lunes, 30 de abril de 2018

NUEVO APORTE SOBRE PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA

        Vargas Llosa  en un artículo de reciente publicación, señaló que  los malos, por lo general, son los personajes más interesantes y atractivos de la literatura. Se refería a la ficción; aunque cabe convenir que también los autores llamados malditos suelen dar  tanto o más motivo de análisis de comentaristas y de  interés entre los lectores que el resto. Será por eso que en tiempos de moralidad líquida y escépticas posverdades, reconforta comprobar que  tanto aquí donde vivió, creo, enseñó y murió,  como igualmente en su patria de origen,  el dominicano universal Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) sigue inspirando devociones traducidas en libros que rescatan además de su genio literario y alto magisterio cultural sobre generaciones, sus acendrados principios morales. Sucede que Don Pedro fue alguien ético por excelencia, que rompiendo con todo prejuicio “culturoso” y ajeno a toda soberbia intelectual, expresó sin titubear: “El ideal de la justicia está antes que el ideal de la cultura”; y que: “La bondad vale más que la verdad. Aunque en el cielo de las ideas puras, manen de la misma fuente”. 
                                                  
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    En el último cuarto de siglo aparecieron: “Pedro Henríquez Ureña y la Argentina” (1994) de Pedro Luis Barcia, “Pedro Henríquez Ureña y su tiempo” (1997) de Enrique Zuleta Alvarez, “Pasión por América. Ensayos sobre Pedro Henríquez Ureña” (2001), de Carlos Piñeiro Iñiguez, por citar tres obras de autores argentinos; sin tampoco olvidar “Pedro Henríquez Ureña”. Apuntes para una biografía” (México, 1994) debido a  su hija nacida porteña en 1926: Sonia Henríquez Ureña de Hlito. Y en cuanto a las indagaciones sobre el impar humanista llevadas a cabo por parte de sus compatriotas quisqueyanos, semanas atrás llegó a mis manos un libro de excepción: “Pedro Henríquez Ureña. Esbozo de su vida y de su obra” (2016). Su autor: Jorge Tena Reyes (1927), es un abogado, historiador, profesor universitario jubilado, académico y  bajo sucesivas presidencias de Joaquín Balaguer, Subsecretario de Estado, Encargado de Asuntos Culturales de la Secretaría de Educación, Bellas Artes y Cultos del país antillano. Quien fuera su alumno de historia dominicana en la Facultad de Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional Pedro Enríquez Ureña en los años setenta de la pasada centuria: el ensayista, crítico,  poeta y  ex Ministro de Cultura, licenciado José Rafael Lantigua -a cuya gentileza  debo el obsequio recibido por vía postal de esta obra de casi seiscientas páginas-,  ha insistido en una nota crítica que le dedicó no bien aparecida, en edición oficial de la antedicha Universidad, sobre la manifiesta preparación histórica del autor y su  sentido didáctico para hacer atractivo a la juventud el arte de Clío. Asimismo destacó el fervor que demostró siempre por Don Pedro.
      Con tenacidad inquebrantable y con  irreprochable  severidad intelectual, el doctor Tena Reyes trabajó en silencio durante más de tres décadas hasta plasmar sus investigaciones en los dieciséis extensos  capítulos del volumen. A ellos hay que sumar las más de sesenta páginas finales con eruditas referencias bibliográficas activas (de la autoría de PHU) y pasivas (sobre él), constitutivas de una  imprescindible  guía para investigadores en la materia.
                                                  

