memoria en los párpados perplejos/ como vuelos de aleves mariposas;/ y en los labios, que brillan sus airosas/ agujas entre lirios y azulejos./ Hay memoria en las manos como espejos/ y memoria guardada en tantas cosas/ y la fiel del silencio, como fosas,/ con voces redoblando, no tan lejos./ Hay memoria en la ausencia, y su destello/ remueve olas de vida por sí mismo,/ en la rueda sin puentes de la noria./ Y todas las memorias con su sello,/ las que el alma atesora en su egoísmo,/ regresan a su centro en tu memoria.” 

                                          Pruebas al canto, Laila Neffa, una eximia sonetista de  quien el académico Federico Peltzer elogió su “elocuencia digna de Quevedo”,  revalida en este libro sus títulos, con piezas de antología escandidas con un vocabulario rico pero sin pedantes cultismos. Vocabulario al que ha agregado algún acústico neologismo de su propia cosecha. Digamos entonces parafraseando a Wittgenstein, que si los límites del lenguaje no coinciden con los de su mundo de expresiva  sinceridad, Laila Neffa de de la Plaza los atraviesa decidida a nombrar  adánicamente de nuevo las cosas.
                                           
                                          
CARLOS MARÍA ROMERO SOSA, Buenos Aires, 9 de agosto de 2017
Conmemoración de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (en el siglo Edith Stein)