jueves, 28 de diciembre de 2017

VILLANCICO DEL AÑO NAVIDEÑO


VILLANCICO DEL AÑO NAVIDEÑO


Las huellas de los pastores al Pesebre de Belén,
marcaron la tierra, el cielo, el presente y el ayer.

Y  las almas,  si están prontas a peregrinar también,
por paisajes florecidos con la Esperanza y la Fe.

Ya es otoño, en las campiñas, tras los árboles sin hojas,
se puede extender la vista hasta que ciegue la aurora.

¿O es  invierno? Da su abrigo  la intimidad hogareña,
pero el Niño Dios nos llora: en las calles hay pobreza.     

Brotes de la primavera, de la rosa y de la espina…
Dos caras de la moneda con el valor de la vida.

Después, el año se alarga perseverando en veranos
con el gesto navideño de jazmines perfumados.

¡25 de diciembre!: alta la insignia en el mástil;
al viento las ilusiones de estrenar semilla y  savia.

Y crecer con tallo recto y ufanarse del tallo alto;
del tallo que se hace tronco sobre unas huellas sembrado.

Las huellas de los pastores a Belén, testimoniantes,
de aquella Gran Alegría que proclamaron los ángeles.

¨***

Quiero seguir a la altura de las estrellas sus rastros,
extendidos por las almas en el trance del Milagro.    


(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa, el 24 de diciembre de 2017)   



domingo, 10 de diciembre de 2017

RECUERDO DE LA SALTEÑIDAD Y DE LA POESÍA HOGAREÑA DE IGNACIO B: ANZOÁTEGUI (H)

                                           
                                     Aunque nació en Buenos Aires en 1935, un día antes de iniciarse la primavera, Ignacio Braulio Anzoátegui  (h), fallecido el 20 de julio de 2009, gustaba remontar su biografía y no sólo su árbol genealógico, al Año del Señor de 1721 cuando,  portadores de mi apellido/ ingresaron  a las Provincias Unidas del Sud/ por la muy bella Provincia de Salta/”, como escribió en un poema. De esa modo, existencialmente, asumía la salteñidad con una actitud  mucho más vital que recitada con detalles históricos, como que cabe adjudicar a una licencia poética lo de Provincias Unidas del Sud”, del todo inexistentes en la tercera década del Siglo XVIII. Y esa condición de reafirmado provincianismo, actuó  en su espíritu como una cabecera de playa para conquistar todo el Noroeste Argentino y confundirse con la geografía e idiosincrasia de los pobladores, hasta recibir del medio la inspiración que supo plasmar en letra y gama sin rebajarla al efectista color local.
                                En el emprendido viaje iniciático hacia el Arte con mayúscula, anduvo Anzoátegui sorteando con éxito prosaísmos, mal gusto estético, modas baladíes, escuelas sin magisterio valedero y una asfixiante superficialidad. Despertó a la belleza -a los quince años- cuando se dio a pintar  el paisaje de Maimará, el patito feo de Jujuy comparado con el esplendor de Tilcara,  según juzgaba al evocar -tal vez- antes que el ambiente exterior en sí, su propia impresión adolescente de la población jujeña, poniendo en carne viva una experiencia similar a la de  Antonio Machado,  quien aseveró: sólo recuerdo la emoción de las cosas.
                             Pero el artista integral que había en él no sólo reinventó el mundo con trazos y colores sino que con la naturalidad de las evidencias escribió versos hondos, compuso música para acercarlos aun más al corazón de los destinatarios que lo eran también los inspiradores; y hasta supo interpretarlos acompañado por la guitarra con voz grave y asordinada. No precisaba levantarla en verdad para nombrar lo esencial de la vida: el amor a la esposa y a los hijos, el emocionado recuerdo paterno, la ternura de las infancias garantizándole cuotas de futuro a su polvo enamorado; el cotidiano hogareño en fin, tramitado sin beneficio de inventario desde su casa bonaerense de Bella Vista o el  departamento porteño que alquiló un tiempo en la calle Azcuénaga 1745, en el barrio de la Recoleta.
                             Por igual el hombre y el poeta tuvieron la decisión  para reconocer viejas deudas con el sufrimiento, la inquietud y la subjetividad: La vida fue cuando me puse triste./ cuando empecé a crecer, pero hacia adentro.  Es que todo armonizaba en su espíritu,  nutría su mundo interior, afirmaba ante sí el misterio, ese plus de las revelaciones, y sostenía su militancia espiritual en las corazonadas. Sin reproches ni muestras de desánimo escribió en el primer cuarteto de un soneto incorporado a su libro Sub total -que publicó en 1995-; una pieza antológica que habría elogiado su padre, escritor, magistrado, funcionario cultural y reconocido maestro de esa forma poética: Tiene armonía este dolor que siento/ y lejanas razones lo que lloro;/ no estoy tan solo cuando me demoro/ en estar solo con mi pensamiento.

