domingo, 16 de enero de 2011

UN TRIBUTO A VARGAS LLOSA Y LA TRADICIÓN AMERICANISTA DOMINICANA


He leído en Tiempo Argentino el último día del año 2010, que Mario Vargas Llosa fue distinguido por el gobierno de la República Dominicana con la Orden de Cristóbal Colón y con la ciudadanía honoraria dominicana. Ahora, suma el novelista esa otra nacionalidad a la peruana que posee por nacimiento y a la española por elección. Señala la información que en el acto oficial, el presidente Leonel Fernández destacó que su pueblo, no sólo se siente honrado por haber adoptado el flamante premio Nóbel ese país como su tercera patria, sino que “estamos orgullosos de compartir con usted la patria más grande, que es América Latina”.


Es de resaltar el espíritu de integración americana que resumen esas palabras; algo que no resulta ajeno a la tradición cultural de la Tierra Primada de América, a punto tal que varios de sus prohombres sintieron el americanismo como un desafiante destino digno de desvelos y sacrificios. Ya lo proclamó el dominicano universal Pedro Henríquez Ureña: “La desunión es el desastre”, apotegma que bien pudieron suscribir los líderes populares Juan Bosch y José Francisco Peña Gómez.

De igual modo fue en su hora aquel ideal, uno de los más caros al novelista y crítico Federico García Godoy (1857-1924), natural de Santiago de Cuba y radicado desde la niñez en La Vega, un esforzado denunciante de la invasión norteamericana de 1916 a Santo Domingo, considerado el primer intelectual dominicano en incorporar la historia nacional a la narrativa criolla, con lo que hizo del nacionalismo literario una bandera del americanismo o latinoamericanismo, en coincidencia con la visión “arielista” del uruguayo José Enrique Rodó.

Asimismo juzgo, aunque me comprenden las generales de la ley debido al afecto que le profeso, que en su ámbito es otro abanderado de la tradición americanista el escritor José Rafael Lantigua, en la actualidad ministro de cultura del país quisqueyano. En efecto, el licenciado Lantigua, un mocano nacido en 1949, autor de ensayos sociológicos y de interpretaciones de la realidad como “La conjura del tiempo”, de originales estudios biográficos como “Duarte en el ideal” -sobre el Padre de la Patria- y el dedicado al poeta Domingo Moreno Jiménez -pontífice del “postumismo”-, de reveladoras memorias como “Semblanzas del corazón”, de poemarios como “Los júbilos íntimos” y de reportajes periodísticos de alto nivel, varios de ellos coleccionados en “El oficio de la palabra“, viene también difundiendo y haciendo valorizar las letras de las Américas, de manera especial de la Argentina, y no sólo las de los creadores consagrados por la mercantil industria cultural globalizada. De ese modo aporta su cuota de sagacidad, comprensión y tenacidad para cuando se cumpla lo profetizado por Rodó en su estudio sobre Juan Montalvo y …“los pueblos hispanoamericanos pongan en acervo común las glorias de cada uno de ello, arraigándolas en la conciencia de los otros”. En esto, la divulgación de autores, también Lantigua es ejecutivo y no se pierde en los laberintos de la burocracia. Pruebas al canto la sección “Biblioteca” del periódico Listin Diario, a cargo suyo durante años y donde tuve el honor de ser columnista merced a su generosidad y amplitud de criterio. Después su brillante dirección de la Feria Internacional del Libro de la República Dominicana -que en 2006 tuvo como país invitado a la Argentina-, y sus desempeños que estimo en extremo constructivos como secretario de cultura y ahora ministro del área. Además, claro está, se da tiempo para deleitar a sus lectores con los frutos de su pluma elegante, ingeniosa, erudita y dada a develar tanto nuestras comunes marcas del subdesarrollo material y mental cuanto la fuerza del genio continental encarnado aquí y allá en artistas de proyección universal. En 2009 prologó la reedición dominicana del volumen del argentino Manuel Ugarte, “Cabral un poeta de América”, (2da. Edición, Buenos Aires, 1955). Previamente solicitó y obtuvo de Carlos Gregorio Romero Sosa quien en su juventud trató a Ugarte, datos y apreciaciones sobre este escritor “maldito” para la cultura oficial local. Mi padre correspondió al pedido y redactó especialmente para Lantigua, poco tiempo antes de morir, un texto lleno de vivencias fechado a finales de 2001 que tituló “Otro argentino en mis recuerdos juveniles: el escritor, americanista y diplomático Manuel Ugarte”. Resultaron ser las últimas páginas por él escritas como bien anota con emoción y honestidad intelectual, en el introito referenciado, el destinatario de aquella monografía; trabajo –el de Romero Sosa- del que además subraya Lantigua que representa una verdadera “contribución en el conocimiento de la vida de Manuel Ugarte”.