INVESTIGACIONES Y HERMENÉUTICA

      De la República Dominicana cabe puntualizar una circunstancia distintiva: el Padre de la Patria: Juan  Pablo Duarte, es un prócer civil en mucho digno de parangonarse con José Martí; y como otro prócer civil, así reconocido en la Tierra Primada de América es Don Pedro,  a punto tal que sus restos mortales descansan desde 1981 en el Panteón de la Patria en Santo Domingo. A esos nombres podría sumarse el del pedagogo puertorriqueño Eugenio María de Hostos, suerte de Sarmiento de aquellas latitudes, impulsor de la instrucción pública dominicana y pensador de  ideario positivista e ímpetu  modernizador.
      En el comienzo del libro hay una pregunta sobre las causas del anómalo devenir histórico dominicano, donde el biografiado y otros creadores que lo antecedieron generacionalmente -los poetas Emilio Prud´Homme (autor de la letra del Himno Nacional), José Joaquín Pérez o Gastón Fernando Deligne- parecen ser algo así como las flores de un páramo arrasado desde tiempos inmemoriales por piratas británicos, la ocupación haitiana, la pobreza estructural, los vestigios del postesclavismo y las dictaduras sangrientas sucedáneas a su constitución como nación. Sin olvidarnos de las invasiones norteamericanas de 1916 a 1924 y la más reciente de 1965 a 1966, cuando tuvo lugar la gesta liderada por el coronel Francisco Caamaño y otros héroes antiimperialistas como el coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez muerto en una emboscada de los marines. El doctor Tena Reyes intenta dar respuesta apelando a sus propias meditaciones históricas y sociológicas, a la vez que echando mano de las  hermenéuticas  de compatriotas de valía, como Juan Isidro Jiménes Grullón o Emilio Rodríguez Demorizi. Muestra entonces varios de los  momentos significativos,  definitorios y que configuraron la sociedad dominicana en una crónica introductoria  que va desde el Descubrimiento por Cristóbal Colón, pasando por el paulatino desinterés que demostró  España por la isla La Española, por el monopolio en materia comercial que signó el vínculo de la metrópoli con su colonia -y con sus demás colonias en América-, hasta llegar a las postrimerías del siglo XIX y su ambiente precapitalista y atrasado: “Digo siempre a mis amigos que nací en el siglo XVII. En efecto, la ciudad antillana en que nací (Santo Domingo),  a finales del siglo XIX era una ciudad  de tipo colonial, los únicos progresos modernos  que conocía eran, en su mayor parte,  aquellos que ya habían nacido y se habían incubado en el siglo XVIII”, escribió Henríquez Ureña refiriéndose a los tiempos de su llegada al mundo en una casa capitaleña situada en la calle Luperón esquina Duarte.     
    A continuación Tena Reyes describe o mejor aún pinta con trazos finos,  los primeros  años  de vida de su biografiado, el superior linaje intelectual del que provenía en el hogar conformado por el  médico, abogado y escritor Francisco Hernández Carvajal, presidente de la República en 1916 -cuando la primera invasión norteamericana- y Salomé Ureña, poeta lírica a la que Menéndez Pelayo incluyó en 1893 en el segundo tomo de la “Antología de Poetas Hispanoamericanos”. Salomé Ureña fue educadora discípula  de Hostos y fundadora en 1881 del Instituto de Señoritas, primer centro femenino de enseñanza secundaria del país donde se formaron las iniciales promociones de maestras normales.
    Tampoco ha dejado de insistir en la influencia que ejerció sobre el desarrollo cultural del joven Pedro, su tío el escritor y pedagogo Federico Hernández y Carvajal, al que –anotemos- Martí dirigió el 25 de marzo de 1895, fecha coincidente con el Manifiesto de Montecristi, una carta  de despedida juzgada  como su testamento antillanista, comunicación epistolar recogida  en las Obras Completas del cubano.
                                                       
