Corresponde pedir perdón
por abusar de la autorreferencia. Hecho, digo que no conocí a Ricardo Piglia
(1941-2017). No tuve oportunidad de verlo nunca en este Buenos Aires de los
desencuentros y la superpoblación de seres aislados como en “La ciudad
ausente” de su
narración de 1992, de cuya adaptación escénica -también por él compuesta-
resultó la ópera que con música de Gerardo Gandini se estrenó en el Teatro
Colón en octubre de 1995.
Llegué incluso algo retrasado a sus libros y la primera aproximación a la novela “Respiración
artificial”, publicada con gran suceso en 1980 fue ya después de mis treinta
años. En cumplimiento sin saberlo de cierto consejo suyo: “Hay que
preservar la lentitud, llegar tarde a la moda”, volví a sus páginas más de
una década después y si primero me había
aguijoneado igual que el enunciado de un
teorema el afán de atreverme por esa
dinámica opresiva de sospechas, comunicaciones epistolares, palabras sugeridas,
historial de posibles y no verificables delaciones que acompañan y van marcando el ingreso de los personajes o de las
presencias: Marcelo Maggi, Emilio Renzi –alter ego de Piglia-, Luciano Ossorio y
la memoria de su abuelo Enrique Arocena, a partir
uno del otro como en las muñecas rusas; en la siguiente y morosa
relectura me ganó un irrefrenable
interés, más acorde en verdad con la oferta del género narrativo. Interés por
su argumento nada lineal ciertamente aunque
con toques incitantes de ajedrezada novela
policial, género al que “Respiración artificial” homenajea y del que saca buen partido, sin
recurrir al sarcasmo o la caricatura de los Holmes, los Brown o los Augusto
Dupin, tal el caso de Isidro Parodi, aquel
detective sedentario y antiguo dueño de una barbería del barrio Sur pergeñado
por Borges y Bioy Casares.
Creí atar entonces los cabos que me habían quedado sueltos y advertir
que la referencia al decimonónico gobierno autoritario de Juan Manuel de Rosas,
pertrechado por espías y mazorqueros, cabía ser entendida como una alegoría de
la dictadura de Videla con su correlato de desapariciones y miserable reparto
de calcomanías subrayando que los argentinos éramos derechos y humanos. En tanto que la relación de parentesco entre
los protagonistas bien podría remitir a la fatalidad de otra estirpe: la del
pueblo argentino en su cohesión o dispersión, condenado quizá a siglos de recurrente tragedia y a
cargar con ella sangre a sangre y sangre sobre sangre, rememorando el mito griego
de los labdácidas.
No es Piglia –no lo será tampoco para las futuras generaciones- un escritor fácil y
cada obra de ficción suya ofrece varios niveles de interpretación, algo que
motiva a entrar en sus páginas con intención de develamiento y asumida actitud
clarividente y rapdomante. Claro que a menudo uno de esos posibles niveles de
comprensión, corresponde a la crítica social y al notorio rechazo al capitalismo; pues qué otra cosa
que un repudio al monetarismo de los Chicago Boys puede representar el
corolario casi sinfónico de “Plata quemada” (1997), su novela “bandoleresca”
construida a partir de un hecho policial
acaecido en 1965. De algún modo, también
aquí, “el interés de la narración se basa en los misterios del
dinero y de su origen”, de forma parecida a lo que Arlt tramó en “El
juguete rabioso” según dedujo el propio Piglia en un análisis de ese libro suscripto
en 1973; una exégesis que parece hallar
sustento en la frase de Marx: “El dinero convierte en destino la vida de los
hombres”. Aunque todo ello acorde con una posición de izquierda independiente de
quien había sido tajante al expresar: “Nunca dejo que la política tenga incidencia
directa en lo que escribo” y fue un sempiterno adversario estético del
realismo estalinista y más de la propaganda ramplona de ciertos burócratas del
partido comunista. (Hacia finales de los 60´ lamentó en un fragmento de “Los diarios de Emilio Renzi”,
que Andrés Rivera, aún miembro del PCA, juzgara de “aventurerismo” las acciones
de los Tupamaros).
Las ficciones de Piglia se
dan la mano en ingenio, erudición y
lucidez con sus obras de crítica literaria, como que el hermeneuta de Borges y Arlt, de Macedonio Fernández y Witold
Gombrowisz, de Manuel Puig, Rodolfo Walsh y Juan José Saer, lejos de
simplificar con demagogia sus estilos, recursos
y mensajes, se dio a echar luz
sobre los universos de esos y de tantos otros creadores; por ejemplo Rig
Lardner, Thomas Wolfe, William Faulkner, Francis Scott Fitzgerald, Nelson
Algren, Truman Capote, John Updike y James Baldwin, cuyos espacios en las letras norteamericanas definió con
precisión en los prólogos redactados en 1967 para acompañar sus cuentos que se publicaron con el título “Crónicas de
Norteamérica” en la serie de antologías que editaba Jorge Alvarez y dirigía Pirí Lugones, en 1977 secuestrada por
grupos de tareas y luego asesinada.
