“Poesía y pasión política -aun
alta y pura poesía, aun pasión política convertida en acción militante- no son
repugnantes entre sí; al contrario, la unión
entre una y otra suele darse con frecuencia en almas superiores”,
escribió en La Prensa el 13 de octubre de 1957 Roberto F.
Giusti, en un extenso y elogioso
artículo crítico sobre el libro “Sonetos míos” del uruguayo Emilio Frugoni
(1880-1969), escritor, docente universitario, jurista, político, parlamentario,
diplomático y antiguo colaborador del diario. Y si de espíritus superiores se trata, bien podría trazarse un paralelo entre el
fundador y afiliado número 1 al Partido
Socialista del país hermano y nuestro
Mario Bravo, sólo dos años menor que aquél y también legislador nacional por el
socialismo, al tiempo que estudioso y promotor del desarrollo del Derecho
Laboral en el país, cuya bibliografía enriqueció en forma simultanea al dictado
de la materia en la Universidad Nacional
de Montevideo por parte de Frugoni. Poeta lírico Mario Bravo, de refinado
acento y tono modernista como lo
revelan sus libros “Poemas del
campo y de la montaña”, “Canciones y poemas” y “Canciones de la soledad”, el dejo de romanticismo y cierto aire
nostálgico y bohemio que exhalan sus composiciones, también pueden
identificarse con las dictadas por el temperamento estético de Frugoni, creador de “Los himnos”, “De lo más hondo”
-que prologó José Enrique Rodó-, o los “Poemas montevideanos”: “Con cuánto amor te canto, Montevideo,/ a
pesar de lo amargo que haces mi vida. Eres en mi existencia llaga y recreo;/
herida y venda y bálsamo de mi herida.”
Por lo demás tan admirador y amigo de Rubén Darío era el tucumano como
lo fue el montevideano, de quien su nombre aparece junto al autor de Azul en un
número correspondiente a 1907 de la revista La Nueva Atlántida.
Los paralelismos continúan si se piensa que en ambos artistas y hombres
públicos repercutió de manera singular la Revolución Rusa y
propiamente en algún momento el interés por la realidad de la URSS. Así Bravo
pronunció en 1919 en la
Facultad de Derecho de la UBA , una conferencia sobre “La Revolución Rusa y
la constitución de la
República Socialista Federativa de los Soviets”, tan elogiosa para la instauración de los
Soviets y la participación en ellos de las masas como crítica a la implantación
de la dictadura del proletariado.
Frugoni, por su parte, décadas
más tarde, tuvo oportunidad de conocer sobre el terreno el funcionamiento del
país comunista y sus instituciones al ser designado ministro plenipotenciario
del Uruguay en Rusia durante los años finales de la Segunda Guerra
Mundial. Al regreso, en un libro de 476 páginas titulado: “La Esfinge Roja.
Memorial de un aprendiz de diplomático
en la Unión
Soviética ” -que editó Claridad en 1948-, narró las experiencias y mostró
desde el comienzo admiración por el Ejército Rojo que se batía contra el
nazifascismo. Igualmente emana del texto la solidaridad con el pueblo humilde
que entre privaciones proveía de soldados –sus hijos- a los frentes. Inspirado
en su ética humanitaria propuso
entonces, sin hallar mayor eco entre los colegas, restringir el boato de las fiestas de la
diplomacia y donar esos ahorros para un fondo de guerra y de ayuda a los necesitados.
“Una recepción, una fiesta diplomática en
Moscú –me decía un distinguido embajador europeo- se reduce siempre a un gran
bufet”, anotó con desagrado.
Frugoni, en consonancia con
el ideario expuesto en la obra de Carlos Sánchez Viamonte: “Democracia y
socialismo”, otro de sus compañeros de
ideales en esta ribera del Plata donde el uruguayo se exilió durante la
dictadura de Gabriel Terra –a Sánchez Viamonte le prologó el volumen “Ley
marcial y estado de sitio en el derecho argentino”-, hizo profesión de fe sobre
que la democracia republicana habrá de perfeccionarse con la asimilación de las
ideas fuerzas del socialismo, no pudiendo admitir que en nombre de éste se
clausurara la única forma de gobierno capaz de tutelar las garantías
individuales. De allí que arribó a Moscú dispuesto a ver y asimilar otra
realidad, ajeno a prejuicios ideológicos reaccionarios aunque firme en aquellas
convicciones. Lo que no obstó para brindar su elogio a los avances gubernamentales
en el reconocimiento de la condición femenina, en contraste “con lo que era la mujer rusa de los tiempos del zar”. De igual
modo aplaudió el Plan Quinquenal
Soviético y de paso mostró interés
porque en Uruguay se planificara también
la producción y la economía, “siguiendo
un camino en el que mucho podríamos aprender de la experiencia rusa”. Pero desde la perspectiva del liberalismo
político –no económico- en el que se formó y abrevó siempre, repudió las formas autoritarias del
estalinismo -pese a que aún no había noticias claras sobre los Gulag y se
ignoraba el Holodomor ucraniano - y el obsesivo culto a la personalidad
que rodeaba al dictador, amplificado en
los versos de la “Canción a Stalin” de Nicolás Guillén o la Oda de Pablo Neruda. Por eso,
lejos de idealizar ninguna autocracia,
ni la zarista ni la instaurada en nombre del colectivismo, cuando le
tocó abandonar su destino diplomático para regresar a la patria, pudo escribir
la “Esfinge Roja” sin verter en ella el
desengaño que muestran las páginas de “Regreso de la URSS ” de André Gide, otrora
defensor del sistema y en 1936 dolido por el devenir de una revolución
traicionada. Tampoco estaba a su alcance
denunciar como lo hizo el general español republicano Valentín González
“El Campesino” en los capítulos de “Vida y muerte en la URSS ”, las purgas contra los
disidentes trotskistas y anarquistas y la propia aventura del “Campesino” de escapar
de la NKVD de
Lavrenti Beria. Aunque Frugoni subrayó sin titubeos en los renglones finales
del libro: “La democracia política -que allí no existe-, es la policía de todos
los derechos humanos. Sin ella, la justicia social o económica es una dádiva
que sólo depende de quien la otorga”.