    Después desfilan por la obra, contextualizados, los momentos felices y los difíciles que constituyeron hitos de la biografía del develador de “La Utopía de América”; arrancando con los datos genealógicos que dan cuenta de los antepasados españoles, sefardíes y aborígenes que bullían en su sangre. Repasa la infancia junto a sus hermanos Francisco Noel: “Fran”, Maximiliano  y Camila. Cartografía los traslados familiares a Cabo Haitiano, Puerto Plata y más tarde  a Cuba. Enfoca y acerca la adolescencia, los estudios,  las iniciales  aproximaciones a las letras y los viajes y residencias en los Estados Unidos, España –Ramón Menédez Pidal prologó su ensayo: “La versificación irregular en la poesía castellana” en 1920- y sobre todo en el México posrevolucionario donde nació la amistad con Alfonso Reyes. También con Vicente Lombardo Toledano, político marxista, sindicalista y publicista que después fue su cuñado al contraer nupcias el dominicano con Isabel Lombardo Toledano; y con José Vasconcelos, el autor de “La raza cósmica”, Secretario de Instrucción Pública  del país azteca en cuya gestión tanto colaboró Henríquez Ureña.
      Alusión especial merecen las páginas destinadas a analizar y resaltar el vínculo del maestro con la República Argentina a la que  llegó por primera vez en 1922, acompañando una delegación mexicana presidida por Vasconcelos.  Regresó en 1924 para afincarse  al principio en La Plata y luego en la ciudad de Buenos Aires. Se hacen inevitables en esta parte del libro las menciones de  colegas y discípulos, así de Alejandro Korn, Francisco y José Luis Romero, Eugenio Pucciarelli,  Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Victoria Ocampo Rafael Alberto Arrieta, Carlos Sánchez Viamonte, Alfredo Palacios, Francisco Márquez Miranda, Ezequiel Martínez Estrada, Héctor Ripa Alberdi,  María Rosa y Raimundo Lida, Enrique Anderson Imbert, Arnaldo Orfila Reynal o de René Favaloro. Este último fue su alumno en el Colegio Nacional de La Plata  y en su madurez, entre cirugía y cirugía cardiovascular, se dio tiempo para escribir y publicar en su homenaje, en 1994, el libro “Don Pedro y la Educación”. (Debo agregar por mi parte que otro de sus orgullosos discípulos argentinos fue el historiador y escritor salteño Carlos Gregorio Romero Sosa, que registró en un poema juvenil cierto encuentro casual con el dominicano acontecido en el Parque Lezama en una tarde primaveral de 1940).
                                      


      Al llegar al párrafo final de “Pedro Henríquez Ureña. Esbozo de su vida y de su obra”, la comprobación de la búsqueda ex profeso del segundo plano y hasta del anonimato por parte de su autor se hace innegable. Casi no hay noticias suyas en las solapas y el propio término “Esbozo” del título habla de un recato poco común  en los ambientes académicos. “Si escribo yo su historia, descenderán de mí”, vaticinó en el poema “El espíritu puro”, uno de los más famosos de la lengua francesa,  el conde Alfredo de Vigny  cuando rastreaba las gestas de los antepasados. “Mutatis mutandis” sin duda a partir de este libro, el nombre de Jorge Tena Reyes  ha de ser inseparable ya para los estudiosos del de Pedro Henríquez Ureña. Y ello debido a la  fervorosa empatía demostrada con el maestro y traducida en un “boswelliano” seguimiento de sus días terrestres, así como al celo en la búsqueda y en la afanosa comprobación de cada dato presente en las páginas.

(CARLOS MARÍA ROMERO SOSA, se publicó en La Prensa, el 29 de abril de 2018)                                                            

domingo, 29 de abril de 2018

CARLOS MARX CONTRA "EL CÁLCULO EGOISTA"