Pero retorno a la noticia difundida por Tiempo Argentino y pienso que si hoy, acorde con el ya unánime reclamo continental de integración en base a principios rectores de democracia plena, con contenido social y derechos humanos, no la despojada de valores republicanos “democracia en la pasarela”, en caracterización reciente del nicaragüense Sergio Ramírez, la consigna unificadora llega dada precisamente desde la República Dominicana y en ocasión del homenaje tributado a Vargas Llosa -figura que entre paréntesis pudo ahorrarse en su discurso pronunciado en Estocolmo la calificación de “seudo democracia populista y payasa”, al proceso boliviano que lleva adelante el presidente Evo Morales-, bueno sería poder rastrear en el trasfondo de ese americanismo humanista y militante antillano la influencia de un compatriota –aunque nacido en Palermo, de la italiana Sicilia- por aquí más mentado que leído al presente, como José Ingenieros. Alguien cuyos libros tienen vigencia y son estudiados en México –conocimiento al que no fue ajeno la actividad literaria e ideológica cumplida en la tierra azteca por Aníbal Ponce, un epígono del autor de “Las fuerzas morales” que buscó refugio allí en tiempos del presidente Lázaro Cárdenas, luego de ser exonerado en 1936 de sus cátedras en el Instituto Nacional del Profesado Secundario por el ministro de justicia e instrucción pública de Agustín P. Justo, Jorge de la Torre- y en especial en la patria de Juan Pablo Duarte, según lo he comprobado en mi trato con hombres y mujeres del mundo de la cultura y la educación de allá y me lo reafirma a menudo el escritor, bibliófilo y editor dominicano Miguel Collado. En efecto, el socialista Ingenieros fundó en los años 20 del pasado siglo la Unión Latinoamericana -donde participaron desde la creación Alfredo L. Palacios, Manuel Ugarte y Carlos Sánchez Viamonte-, y fue redactor de su programa antiimperialista. Una circunstancia casi olvidada entre nosotros aunque no en otras latitudes.
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(*) Carlos María Romero Sosa.Publicado en "Salta Libre", el 5 de enero de 2011.-

sábado, 1 de enero de 2011

LAS MEMORIAS DE ANTONIO GAMONEDA Y UNA CARTA CON SU APRECIACIÓN SOBRE MIGUEL HERNÁNDEZ (*)