                                   A comienzos de los setenta cuando todo era algo más romántico, incluso la militancia política juvenil clandestina bajo el onganiato y que rimaba con ideales de un orden social más justo, Ignacio B. Anzoátegui (h) se hizo conocido por su Zamba para Javier. No alcanzó el puro cuento de la fama por protestar como otros artistas o por incorporar vanguardismos estéticos a su mensaje. En cambio  se mantuvo fiel a fuentes inspiradoras más tradicionales, quizás  por influencia del conservadurismo familiar. Recuerdo que aquella pieza, grabada en un disco simple de 33 revoluciones, giraba en nuestro Wincofón  del mismo modo que las estrofas darían vueltas, en espiral, hasta tocar el centro emotivo de cierto público de entonces, predispuesto a la delicadeza. Público joven  que hasta consentía en hacer un alto en el sentimiento sin deponer el compromiso político, para escuchar:  Hijo nuestro, por tu cielo ha salido otra luz./ Que ya viene a invitarte a paseo,/ en su burro el Niñito Jesús.  Anzoátegui no estaba  solo en  la patriada de expresar con niveles de excelencia la afectividad, traducir en palabras y notas los ecos del misterio y participar a sus semejantes del vértigo fugaz del infinito: A veces siento/ que un corazón canta/ a mi lado/ lejos de aquí. Coincidentemente los medios radiofónicos y televisivos de la época solían expandir al aire composiciones de otros puntales del cancionero folclórico argentino como Jaime y Arturo Dávalos,  Manuel J. Castilla, César Perdiguero, Hamlet Lima Quintana,  Armando Tejada Gómez,  León Benarós y por supuesto Atahualpa Yupanqui. Lo hacían cuando la expresión popular, o la proyección folclórica, representaban un hecho artístico a tomar en serio y no un fenómeno sociológico de connotación casi policial como hoy la cumbia villera y otros ritmos actuales. En ese particular contexto, Anzoátegui abrió su propio surco, original, personalísimo, trascendente.
                               Claro que también los de sus inicios, eran tiempos cuando los poetas podían cantar al ambiente familiar desde la plenitud presencial de cada integrante; recordar los ritos iniciales del amor logrado y establecido más allá de las crisis: Ni vos ni yo supimos que caía/ nuestra historia, sencilla, enamorada”; proyectar hacia el futuro la dicha, incluso aquélla por momentos empañada de humana inseguridad: Cuando quisimos descubrir la esencia/ estaba todo listo para el viaje,/ estaba todo armado por la ausencia”.  Por cierto se podía dialogar desde el verso y en la vida con los hijos, el padre, la esposa. Había proximidades que parecían invencibles. Por de pronto no mediaban exilios como poco después. No había que llorar muertos por el terrorismo de Estado o  la violencia guerrillera, luctuosa aunque haya existido un único demonio. No se contaban por millares los desaparecidos y por centenares los nietos con la identidad robada. En ese sentido, no puedo menos que memorar la serena, esperanzada y ejemplar alabanza familiar de Ignacio B Anzoátegui (h) y contraponerla, por ejemplo, con la dolorosa actitud poética de  Sergio Ciocchini frente a la perdida de su hija María Clara, víctima de la Noche de los lápices: Sálvame, martirizada,/ de la crueldad del amor, de los seres humanos/ de su feroz herida. Llévame/ a la serenidad del canto”.  O  a la empecinada búsqueda del tiempo perdido de Juan Gelman con su ahora reconquistada nieta María Macarena: “Lo que se cuenta es lo/ que no se cuenta, un rayo, una/ interrupción ahí.
                            Pienso esto hoy, al repasar los poemas de Ignacio B. Anzoátegui (h), en ocasiones de contenida tristeza aunque sin marcas de angustia o duelo.  Mientras, observo su dibujada caligrafía en un saludo de cumpleaños que me remitió en febrero de 1995 y que conservo enmarcado sobre un anaquel de la biblioteca. En rigor lo traté poco y cuando charlamos lo hicimos más de parientes comunes que de literatura; pero obvio es decir  que fui y soy  un admirador de su obra.
                          Quizás otros oyentes y lectores suyos sientan como yo, además de embeleso frente a ella, una sana envidia por lo que  al autor la vida le dio y no le fue arrancado en un tiempo de orfandades.      