                                                             
El 5 de mayo se cumple el bicentenario del nacimiento en  Tréveris -en el antiguo reino de Prusia- de Carlos Marx, un ineludible nombre entre los actores de  la era contemporánea. Devociones o rechazos aparte, en estos tiempos de deshumanizada especialización técnica y en el plano ético de compromisos líquidos con los principios y valores declamados por parte de la mayoría de la dirigencia a nivel planetario, asombra la fuerza  del pensador capaz de imaginar  un mundo distinto y mejor al que le tocó en suerte vivir, a tono con su espíritu dado a la febril actividad conspirativa desplegada para hacer posible su advenimiento.
                                                             Claro que en ese  Marx versátil, inquieto, múltiple en sus facetas de filósofo, sociólogo, economista, periodista, militante revolucionario, autor de poemas y hasta de una inconclusa novela en su juventud, cómo no encontrar contradicciones tanto en su vasta actividad de polígrafo cuanto también en ciertos rasgos de su personalidad traducidos en actitudes. Y advertir así que el severo filósofo de la economía política y revelador de las superestructuras culturales, jurídicas, religiosas e ideológicas sobrevivientes a las relaciones de producción,  llegó a definir su propia obra, en una carta dirigida a Engels, como una “totalidad estética”. También han contado  algunos de  sus biógrafos que al gran insurrecto social no le disgustaba y por el contrario le agradaba que su esposa, Jenny Berta Julie von Vestphalen con la que se casó en 1843, usara el título nobiliario de baronesa que le correspondía. Sin embargo, es difícil hablar con propiedad de contradicciones si a quien se las imputa había escrito en “La ideología alemana” –libro firmado junto con Engels- aquello de que “no es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia”; siendo que  particularmente la existencia suya no fue fácil –murió en 1883 a poco de enviudar- y debió afrontar  la pobreza, los numerosos exilios  y las persecuciones políticas y policiales.
                                                                 Hombre de síntesis integró los momentos de un racionalismo dieciochesco en retirada y del positivismo en parte optimista y en parte escéptico y lleno de hastío, a influjo de la mentalidad de su centuria implícita en el movimiento romántico y epidémica del “Mal du siècle” que describió  Chateaubriand.  Como genio que era, muchas veces apeló para fundamentar sus tesis a construcciones intelectuales ajenas haciéndolas ingresar en su propio sistema, a veces algo forzadamente y otras repensadas y expuestas a la medida de la homogeneidad -o no tanto para Althuser- de su propia construcción teórica con la mira puesta en la praxis, idea ésta en la que Giovanni Gentile –de tanta influencia en Gramsci- vio “la llave maestra” de su filosofía.  Y así supo integrar a su esquema  la dialéctica de Hegel, de la que sacó el mejor partido en su derivación materialista. Pero también el joven Marx de la caracterización de Althuser, había incorporado la crítica a la religión del hegeliano de izquierda Ludwig Feuerbach,  contra el que  publicó más tarde -en 1845- las “Tesis sobre Feuerbach”, obra donde en la tesis 11 figura la  famosa reconvención a los filósofos que “no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.  Y podría seguirse con su aplicado estudio del economista clásico inglés  David Ricardo, que  intentó por primera vez vincular los conceptos de valor y de trabajo, relación de la que se infiere la plusvalía. Y asimismo cabe mencionar su interés por Darwin y su teoría de la selección natural que Marx buscó adaptar al plano social,  suerte de darwinismo social en una vuelta de tuerca quizá nunca imaginada  por el naturalista inglés.
                                                          
                                                             Se ha pretendido instalar a Marx en un europeísmo sin grieta. Al respecto constituye una lectura de especial utilidad por los datos que aporta  y lo aclaratorio de las conclusiones, el libro de José Aricó, uno de los introductores con Héctor P. Agosti del pensamiento de  Gramsci en la Argentina: “Marx y América Latina” (Segunda edición, 1982). En cuanto a algún posible apresuramiento del autor de “El Capital”, por ejemplo en su defensa de la anexión de California a los Estados Unidos, podría entenderse en una inconsciente o no tanto visión común con su tan objetado Hegel que consideraba fuera de la historia al Continente Americano, donde como lo afirma en sus “Lecciones sobre la historia universal” con un determinismo geográfico que luego fue punto central en las exámenes  históricos y de la Historia del Arte del teórico del naturalismo Hipólito Taine: “La violencia de los elementos es demasiado grande para que el hombre pueda vencerlos en la lucha y adquirir poderío para afirmar su libertad espiritual frente al poder de la naturaleza”.
                                                    Por cierto la perspectiva debe orientar todo análisis retrospectivo y recién en el siglo XX, Antonio Gramsci instaló su reflexión –comenta Aricó- en una realidad que el autor italiano caracterizó como nacional y popular. No obstante será en verdad de lamentar que Marx, escribiendo a vuelapluma contra Simón Bolívar por ejemplo,  no haya enfocado su genio sobre América Latina  como sí lo hizo en 1881 con la situación de la Rusia zarista, en su famosa carta a la revolucionaria de Smolensk, fundadora del Grupo para la Emancipación del Trabajo,  Vera Zasulich.
                                                          Justamente por lo dicho merece reconocimiento la labor llevada a cabo para incorporar la realidad de  América  a su pensamiento, es decir reinterpretarlo a la luz de la historia de nuestro subdesarrollo estructural. Una tarea de la que Jorge Abelardo Ramos mucho antes de sus defecciones militaristas y menemistas, fue precursor con su obra “Marxismo para latinoamericanos” (1972). Allí trató de emancipar del mandarinato eurocéntrico, nuestras particularidades y expectativas de cambio:  “La grande Europa nos envió entre los variados productos de su ingenio, su mayor proeza intelectual: nos envió el pensamiento marxista. Pero lo recibimos como un producto terminado y así lo adoptamos, sin adaptarlo a nuestras particulares condiciones históricas y sociales. De ahí que sea necesario, en consecuencia, reconquistar el marxismo para los latinoamericanos.”