En los dominios de la literatura existen muchas habitaciones, escribió recientemente Claudio Magris. Entonces, en un aposento destinado más al ensueño intencionado que al acto biológico de dormir, con el consiguiente olvido de sí mismo en aquel “pregusto de la muerte” que dijera Borges, puede hallarse, testigo mudo de incitaciones a hurgar en sus incógnitas y al cabo pronto a deponer sobre la aceptación de ausencias y orfandades, el inmaterializado armario que oficia de protagonista mudo antes que de elemento escenográfico del reciente libro de memorias de Antonio Gamoneda: “Quieto ante el armario, entré en una suavidad semejante a la que acompaña a los movimientos en los sueños; no tenía necesidad de distinguir entre lo posible y lo imposible y no hubo en mí sobresalto al oír el chasquido que sólo se producía cuando mi madre hacía girar la llave”.
El poeta de “Sublevación inmóvil” (1960) o “Edad” (1987), nacido en la universitaria Oviedo en 1931 y trasladado en 1934, tras la muerte de su padre a León; una tierra de revolucionarios y anarquistas como Buenaventura Durruti o Sinesio García Fernández (Diego Abad de Santillán) -adonde don Antonio reside hasta la actualidad-, extrajo del interior del mueble los recuerdos de niñez y adolescencia con la originalidad de intercalar y conjugar el tiempo cronológico que los contuvo, con aquel otro tiempo psicológico o dramático identificado por Bergson, que los trasciende. En esa interrelación de lo cósmico y lo subjetivo toman cuerpo y reciben el soplo del espíritu recreador las remembranzas y las confidencias del escritor, que lo son de experiencias, inquietudes, empeños y testimonios de vida, o del despertar a ella en un lapso que va desde el inicio de la Guerra Civil Española hasta cumplir sus catorce años de edad.
Ya el título del libro, precisamente “Un armario lleno de sombra”, impone condiciones a la evocación como ser el desafío de echarse a bucear por momentos entre la ausencia de colores, de brillos y también de espejismos del pasado. El poeta en verso que lo es asimismo en su prosa tersa y disparada desde zonas donde dominan la razón emocional sin logicismo y el intelecto penetrativo en las esencias, fija detalles del ayer como boyas orientadoras de la profundidad de muchos sucesos cotidianos generadores de ecos y concausas infinitas. En ocasiones apela a símbolos que apuntan a lo elegiaco: “En pocos minutos, el espacio, hasta entonces caliente pero limpio, pasó a ser ceniciento y azufrado. En ese espesor, empezamos a oír campanas que tañían con insistencia”; notas de bronce emparentadas sin duda con el doblar a duelo del que John Donne identificó en su hora el destinatario: cada uno de los hombres.


Antonio Gamoneda retrata de frente y perfil, manteniendo la proporción con su personalidad de otrora, un cúmulo de circunstancias capaces de distraer su atención y acelerar sus latidos de chiquilín, de modo tal que lo dicho como al pasar en la página 216: “no me sentía extraviado sino exterior”, constituye quizá una frase definitoria que bien puede tomarse como “leitmotiv” de la obra. Porque se advierte la vocación de exterioridad asumida con ánimo de integración en vez de dispersión o alienación. Se observa el afán de salir de sí, para hermanarse franciscanamente con las cosas e incluso, si es que de impulsos de modificar el mundo se trataba, el proponerse la meta de tenerlo a tiro y de nunca recluirse en la “torre de marfil”, en el preciosismo o en el puro esteticismo.
Renglón a renglón y palabra a palabra parece irse encadenando la aceptación de las pretéritas honduras intuidas alrededor suyo; suficientes para no encallar en la edad de las inseguridades y las carencias, aunque no se describan navegaciones de epopeya ni deslumbrantes descubrimientos. Por el contrario, casi todo lo recuperado del ayer es sencillo, pueblerino, inocente y nunca ingenuo, como corresponde a quien tuvo que madurar de golpe en épocas difíciles, insertas en la “cultura del hambre”. Tal el tiempo del niño que como signo, marca, destino, auspicio, aprendió a leer en el texto de “Otra más alta vida”, el libro de poemas escrito por el padre periodista, admirador de Verlaine y “anarquista de acción convencidísimo”, de su mismo nombre, obra que se publicó en 1919 “bajo las influencias del desmedulado realismo español, pronto subordinadas a las del modernismo, a las de Rubén Darío, en particular, al que hace homenaje explícito”, juzga hoy el hijo consagrado en las letras castellanas.
Aquí y allá, según corresponde no a una autobiografía justificadora de conductas y actitudes, sino a un desgranar de las más íntimas reminiscencias transferibles a los lectores por el milagro del arte, la paleta de Gamoneda es de tonos bajos y sugerentes, tanto como para retratar esa luz primera y vacilante de la alborada, para el caso la de su propio amanecer surcado por privaciones y lutos que lejos de hacer familiar la muerte, por el contrario le marcaron la vida: “…en Oviedo, al norte de la cordillera atravesada por túneles, están la calle y la casa donde, detrás de los balcones del tercer piso, nací yo y murió mi padre”.
En uno de los pasajes más dramáticos cuenta que estudió en León con los padres agustinos (igual -anotemos- que Manuel Azaña quien en “El jardín de los frailes” narró su experiencia escolar en el monasterio de El Escorial a cargo de la orden fundada por el Doctor de Hipona.) Gamoneda, con un toque como de espátula cargada, oscurece el contexto desde ya inquisitorial que se le presentaba en la adolescencia al referenciar los castigos corporales y psicológicos a los que los religiosos sometían a sus educandos. Y fija un dato para él significativo y en verdad capaz de signar una existencia sensible y depresiva: allí, en el colegio, conoció la vergüenza y la humillación al sentirse sujeto de burla debido a su situación de pobreza por parte de un sacerdote ajeno a las enseñanzas impartidas por San Agustín, por ejemplo en su carta a Proba: “Cuando oréis, hacedlo con mucha caridad y pocas palabras”. Cuenta: “Ya he dicho del placer que Ramón obtuvo avergonzándome con el relato de la ocasión en que mi madre no alcanzó a tener dinero para pagar nuestro turno de racionamiento. Parecida bajeza cometió agravando la humillación a que fui sometido por el padre Anacleto. Aprovechando mi visibilidad -ya he dicho que había de estar de pie todos los días durante la clase- hacía correr la información, numerosamente atendida, de que yo iba calzado con zapatos de mujer. La crueldad y la risa se generalizaban. Efectivamente yo no tenía calzado para el invierno leonés. Mi madre no encontró otra solución que mandar rebajar el escaso tacón de unos zapatos de mi abuela (ya vivía con nosotros, de ello hablaré pronto) y calzarme con ellos. No llegaban a pasar por zapatos masculinos. La pobreza es grotesca demasiadas veces. No fue el sadismo ni los diversos aspectos y grados de la pederastia frailuna lo que me echó de los agustinos y acrecentó mi maldad; fue la vergüenza de ser publicado pobre”.