    
                                                 

(Carlos María Romero Sosa, se publicó en Salta Libre, el 5 de agosto de 2009)

sábado, 9 de diciembre de 2017

LA POETA SILVIA OVEJERO Y SUS ANCESTROS SALTEÑOS


En una residencia de la calle Juncal a la altura del 1200, de la que su moradora tomó posesión definitiva en un soneto: “Yo estoy aquí y aquí me moriré”. Allí precisamente, a pasos de las Cinco Esquinas, un tradicional encuentro de calles donde es posible recuperarse de los apuros del Centro si uno se enfrasca en la lectura del poema de Borges “Barrio Norte”, escrito en una placa colocada al comienzo de la Avenida Quintana,Silvia Ovejero, poeta, abogada, diplomática, solía recordar con unción a su padre, el jurista y magistrado David Víctor Ovejero; a su madre, la actriz cinematográfica natural de la provincia de Córdoba Tulia Ciampoli; a su abuelo paterno, David Ovejero Zerda, gobernador constitucional de Salta entre 1904 y 1906, año en que renunció para ocupar una banca en el Senado de la Nación; alguien que además fue un próspero empresario que hizo edificar en sociedad con Alberto San Miguel la Galería Güemes inaugurada en 1915, una construcción de estilo ecléctico modernista que con sus 87 metros fue por años el edificio más alto de Buenos Aires.
Tiempo de afectos
Silvia solía evocar, asimismo, a su bisabuelo Sixto Ovejero, también gobernador de Salta desde 1867 a 1869; y acercando el tiempo de los afectos hablaba de su bien leído pariente jujeño Daniel Ovejero, abogado, profesor universitario de Derecho Civil y cuentista, autor entre otras obras de “El terruño” y cuñado de Juan Carlos Dávalos.
Aunque porteña por nacimiento eran reconocibles en su personalidad y en sus modales la hidalguía provinciana heredada. Evidenciaba esa tradición en el trato amable y delicado, en una cultura no sólo libresca, en el innato refinamiento y el talento para crear el clima mágico de las tertulias y encender y sostener la llama amena del diálogo porque ella nunca monologaba distante.
Sin embargo se la escuchaba con creciente interés y su palabra ingeniosa y amena era digna de ganar ecos, más que entre paredes de ladrillos huecos de una propiedad horizontal, en aquellas señoriales galerías de adobe con arcadas que parecen copiar el lomo de las serranías.
Esta mujer con un extenso desempeño en embajadas y consulados del Viejo y el Nuevo Mundo como que cumplió funciones plenipotenciarias en Austria, Uruguay, Chile, Puerto Rico, Colombia y Rumania, era una localista universal, valga el oxímoron. Vivió bajo el sino de añorar terruños y anduvo por los caminos del mundo, dispuesta a hacer cabecera de playa aprovechando cualquier distracción de la distancia.
Su primer poemario
No por nada titulo “Itaca” a su primer poemario de 1974, nombre que suena a imagen y casi alegoría de un regreso a todo lo posible y sin duda a lo más sentido e íntimo de su biografía: a su ciudad cantada hasta el final; a la niñez, esa única patria del ser humano; a las ilusiones primeras y a los afectos definitivos. Claro está que debido a la característica de su profesión de diplomática fue el suyo un regreso lento, “pleno de aventuras, pleno de conocimientos”, tal como lo aconsejó Konstantino Kavafis en su poema escrito en 1911 que no casualmente también se llama “Itaca” y que nuestra escritora admiraba y recitaba.
En el segundo libro publicado en 1988, Silvia Ovejero suplantó en algo la nostalgia y la ansiedad del retorno por el asombro y el desafío juvenil de descubrir la novedad cotidiana de los dones -su hijo David Lafuente Ovejero, en primer término- que a manos llenas se le ofrecían aquí y allá,“Bajo este sol”.
Pero es en “Último tren a Galilea” (1995) donde su lirismo alcanzó quizá la madurez expresiva, donde las formas métricas como el soneto y el sugerente haiku se le rindieron con docilidad, donde el exotismo –nunca el esnobismo- dio paso a la vivencia empática de otros paisajes principalmente espirituales, religiosos y hasta ascéticos en tránsito por momentos al misticismo.
Aquí ya no hay lejanías sino integraciones; no pesan soledades, resuenan encuentros en el interior del alma que es donde habita la verdad, como enseña San Agustín: “Sólo vivo si en mí Tu te reflejas/ y tu Amor y tu Paz conmigo dejas”. Tampoco hay horror de laberintos y sí una búsqueda esperanzada de la Buena Noticia del Evangelio: “Me mostrarás la senda de la vida”.