Meditado ensayo político y sociológico a la vez que anecdotario ameno de viaje, con apuntes de
hechos significativos como su encuentro en Moscú con el general De Gaulle o su
participación en calidad de invitado
extranjero en una función celebrada en el Gran Teatro en honor de los
británicos Churchill y Eden, la obra explora y retrata desde los grandes
desfiles en la Plaza Roja
hasta el fútbol y el desarrollarse de la vida cotidiana. Se detiene en la
descripción de la arquitectura moscovita,
muestra admiración por el trazado
del metro, se interna en temas económicos, ausculta la condición de los ancianos y los niños y ve la
existencia en proporciones mínimas –lo
subraya- de mendigos en las calles: “Pero
hay mendigos”, debe admitir. Especial atención se da a los temas atinentes a la educación
pública, la cultura, los libros, las bibliotecas y el periodismo: “No se ve tanta gente como en otras
ciudades leyendo diario, lo cual se
debe, sin duda, a que la prensa soviética cotidiana es muy pobre en material”.
Y concluye Frugoni refiriendo que había enviado y fue publicada en Pravda una
carta suya aclaratoria de la posición oficial uruguaya contraria por sentido
filosófico a la pena de muerte, incluso para los criminales nazis juzgados en Núremberg.
No tiene desperdicio el capítulo dedicado a estudiar la tradición religiosa
rusa revitalizada con motivo de la guerra: “Domingo
–de dominicus dies, día del Señor- en ruso se dice Boscrecenie, que se traduce
por Resurrección. Pues bien, en la Unión Soviética , Boscrecenie, el día de la Resurrección , ha
resucitado.(…) ´La conciliación del materialismo con el dogmatismo religioso
–comenta Plejanov- sorprendería mucho a
un francés del siglo XVIII, pero en Inglaterra no extraña a nadie.´
Probablemente en la URSS
y en la misma Rusia se hallan también ahora quienes no se extrañen de esa
conjunción.” Jugado por la
emancipación de todo dogmatismo y agnóstico en materia religiosa, no dejó de
intuir sin embargo con espíritu amplio que: “En un estado superior de la cultura humana, el misticismo esencial de
un pueblo puede ser un aire del alma en que se enciendan fervores de idealidad, no exentos de la vocación del
misterio (el futuro, por ejemplo, será siempre enigmático hasta para los
marxistas, y quien mire al futuro, aunque no mire a Dios, mira al misterio).”
El fervoroso soñador e impulsor de
sociedades abiertas y justas mal podía aprobar prácticas totalitarias y
represivas: “Insisto en que el ciudadano
soviético es un súbdito de la policía, el cual vive bajo permanente vigilancia
e inquisición”; y eso más allá de
reconocer que en Rusia nunca hubo libertad para las decenas de millones de excluidos
del régimen anterior.
Sabido es que en la
Argentina José Ingenieros,
Enrique Del Valle Iberlucea, Alfredo Palacios -“Los revolucionarios han vencido al caos y la miseria”, escribió elogiosamente
en 1921 en su obra “La
Revolución Rusa ”-, Mario Bravo, Roberto F. Giusti, Augusto
Bunge, el escritor anarquista Alberto Ghiraldo y hasta el mismísimo Jorge Luis
Borges, juzgaron como un momento de progreso de la humanidad el ocaso del
zarismo. Otro tanto hizo Emilio Frugoni
treinta años antes de dar a conocer sus experiencias en “La Esfinge Roja ”. Pero si los intelectuales argentinos mencionadas
dieron su apoyo a la Revolución de Octubre, él, marxista
no leninista y próximo a las tesis del alemán Eduard Bernstein en cuanto a las
posibilidades del reformismo fruto de la acción parlamentaria, creyó entonces y
después, tal como surge de su ensayo “Génesis, esencia y fundamentos del
socialismo”, en la evolución transformadora sin violencias de la sociedad; de
allí su controversia con el dirigente y futuro legislador comunista Eugenio
Gómez. En consecuencia se sintió más próximo a la Revolución de Febrero
de 1917 y a la posición del socialrevolucionario Kerenski, que a la gesta maximalista de octubre
de ese año a la que cantaría Borges.
(Carlos
María Romero Sosa, se publicó en La
Prensa , el domingo 31 de diciembre de 2017)
Fragmento de una carta del doctor Emilio Frugoni a la escritora uruguaya, nacionalizada argentina, Laila Neffa de de la Plaza.