No obstante la lógica reacción anticlerical, motivada por situaciones como la descripta, a tono con los aires del señoritismo político y la reacción de las derechas acaudilladas por el nada magnánimo vencedor Francisco Franco, el autor refiere más adelante cierta experiencia eucarística vivida en la leonesa iglesia de San Isidoro en la que es posible suponer que no actuaron únicamente la extrema sensibilidad del escritor y su arrobamiento de corte estético ante la Sagrada Forma sino algo más: tal vez la indescifrable visita de la Gracia: “Yo creía o no creía en Dios desde una absoluta indiferencia, sin acordarme nunca de Dios ni pararme a dudar de su existencia o inexistencia, pero es cierto que, lejana y enorme, la hostia (...) blanquísima en su camarín luminoso, ponía en mí una especie de hipnosis. Empecé a llorar en silencio. Sentía resbalar mis lágrimas y la contracción pectoral con que ahogaba los gemidos. No lloraba por nada que se manifestase en mi conciencia; simplemente lloraba. Cuando salí, había mucha luz bajo un cielo impecable.”


Este escritor que sufrió en carne propia la extrema pobreza, que comenzó su vida laboral a las catorce años, en el Banco Mercantil de León, y estudió contabilidad y cálculo mercantil -disciplinas que también transitó Vicente Aleixandre-, un día presenció en la calle el accidente de un obrero que quedó con las manos desechas. A partir de allí algo cambió en él: “Me sentí mal. Subí a casa y lloré (…) Sería excesivo hablar de un pensamiento, de una inclinación ideológica, pero yo sentía que algo se transformaba en mi conciencia”. La rebeldía natural de la edad tomó cauce y dirección hacia posiciones progresistas en materia social; a riesgo de recibir, como ocurrió, una golpiza por parte de miembros de la falange.
Lo cierto es que el poeta Antonio Gamoneda, laureado en el año 2006 con el Premio Reina Sofía y el Cervantes, no ha cejado nunca en los ideales de justicia y libertad.


