Si en las clases de lengua y
literatura de los primeros años del bachillerato, me hubieran enseñado que las matemáticas y las letras no son antagónicas; y hasta mencionado
ejemplos al respecto, como el del colombiano Jorge Isaacs, que era
ingeniero; el de nuestro Ernesto Sábato, doctor en física; o el del chileno
Nicanor Parra, que se dedicó con paralelo ahínco tanto a la docencia e investigación de
las ciencias exactas, como a la poesía y
a las traducciones de Shakespeare y otros genios del idioma inglés, sin duda
hubiera mirado yo con simpatía la aritmética y la geometría, tan mal enfocadas desde
el punto de vista pedagógico en mis lejanos tiempos de estudiante secundario. Traigo
esto a cuento, porque fue uno de los primeros sentimientos que me asaltó al
enterarme de la muerte del inventor de la “antipoesía”
y recordar que el “futuro poeta de
Chile”, según el augurio de Gabriela Mistral en 1938, luego de la
publicación del primer libro de Nicanor:
“Cancionero sin nombre”, estudió hasta
graduarse matemáticas, física y mecánica y enseñó esas disciplinas durante
décadas: “Soy profesor de un liceo
obscuro,/ He perdido la voz haciendo clases, (Después de todo o nada/ Hago
cuarenta horas semanales”)
Quizá uno de los argentinos
que más lo frecuentó fue el escritor Roberto
Alifano, tan vinculado a Borges. Asiduo
visitante a la casa de Las Cruces, frente
al Pacífico, a su generosa intermediación debo un dibujo que el sin par creador oriundo de la
región del Bío Bío me dedicó, hace casi dos
décadas y el que conservo enmarcado. Ese boceto con el que ilustré la tapa
de mi poemario “Otrosi Digo” en 2008, luce en la característica caligrafía de Parra la leyenda final: “El Siglo XX y yo nos
estamos muriendo”. Por fortuna para él y para el Arte y la Cultura en general, erró
en el vaticinio ya que traspasó con holgura el siglo XXI.
Como prestigio y popularidad no son sinónimos, gozó siempre por sobre
todo de lo primero. En lo segundo le ganaba su hermana Violeta: “Y, para colmo, hermano de Violeta”,
repite el leitmotiv de las estrofas en
metro endecasílabo dedicadas por Joaquín
Sabina al ganador en 2011 del Premio Cervantes. Fue así hasta que, precisamente su longevidad,
resultó dar más motivo a los comentarios periodísticos que su literatura. (Otro tanto ocurrió aquí
con el cordobés universal Juan Filloy, que tan antiacadémico como él, llegó a
las puertas de los 106 años).
Tal vez afloraron a su alrededor resquemores y sectarismos políticos, ya que su biografía muestra que el compromiso ideológico
no fue lo más gravitante en su existencia: “Políticamente,
éramos, en general, apolíticos; más exactamente izquierdistas no militantes (…)
Yo me inclinaba por la filosofía oriental”, memoró sobre la Generación del 38 a la que pertenecía. Por de
pronto el compromiso era menor que el
de Violeta, próxima al Partido
Comunista; y por cierto que el de sus contemporáneos Pablo Neruda y Gonzalo Rojas. O del bastante
mayor en edad Pablo de Rokha que publicó en 1950 “Funeral por los héroes y
mártires de Corea”, un año antes de aparecer
los “antipoemas” en los Anales de la Universidad de Chile
con un estudio preliminar de Enrique Lihn; anticipo del libro “Poemas y
antipoemas” de 1954. Sin embargo, el después crítico del pinochetismo por el
atajo de las humoradas en “Chistes para
desorientar a la policía/poesía”, en
septiembre de 2010 con noventa y seis
años, se sumó a una huelga de hambre en respaldo
a los presos políticos mapuches. Y bien se enmarca esa actitud del humanista lector
de la Biblia y
atento también a la ecología, con su historial solidario. Ya en la muy anterior
composición “Los vicios del mundo moderno”, escribió contra: “Las discriminaciones raciales,/ El exterminio
de los pieles rojas,/ Los trucos de la
alta banca,/ La catástrofe de los ancianos,/ El comercio clandestino de blancas
realizado por sodomitas internacionales.”
¿Por
qué lo de “antipoemas”? Se ha teorizado
que han de serlo menos por sentido de oposición al arte de Erato, que por
significar una anticipación, un ir delante de la Poesía como el antifaz que
se antepone al rostro. En suma, de adelantarle a ella nuevas posibilidades expresivas, lo hizo con versos nada
abstractos sin hiperrealismo, vitales lejos del agobio existencial, escandidos extremando
el registro estético sin caer en el mal gusto, de rotundidad aforística o
incluso de greguería ramoniana por la metáfora más el humor que los caracterizan.
Versos desprejuiciados, irónicos y, al
subrayar de Harold Bloom, redactor del
prefacio de sus Obras Completas editadas por Galaxia Gutemberg: concebidos en
los límites de la ironía. Versos referenciados
a lo cotidiano equilibradamente despejados de prosaísmo por chispazos líricos
sin desbordes románticos ni adjetivos que “si
no dan vida, matan”, como enseñó su compatriota Vicente Huidobro. Por
cierto que los animan el imperativo
adánico de renombrar lo existente, sin juegos lingüísticos: “El poeta no cumple su palabra/ Si no cambia
el nombre de las cosas.” A veces el
autor se sintió arrastrado en la confusión babélica: ¿Quién hizo esta mezcolanza?; y –el que advierte no traiciona- se proclamó mendaz: “Yo digo una cosa por otra.”
Cronometró del poema
el tiempo correspondiente al encuentro de
la conciencia y el inconsciente, del
intelecto y el sentimiento, del recuerdo y la desmemoria. Así, aferrado para evitar el vértigo del abismo a los
objetos y los hechos que lo circundaban, confesó: “Me dediqué a dormir;/ Pero las escenas vividas en épocas anteriores se
hacían presentes en mi memoria”. ¿Habrá
de ser que sus versos tan ajenos a la solemnidad, suelen
iniciarse con letra mayúscula para
significar que cada uno de ellos oficia como una proposición autónoma y
articulada con el contexto de la estrofa
y el mundo? Eso sí: suelen ser versos de
overol con manchas de trabajo y “acción a distancia”, a los que rehusó
vestir con lujo esteticista ni evasivo ensueño. Y ello sin haber descuidado en
la juventud los latidos del corazón enamorado y pruebas al canto el antológico
“Es olvido”, con ecos modernistas y resuelto con el impactante -y oportuno-
recurso del hipérbaton: “Juro que no
recuerdo ni su nombre,/ más moriré llamándola María,/ No por simple capricho de
poeta:/ Por su aspecto de plaza de provincia./ ¡Tiempos aquellos!, yo un
espantapájaros,/ Ella una joven pálida y sombría/ Al volver una tarde del
Liceo,/ supe de la su muerte inmerecida,/ Nueva que me causó tal desengaño/ que
derramé una lágrima al oírla.”
Sin embargo y más allá de que se mantuvo ajeno a un idealismo filosófico
a lo Borges, al surrealismo y al onerismo,
al leer su producción, bien puede imaginarse a Nicanor Parra coincidiendo con Macedonio Fernández –una de sus admiraciones
de este lado de la
Cordillera, otra era José Hernández- en la experiencia que no
todo es vigilia la de los ojos abiertos.
(Carlos
María Romero Sosa, se publicó en la Revista
Con Nuestra América, el 17 de febrero de 2018)