Y mucho Amen, porque la obra o gran parte de ella corresponde a una oración cristiana que sin proselitismo cristianiza, no con apelación a ningún temor y temblor de raíz kierkeguiana sino con dulzura franciscana, al participar las composiciones de una inspiración signada por la luz de la Gracia: “Mantenme firme en la palabra: VIDA/ y en el refugio del amor constante.”
¿Y porqué entonces eso de “Último tren a Galilea? Nunca se lo pregunté a la autora, pero puedo afirmar que no habrá sido por despedirse de la Tierra Santa en tren de turista ávido de tocar e irse, dándole al término “tren” la tercera acepción que marca el Diccionario de la Real Academia: “ostentación o pompa en lo perteneciente a la persona o cosa”. No en ese tren –repito- y en cambio, por voluntad o experiencia de confortado –y no confortable- peregrinaje, en vagón expreso hacia lo esencial y sin retorno a ninguna pompa del mundo enemigo del alma.
Datos genealógicos
La conocí en el Palacio San Martín una tarde de enero de 1998, en un ámbito muy poco burocrático y al que identifiqué más propicio para la literatura que para las memorias diplomáticas y los chismes superficiales del mundo de las embajadas que describió Roger Peyrefitte: el Consejo de Embajadores de la Cancillería, organismo que después me enteré era algo así como un cementerio de elefantes durante el menemismo y un depósito de funcionarios “in partibus infidelium”, por poco funcionales al poder político.
Salvaban los papeles formales y creaban aquel ambiente simpático y particularísimo, el presidente del Consejo: Embajador Francisco José Figuerola, un escritor cervantino y hombre de actitudes quijotescas al par que gran orador y autor de varios libros de poemas. Tomás Alva Negri, poeta, narrador, crítico de arte, erudito lugoniano, bibliófilo consumado y amigo inolvidable. Y por cierto la propia Silvia, quien luego de serme presentada aquel día por el embajador Negri, comenzó a recordar conmigo escritores salteños y a dispararme datos genealógicos sobre su familia y la mía entre las que hallaba entronques, creo que por la rama de los González de Saravia. Por de pronto mencionó entonces a las matronas salteñas del siglo XIX Manuela González de Todd y Florencia González de Ovejero, ambas vinculadas por lazos de sangre y especial afecto a mis antepasados Gregorio Romero González y Cesárea de la Corte de Romero.
Desde entonces continuamos el diálogo, ahora reparo que moroso. Como siempre ocurre con los seres que queremos, no contaba con su muerte ocurrida el ultimo 20 de noviembre y más bien apostaba a que continuaría ganándole a la enfermedad que la aquejaba desde hacía ocho años. Supe que tenía en mente hasta el final publicar otro libro de poemas, un proyecto capaz de animarla y sostenerla entre agresivas quimioterapias.
Siempre teníamos por delante una visita y nos imponíamos la puntual llamada telefónica, para mutuamente ponernos al tanto sobre el mundillo cultural y sus olímpicos protagonistas locales. No todo puede ser profundidad, seriedad y tensión ante el absoluto; sospecho que Silvia, al distraerse con noticias sociales y cuestiones carentes de intensidad dramática, trataba de aventar temores sobre su futuro y quería alejar de sí el gusto amargo de las injusticias, arbitrariedades y postergaciones sufridas en las postrimerías de su carrera diplomática. Nada menos que configuradas “violencias laborales y de género”, según se las caracterizó en mi presencia María Cristina Giuntoli, experta en el tema.
Sé que hoy vale la pena pasar revista a cada uno de los recuerdos compartidos con Silvia Ovejero y que me cabe inventariar hasta las mínimas anécdotas suyas. Para conmemorarla, que significa memorarla en grande y en plural; porque “el olvido es la forma más pobre del misterio”, tal como lo aprendí hace mucho en el poema de Borges “Barrio Norte”, aquella composición que releí trascripta en una placa colocada al comienzo de la Avenida Quintana, justamente un día que fui a tomar el té a su casa.
(Carlos María Romero Sosa, se publicó en CALCHAQUIMIX, el 20 de diciembre de 2009)