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Me interesé por su obra desde hace años no bien la conocí. Después adquirí y leí impactado “Lengua y herida” (Colihue, 2004), suerte de antología que seleccionó y prologó Vicente Muleiro. Traté algo a Gamoneda en su visita a Buenos Aires este año 2010, con motivo de su participación en la Feria del Libro como invitado extranjero. A partir de entonces tuvo la deferencia de enviarme sus libros y de escribirme con una cordialidad nada común entre los consagrados. Siempre identifiqué su condición obrera y autodidacta con la de Miguel Hernández. Eso más allá de las generaciones y estéticas diferentes e incluso del grado de compromiso político dispar, o al menos de distinta repercusión pública en el caso de Antonio. Le comenté en un correo esos pareceres y le pedí indicarme si creía tener o no influencia del autor de “Viento del pueblo”. Hizo más que eso: en una carta fechada en junio último, luego de descartar sentirse epígono de la poética de Hernández, analizó aspectos poco visitados por la crítica sobre literatura y pobreza material en las letras españolas:


Muy querido amigo Romero Sosa
En su último correo me hace llegar Ud. algún amable interrogante que intentaré contestar.
En el orden formal, yo no me siento directamente influido por Miguel Hernández, aunque sí, desde siempre, he admirado la “frondosa” belleza de su escritura y el carácter, acendradamente sincero, de sus manifestaciones poéticas, pero sí hay en Miguel Hernández una esencialidad que, en mi modesta condición, me hace sentirlo muy cercano Existe una poesía declaradamente “resistente” frente a la injusticia y la opresión. Una y otra tienen su origen, a mi entender, en la universal maldad del poder económico y, como digo, se da una poesía que denuncia y combate esta maldad. Esta poesía suele ser nombrada como “poesía social”.


Pero en esta poesía tenemos que advertir la presencia de dos posiciones diferenciables. Una sería la que comporta la actitud “solidaria”, que se da en poetas que pertenecen a clases acomodadas y hasta adineradas. Podemos tomar como paradigma contemporáneo al muy celebrado poeta español Gil de Biedma. Sí, su poesía se opone inteligente y críticamente a la dictadura franquista (resultado esta de una rebelión militar suscitada y apoyada por grandes fuerzas económicas; recuérdese a Juan March, por ejemplo), pero Gil de Biedma fue multimillonario y en ningún momento pensó en renunciar a serlo.
Hay que agradecer esta “poesía social solidaria”, muy extendida, por cierto, en España. Pero hay que distinguirla de la “poesía que se hace en la pobreza y desde la pobreza.” Pobreza económica y pobreza cultural se dan normalmente reunidas: Francois Villón, Luis de Camoes, Juan de Yepes, Miguel de Cervantes, César Vallejo, Miguel Hernández…Estos sí, estos vivieron en la pobreza y escribieron desde la pobreza. Es esta una circunstancia poco estudiada en lo que pueda tener de repercusión en la obra. Pongamos un ejemplo. Escribe Miguel Hernández en sus “Nanas de la cebolla”:


En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.


¿Podría haber escrito esto Gil de Biedma? No. No sin entrar en una falacia retórica y carente de verdad existencial.
Esta es la diferencia, querido amigo. Yo (podrá verlo en “Un armario lleno de sombra”), he sido pobre y pasado hambre. No es una virtud. No es un dato que avale mi calidad de escritor ni la de nadie, pero es un hecho. Un hecho definitoriamente existencial. Y este hecho sí, este, en mi pequeñez, me proporciona algún tipo de hermandad con Miguel Hernández. Le abraza Antonio Gamoneda.


Sí, Antonio Gamoneda relacionó estéticas con buenas intenciones de algunos y vivencias concretas del hambre de otros; así las del pastor de Orihuela y las suyas propias, concluyendo que fueron realidades suficientes como para hermanar a ambos en el sufrimiento.
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(*)  CARLOS MARÍA ROMERO SOSA, publicado en PROA, número 80, y reproducido en CALCHAQUIMIX (Salta) el martes 28 de diciembre de 2010.-