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Comencé admitiendo no sin pena que nunca lo conocí. Los once años y
algunos meses de edad que nos
separaban, significaron en los hechos
que Piglia era joven cuando yo era niño o ingresaba en la adolescencia en tanto
borroneaba mis primeros versos y me escabullía de las miradas de mis mayores con
la revista “Cristianismo y Revolución” fundada por el ex seminarista Juan García Elorrio bajo
el pulóver y guardaba viva en las retinas la imagen del sacerdote, sociólogo y guerrillero
Camilo Torres muerto en las montañas de Colombia en 1966, para participar en
las postrimerías de la dictadura de Onganía,
de reuniones políticas clandestinas del peronismo o de la proyección de
“La hora de los hornos”, el film de Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino.
(Piglia por su parte cuenta que concurrió también subrepticiamente, en enero de
1969, a
un departamento en San Telmo en compañía de Dalmiro Sáenz, el muralista Ricardo
Carpani, el dibujante Lorenzo Amengual y algunos otros amigos a la exhibición
de esa película que juzgó estaba en la línea del agit-prop –agitación y
propaganda- de la vanguardia rusa.) .
Sin embargo ahora, al leer el segundo tomo de “Los diarios de
Emilio Renzi”, que lleva por subtítulo: “Los
años felices”
y
corresponde al período que va de 1968 a 1975 –acaba de
aparecer el tercero: “Un día en la vida”, que comienza en 1976-, encuentro el
dato que el 27 de junio de 1970
concurrió al homenaje tributado
en el cementerio de la
Recoleta al cumplirse un año de la muerte del periodista Emilio Jáuregui, secretario general de la Federación Argentina
de Trabajadores de Prensa (Fatpren) y militante de Vanguardia Comunista, organización
próxima al maoísmo que editaba el periódico “No transar” y a la que también
pertenecieron otros intelectuales como Elías
Semán desaparecido en El Vesubio en 1978 o el poeta Osvaldo Domingo Balbi
secuestrado el mismo año. Sabido es que el
líder chino venía teniendo ascendencia entre quienes repudiaban el
estalinismo y la burocracia soviética. Perón le decía el “Gran Mao” y le
escribió una carta en julio de 1965 llamándolo Maestro Revolucionario; e
intelectuales como el cuentista Bernardo Kordon
y el filósofo Carlos Astrada, que viajaron a China y se entrevistaron con él, se contaban entre sus admiradores locales,
igual que un juvenil Piglia algo después y que Beatriz Sarlo, integrante ésta a
mediados de los 70 del maoísta Partido Comunista Revolucionario, liderado por
Otto Vargas. Ya en 1958 María Teresa León y Rafael Alberti habían dado a
conocer aquí el libro de autoría de ambos “Sonríe China”, elogioso y
propagandístico. Y sino la identificación ideológica, por de pronto cabía el reconocimiento a la labor poética de Mao y
se la difundía en el país. Eduardo
Squirru, por ejemplo, que se desempeñó
como funcionario diplomático junto al doctor José Arce cuando éste fue
designado en 1945 primer embajador argentino en la República China , firmó una nota preliminar al libro “Mao Tse
Tung 20 poemas”, publicado en 1962 por Compañía Argentina de Editores.
Emilio Jáuregui
–sobrino del socialista conservador Federico Pinedo- había sido asesinado por
la policía en 1969 en la intersección de las calles porteñas Anchorena y Tucumán
-aunque Álvaro Abós en su libro “Al pie de la letra” sitúa el hecho en Tucumán
y Larrea- mientras repudiaba la visita
de Nelson Rockefeller, el enviado del presidente Richard Nixon. A su memoria Juan Gelman escribió por entonces el poema “Muerte de
Emilio Jaúregui” y algo después Andrés Rivera lo evocó en “Ajuste de cuentas”.
Lo cierto
es que, como ya lo comenté en el periódico Salta Libre, compartimos con Piglia esa recalentada jornada
invernal de la que tengo vivo el recuerdo
de los cócteles molotov que llameaban entre las tumbas y -como él anota- “el ruido sordo
de las bombas de gas lacrimógeno, la llanta de un coche que empezó a
incendiarse.” Sin duda sería también yo uno de los que mostraban
“el rostro
lloroso.” Y de los caminaban “con aire
sedicioso por las calles vacías esquivando a los policías”, de acuerdo
con la descripción de aquella reunión contestataria que obra en la página 196
del libro. No era mucha gente la congregada allí: un grupo de militantes entre
los que alguien hoy sin rostro me indicó con voz clara que corriera hacia el
peristilo porque la guardia de infantería avanzaba desde el fondo. Pasaron 47 años de ese momento sobre el que
habíamos guardado ambos parecidas vivencias. Aunque vale hacerme hoy la misma
pregunta con la que se inicia “Respiración artificial”: “¿Hay una historia?”…
(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa, reducido en algunos párrafos, el 12 de noviembre de 2017)