Vargas Llosa en un artículo de reciente
publicación, señaló que los malos, por
lo general, son los personajes más interesantes y atractivos de la literatura.
Se refería a la ficción; aunque cabe convenir que también los autores llamados
malditos suelen dar tanto o más motivo
de análisis de comentaristas y de interés entre los lectores que el resto. Será
por eso que en tiempos de moralidad líquida y escépticas posverdades, reconforta
comprobar que tanto aquí donde vivió,
creo, enseñó y murió, como igualmente en
su patria de origen, el dominicano
universal Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) sigue inspirando devociones
traducidas en libros que rescatan además de su genio literario y alto
magisterio cultural sobre generaciones, sus acendrados principios morales.
Sucede que Don Pedro fue alguien ético por excelencia, que rompiendo con todo
prejuicio “culturoso” y ajeno a toda soberbia intelectual, expresó sin
titubear: “El ideal de la justicia está antes que el ideal de la
cultura”; y que: “La bondad vale más que la verdad. Aunque en el cielo
de las ideas puras, manen de la misma fuente”.
*****
En
el último cuarto de siglo aparecieron: “Pedro Henríquez Ureña y la Argentina ” (1994) de
Pedro Luis Barcia, “Pedro Henríquez Ureña y su tiempo” (1997) de
Enrique Zuleta Alvarez, “Pasión por América. Ensayos sobre Pedro Henríquez
Ureña” (2001), de Carlos Piñeiro Iñiguez, por citar tres obras de autores
argentinos; sin tampoco olvidar “Pedro Henríquez Ureña”. Apuntes para una
biografía” (México, 1994) debido a su hija nacida porteña en 1926: Sonia
Henríquez Ureña de Hlito. Y en cuanto a las indagaciones sobre el impar
humanista llevadas a cabo por parte de sus compatriotas quisqueyanos, semanas
atrás llegó a mis manos un libro de excepción: “Pedro Henríquez Ureña.
Esbozo de su vida y de su obra” (2016). Su autor: Jorge Tena Reyes (1927), es
un abogado, historiador, profesor universitario jubilado, académico y bajo sucesivas presidencias de Joaquín
Balaguer, Subsecretario de Estado, Encargado de Asuntos Culturales de la Secretaría de
Educación, Bellas Artes y Cultos del país antillano. Quien fuera su alumno de
historia dominicana en la Facultad
de Ciencias de la Educación
en la Universidad
Nacional Pedro Enríquez Ureña en los años setenta de la
pasada centuria: el ensayista, crítico,
poeta y ex Ministro de Cultura,
licenciado José Rafael Lantigua -a cuya gentileza debo el obsequio recibido por vía postal de
esta obra de casi seiscientas páginas-,
ha insistido en una nota crítica que le dedicó no bien aparecida, en
edición oficial de la antedicha Universidad, sobre la manifiesta preparación
histórica del autor y su sentido
didáctico para hacer atractivo a la juventud el arte de Clío. Asimismo destacó
el fervor que demostró siempre por Don Pedro.
Con tenacidad inquebrantable y con
irreprochable severidad
intelectual, el doctor Tena Reyes trabajó en silencio durante más de tres
décadas hasta plasmar sus investigaciones en los dieciséis extensos capítulos del volumen. A ellos hay que sumar
las más de sesenta páginas finales con eruditas referencias bibliográficas
activas (de la autoría de PHU) y pasivas (sobre él), constitutivas de una imprescindible guía para investigadores en la materia.
INVESTIGACIONES Y HERMENÉUTICA
De la
República Dominicana cabe puntualizar una circunstancia
distintiva: el Padre de la
Patria : Juan Pablo
Duarte, es un prócer civil en mucho digno de parangonarse con José Martí; y
como otro prócer civil, así reconocido en la Tierra Primada de
América es Don Pedro, a punto tal que
sus restos mortales descansan desde 1981 en el Panteón de la Patria en Santo Domingo. A
esos nombres podría sumarse el del pedagogo puertorriqueño Eugenio María de
Hostos, suerte de Sarmiento de aquellas latitudes, impulsor de la instrucción
pública dominicana y pensador de ideario
positivista e ímpetu modernizador.
En el comienzo del libro hay una pregunta sobre las causas del anómalo
devenir histórico dominicano, donde el biografiado y otros creadores que lo
antecedieron generacionalmente -los poetas Emilio Prud´Homme (autor de la letra
del Himno Nacional), José Joaquín Pérez o Gastón Fernando Deligne- parecen ser
algo así como las flores de un páramo arrasado desde tiempos inmemoriales por
piratas británicos, la ocupación haitiana, la pobreza estructural, los vestigios
del postesclavismo y las dictaduras sangrientas sucedáneas a su constitución
como nación. Sin olvidarnos de las invasiones norteamericanas de 1916 a 1924 y la más
reciente de 1965 a
1966, cuando tuvo lugar la gesta liderada por el coronel Francisco Caamaño y
otros héroes antiimperialistas como el coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez
muerto en una emboscada de los marines. El doctor Tena Reyes intenta dar
respuesta apelando a sus propias meditaciones históricas y sociológicas, a la
vez que echando mano de las
hermenéuticas de compatriotas de
valía, como Juan Isidro Jiménes Grullón o Emilio Rodríguez Demorizi. Muestra
entonces varios de los momentos
significativos, definitorios y que
configuraron la sociedad dominicana en una crónica introductoria que va desde el Descubrimiento por Cristóbal
Colón, pasando por el paulatino desinterés que demostró España por la isla La Española , por el
monopolio en materia comercial que signó el vínculo de la metrópoli con su
colonia -y con sus demás colonias en América-, hasta llegar a las postrimerías
del siglo XIX y su ambiente precapitalista y atrasado: “Digo siempre a mis
amigos que nací en el siglo XVII. En efecto, la ciudad antillana en que nací
(Santo Domingo), a finales del siglo XIX
era una ciudad de tipo colonial, los únicos
progresos modernos que conocía eran, en
su mayor parte, aquellos que ya habían
nacido y se habían incubado en el siglo XVIII”, escribió Henríquez Ureña
refiriéndose a los tiempos de su llegada al mundo en una casa capitaleña
situada en la calle Luperón esquina Duarte.