LA TRAGEDIA DEL ARA SAN JUAN Y LOS NUEVOS VIENTOS MILITARISTAS

                                                           


                                                           La presunción sobre el trágico final de los 44 tripulantes del submarino ARA San Juan y en forma previa  las jornadas de amargura de sus familiares, acompañados por la solidaridad del pueblo todo, desencadenó, como si se abriera otra Caja de Pandora,  aparte de especulaciones de todo tipo y color sobre el accidente, una serie de maliciosos aprovechamientos del mismo destinados a crear en la ciudadanía una suerte de cargo de conciencia colectivo por la situación actual de las Fuerzas Armadas, con la cantinela de que la democracia no supo qué hacer con ellas. Una forma de reivindicar a la dictadura que las ocupó en la guerra sucia, la guerra demencial contra Gran Bretaña y la casi contienda con Chile. 
                                                              La prensa “grande” y “seria” -al decir del nacionalista de derecha  Ramón Doll-, que hoy se denomina “multimedios”,  hace correr como un reguero de pólvora -y nunca mejor empleada la imagen tratándose de cuestiones castrenses-,  el lobby  militarista, favorable no sólo a elevar el presupuesto de las Fuerzas Armadas, algo que podría considerarse si no fuera porque de acabarse de aprobar la reforma previsional, en detrimento de los haberes de los jubilados y a no ser que se intente otro zarpazo a sus sueldos de hambre, es evidente que no debe haber de dónde conseguir fondos para mejorar  el presupuesto militar ni ningún otro.
                                                          Pero lo peor es que ya se arrojan ideas sobre cambios de roles de las fuerzas. De allí a que se exija que controlen la seguridad interna violando las leyes 23.554  de Defensa Nacional del año 1988 y 24.059 de  Seguridad Interior promulgada en 1992 y actualizada según las leyes 25.520 y 25.443,   hay un paso. Lo preocupante es que hacer propaganda de ello hasta que prenda en el  inconsciente colectivo, puede ser muy oportuno para un gobierno neoliberal que más temprano que tarde se las verá con la protesta social en ascenso, a la que por cierto no tiene escrúpulos en reprimir como lo prueban las muertes de Santiago Maldonado y de Rafael Nahuel.
                                                        El militarismo es a las Fuerzas Armadas y a la Defensa Nacional,  lo que el clericalismo a la Iglesia y a la fe católica: una perversión, un desvío interesado y de tinte corporativo. Por cierto que los partidarios del militarismo  han sido y son los mismos del clericalismo con el manido y simplificador recurso de  identificar la Cruz y la espada, vinculando la dimensión sobrenatural con la terrena, algo que sin embargo un derechista ultramontano y militarista como el profesor Jordán Bruno Genta, doctrinario  de gran predicamento en los años sesenta y setenta del siglo pasado entre los cuadros de la Fuerza Aérea Argentina, diferenció tibiamente: “Las Fuerzas Armadas de la Nación son las únicas instituciones de servicio y jerarquía en el orden humano –la Iglesia Católica es de orden divino- que todavía permanecen en pie”, escribió en su obra “Guerra Contrarrevolucionaria”.  Aunque a renglón seguido citando al fascista español  Calvo Sotelo soltó sus afirmaciones militaristas: “Por ser la columna  vertebral de la Patria, el armazón  que la sostiene y la armadura que la defiende, su resquebrajamiento es también el de la Patria. (…) El destino de la Patria es el de las armas: se salva o se pierde con ellas.”  
                                                    Si se piensa bien ni los próceres San Martín y Belgrano fueron propiamente militaristas; y más allá de las batallas ganadas contra los españoles y las geniales intuiciones tácticas como el Éxodo de Jujuy, el creador de la bandera  merecería por sus concepciones doctrinarias, ser reconocido –también- como un prócer civil a lo José Martí. Y más cerca aún, tampoco lo fueron los generales Enrique Mosconi y Manuel Savio que colaboraron con gobiernos constitucionales. Ni el legalista general Eduardo Broquen que se negó a reprimir en la Semana Trágica de enero de 1919. Ni el general mártir Juan José Valle,  en cuya proclama revolucionaria de junio de 1956 hablaba de restaurar la soberanía popular y el imperio de la libertad y la justicia dentro de un orden legal.