                                         Mientras tanto y a fuerza de fragmentar y desprestigiar al padre del socialismo científico, podrán  regodearse sus adversarios ante frases como las siguientes, ciertamente desafortunadas: “En América hemos presenciado la conquista de México, y nos hemos regocijado con ella. Se trata de un progreso el que un país que hasta ahora se ha visto envuelto exclusivamente en sus propios asuntos, perpetuamente escindido con guerras civiles y completamente entorpecido en su desarrollo, un país cuyo mejor prospecto había sido llegar a estar sujeto industrialmente a Gran Bretaña, sea puesto por la fuerza en el proceso histórico”.  
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                                                    Sólo que,  vigente más allá de sus errores, tan machacados por los ideólogos reaccionarios, y de la caída de los mitos  erigidos en su nombre, hay otro Marx: el de la Utopía y su insignia arriada hoy por el consumismo, la banalidad en materia cultural, la prensa canalla  y el neoliberalismo  alienante. Sobre todo cabe invocarlo así a los que vivimos los setenta y fuimos, desde la confesionalidad católica y la óptica de la Teología de la Liberación, acercándonos desde la fe en Cristo -en la que muchos perseveramos- a su pensamiento. Lo sazonamos con el indigenismo de Mariátegui, los escritos de Rosa Luxemburgo, la mística del sacerdote colombiano Camilo Torres Restrepo y el Che Guevara, las reinterpretaciones de la Escuela de Frankfurt, el maoísmo agrarista y un indefinido socialismo nacional que promovía Perón desde Madrid endulzando los oídos de la “juventud maravillosa”, antes que la triple A iniciara su exterminio que profundizó y culminó en el Proceso. Varios éramos los que entendíamos entonces, no sin alguna  ingenua tentación epistemológica, el marxismo como ciencia social. Algunos recordábamos que ya uno de sus  más severos críticos, el filósofo idealista y más tarde ministro del fascismo Gentile, había reconocido en 1899 en el autor de “El Capital” “el mejor Hegel” y descubierto al creador “de un materialismo que por ser histórico ya no es materialismo”, lo cual  tranquilizaba las conciencias espiritualistas forjadas en el dualismo cristiano.
                                                  A ese otro Marx, filósofo “de finura especulativa” para el mismo Gentile e inocente de los totalitarismos con los Gulag incluidos, la brutal censura estalinista, la burocracia del social imperialismo soviético, la torpe estética del realismo socialista, el dogmatismo y en la Argentina, la alianza de la dirigencia del Partido Comunista con los sectores conservadores contra el peronismo primero y después la ambigüedad del PCA frente al genocida Jorge Rafael Videla, llegué yo a través de la lectura de Rodolfo Mondolfo, insigne maestro que desparramó a manos llenas su sabiduría en el país al que vino escapando de las leyes raciales de Mussolini y era discípulo de Antonio Labriola quien lo fuera de Engels. Y a ese inconformista de espesa barba según la iconografía corriente, endiosado y maldecido durante tantas generaciones,  dediqué el siguiente -y reciente- soneto titulado “Carlos Marx”  que lleva como epígrafe aquella frase  del Manifiesto Comunista arrojada contra  “Las aguas heladas del cálculo egoísta”, expresión a un tiempo decisiva y poética.
                                                     Su texto es el siguiente: “La justicia era un árbol inclinado/ hacia un acuoso norte  decidido/ con indicante brújula en pecado/ y el cálculo egoísta en estampido./  Era árbol sin tutor, mal desplegado/ su ramaje estrujando cada nido;/ y sólo Aquel, tachado de bandido,/ lo intentó enderezar crucificado./ Hasta mediar el siglo diecinueve,/ cuando la realidad dictó otra lista/ de implacables tensiones y ardió en leña/ su tronco de atropellos en relieve,/ hachado con el filo en que se empeña,/ altivo el  Manifiesto Comunista.”

(CARLOS MARÍA ROMERO SOSA, se publicó en la revista Con Nuestra América
de San José de Costa Rica, el 28 de abril de 2018)