A continuación Tena Reyes describe o mejor
aún pinta con trazos finos, los
primeros años de vida de su biografiado, el superior linaje
intelectual del que provenía en el hogar conformado por el médico, abogado y escritor Francisco
Hernández Carvajal, presidente de la República en 1916 -cuando la primera invasión
norteamericana- y Salomé Ureña, poeta lírica a la que Menéndez Pelayo incluyó
en 1893 en el segundo tomo de la “Antología de Poetas Hispanoamericanos”.
Salomé Ureña fue educadora discípula de
Hostos y fundadora en 1881 del Instituto de Señoritas, primer centro femenino
de enseñanza secundaria del país donde se formaron las iniciales promociones de
maestras normales.
Tampoco ha dejado de insistir en la influencia que ejerció sobre el
desarrollo cultural del joven Pedro, su tío el escritor y pedagogo Federico
Hernández y Carvajal, al que –anotemos- Martí dirigió el 25 de marzo de 1895,
fecha coincidente con el Manifiesto de Montecristi, una carta de despedida juzgada como su testamento antillanista, comunicación
epistolar recogida en las Obras
Completas del cubano.
Después
desfilan por la obra, contextualizados, los momentos felices y los difíciles
que constituyeron hitos de la biografía del develador de “La Utopía de América”;
arrancando con los datos genealógicos que dan cuenta de los antepasados
españoles, sefardíes y aborígenes que bullían en su sangre. Repasa la infancia
junto a sus hermanos Francisco Noel: “Fran”, Maximiliano y Camila. Cartografía los traslados
familiares a Cabo Haitiano, Puerto Plata y más tarde a Cuba. Enfoca y acerca la adolescencia, los
estudios, las iniciales aproximaciones a las letras y los viajes y
residencias en los Estados Unidos, España –Ramón Menédez Pidal prologó su
ensayo: “La versificación irregular en la poesía castellana” en
1920- y sobre todo en el México posrevolucionario donde nació la amistad con
Alfonso Reyes. También con Vicente Lombardo Toledano, político marxista,
sindicalista y publicista que después fue su cuñado al contraer nupcias el
dominicano con Isabel Lombardo Toledano; y con José Vasconcelos, el autor de
“La raza cósmica”, Secretario de Instrucción Pública del país azteca en cuya gestión tanto colaboró
Henríquez Ureña.
Alusión especial merecen las páginas destinadas a analizar y resaltar el
vínculo del maestro con la República Argentina a la que llegó por primera vez en 1922, acompañando
una delegación mexicana presidida por Vasconcelos. Regresó en 1924 para afincarse al principio en La Plata y luego en la ciudad
de Buenos Aires. Se hacen inevitables en esta parte del libro las menciones
de colegas y discípulos, así de Alejandro
Korn, Francisco y José Luis Romero, Eugenio Pucciarelli, Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Victoria
Ocampo Rafael Alberto Arrieta, Carlos Sánchez Viamonte, Alfredo Palacios,
Francisco Márquez Miranda, Ezequiel Martínez Estrada, Héctor Ripa Alberdi, María Rosa y Raimundo Lida, Enrique Anderson
Imbert, Arnaldo Orfila Reynal o de René Favaloro. Este último fue su alumno en
el Colegio Nacional de La Plata
y en su madurez, entre cirugía y cirugía
cardiovascular, se dio tiempo para escribir y publicar en su homenaje, en 1994,
el libro “Don Pedro y la
Educación ”. (Debo agregar por mi parte que otro de sus
orgullosos discípulos argentinos fue el historiador y escritor salteño Carlos
Gregorio Romero Sosa, que registró en un poema juvenil cierto encuentro casual con
el dominicano acontecido en el Parque Lezama en una tarde primaveral de 1940).
Al llegar al párrafo final de “Pedro Henríquez Ureña. Esbozo
de su vida y de su obra”, la comprobación de la búsqueda ex profeso del
segundo plano y hasta del anonimato por parte de su autor se hace innegable.
Casi no hay noticias suyas en las solapas y el propio término “Esbozo” del
título habla de un recato poco común en
los ambientes académicos. “Si escribo yo su historia, descenderán de mí”,
vaticinó en el poema “El espíritu puro”, uno de los más famosos de la lengua
francesa, el conde Alfredo de Vigny cuando rastreaba las gestas de los
antepasados. “Mutatis mutandis” sin duda a partir de este libro, el nombre de
Jorge Tena Reyes ha de ser inseparable
ya para los estudiosos del de Pedro Henríquez Ureña. Y ello debido a la fervorosa empatía demostrada con el maestro y
traducida en un “boswelliano” seguimiento de sus días terrestres, así como al
celo en la búsqueda y en la afanosa comprobación de cada dato presente en las
páginas.
(CARLOS MARÍA ROMERO SOSA, se publicó en La Prensa, el 29 de abril de 2018)