                                                            El militarismo pretende desviar las específicas, muy técnicas y  por ciento patrióticas funciones de los hombres de armas, a áreas ajenas a su competencia e incumbencia: como la política activa.  Lo que no implica coartar el derecho a expresarse de aquéllos, ni de tener ideas políticas  sean cuales fueren. Pero una cosa es eso y otra muy distinta decidir por el resto de la comunidad a partir del poder de las armas. El militarismo constituye una lacra del siglo XX y surgió en la Argentina de la mente de civiles como Leopoldo Lugones, quien lo explicitó en su conferencia de Ayacucho de 1924 cuando  promovió  “La hora de la espada”, un tanto anacrónico lapso detenido en el  arquetipo del soldado con conformación mental jerárquica,  disciplinada y proveniente de la aristocracia o la alta burguesía, sectores que nutrían mayormente por entonces el Colegio Militar y la Escuela Naval. Un soldado que representara lo contrario de la igualadora y plebeya democracia consumada en las multitudes de raíz inmigratoria del yrigoyenismo. Lo peor es que el dogma lugoniano  no fue  pura teoría: la Revolución del 6 de septiembre de 1930 lo puso en acción.
                                                      “Cristiana y varonil y ensoñadora,/ Disciplinada en el marcial consenso,/ Tal os llegó del rumbo de la aurora”, cantó en un terceto de su poema “Patria”, publicado en 1943 -año de otra revolución militar- el escritor y académico de letras Carlos Obligado; y se advierte que en estos recios y regios endecasílabos aparece clara la conjunción de religión y disciplina marcial  -con el incorporado adjetivo “varonil” por cierto-, apuntando merced a esa añorada simbiosis a una aurora de grandeza de la Nación. Era el signo de los tiempos y era el espíritu   de los autores nacionalistas, convencidos que amar a la Patria implicaba hacerlo con “la espada alerta, porque el mundo es mundo”, como finaliza la rimada epopeya de Obligado.
                                                       “Militares en Babia” llamó en 1960 a los que posponían el golpe contra el gobierno constitucional de Arturo Frondizi, Juan Carlos Goyeneche,  ex Secretario de Prensa y Actividades Culturales de Eduardo Lonardi,  en cuyo desempeño trató de “ejemplo” a la Marina de Guerra cuya aviación había masacrado al pueblo en la Plaza de Mayo, el 16 de junio de 1955. No obstante esa suerte de integrismo militarista con resabios franquistas proclamado sin rubores varias décadas atrás,  cabe recordar que ya  Platón en La República fijó y delimitó la función de los guardianes guerreros de la ciudad pertrechados con la virtud de la fortaleza: “que el guerrero sea guerrero y no comerciante a la vez que guerrero.”  
                                                       Sólo que hoy sabemos que además de guerrear  los militares tienen  otras formas de demostrar su valor cívico y su amor  a la Causa Nacional, sin quedar embretados únicamente en las hipótesis de conflicto. O mejor, como lo demostró el general Savio y seguramente lo demostrarán tantos otros oficiales, suboficiales y voluntarios en la  actualidad, cuando al contar con tales hipótesis de conflicto puedan tener en sus manos seguir desarrollando nuestra industria, garantía de potencialidad, a través de Fabricaciones Militares por ejemplo. En 1964, Jorge Abelardo Ramos en su libro “Historia política del Ejército Argentino”, destacó la importancia de la institución en lo referente a su influencia en materia de soberanía industrial. Algo que este gobierno no tiene en agenda y más bien ha dado muestras de lo contrario al despedir en 2016 más de un centenar de  empleados de Fabricaciones Militares, recortar el plantel  y suspender la construcción de vagones para el trasporte de granos, buen heredero ideológico del menemismo que por ley 24.045 de diciembre de 1991, declaró sujetas a privatización las fábricas militares de Azul, Río Tercero, Villa María y Fray Luis Beltrán, paralelamente al desmantelamiento de la industria naval.
                                                      Qué va a hablar ni conocer entonces este gobierno de Ceos desindustrializadores y privatistas, del sentimiento  castrense y de los roles a corresponder a nuestras Fuerzas Armadas en un contexto de independencia política, justicia social y respeto por los derechos humanos. 


(Carlos María Romero Sosa,  se publicó en la revista Con Nuestra América, de San José de Costa Rica, el sábado 9 de diciembre de 2017)              

viernes, 8 de diciembre de 2017

CARLOS SÁNCHEZ VIAMONTE Y EL "HABEAS CORPUS"





(Carlos María Romero Sosa, se publicó en la revista HISTORIA, Nro. 148, correspondiente a diciembre de 2017-febrero 2018) 

ALBERTO LUIS PONZO (1916-2017)


(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa, el domingo 3 de diciembre de 2017)