En una residencia de la calle Juncal a la altura del 1200,
de la que su moradora tomó posesión definitiva en un soneto: “Yo estoy aquí y
aquí me moriré”. Allí precisamente, a pasos de las Cinco Esquinas, un
tradicional encuentro de calles donde es posible recuperarse de los apuros del
Centro si uno se enfrasca en la lectura del poema de Borges “Barrio Norte”,
escrito en una placa colocada al comienzo de la Avenida Quintana ,Silvia Ovejero, poeta, abogada,
diplomática, solía recordar con unción a su padre, el jurista y magistrado David
Víctor Ovejero; a su madre, la actriz cinematográfica natural
de la provincia de Córdoba Tulia Ciampoli; a su abuelo paterno, David
Ovejero Zerda, gobernador constitucional de Salta entre 1904 y
1906, año en que renunció para ocupar una banca en el Senado de la Nación ; alguien que además
fue un próspero empresario que hizo edificar en sociedad con Alberto
San Miguel la Galería Güemes
inaugurada en 1915, una construcción de estilo ecléctico modernista que con sus
87 metros
fue por años el edificio más alto de Buenos Aires.
Tiempo de afectos
Silvia solía evocar, asimismo, a su bisabuelo Sixto
Ovejero, también gobernador de Salta desde 1867 a 1869; y acercando el
tiempo de los afectos hablaba de su bien leído pariente jujeño Daniel
Ovejero, abogado, profesor universitario de Derecho Civil y
cuentista, autor entre otras obras de “El terruño” y cuñado de Juan
Carlos Dávalos.
Aunque porteña por nacimiento eran reconocibles en su
personalidad y en sus modales la hidalguía provinciana heredada. Evidenciaba
esa tradición en el trato amable y delicado, en una cultura no sólo libresca,
en el innato refinamiento y el talento para crear el clima mágico de las
tertulias y encender y sostener la llama amena del diálogo porque ella nunca
monologaba distante.
Sin embargo se la escuchaba con creciente interés y su
palabra ingeniosa y amena era digna de ganar ecos, más que entre paredes de
ladrillos huecos de una propiedad horizontal, en aquellas señoriales galerías
de adobe con arcadas que parecen copiar el lomo de las serranías.
Esta mujer con un extenso desempeño en embajadas y
consulados del Viejo y el Nuevo Mundo como que cumplió funciones
plenipotenciarias en Austria, Uruguay, Chile, Puerto Rico, Colombia y Rumania,
era una localista universal, valga el oxímoron. Vivió bajo el sino de añorar
terruños y anduvo por los caminos del mundo, dispuesta a hacer cabecera de
playa aprovechando cualquier distracción de la distancia.
Su primer poemario
No por nada titulo “Itaca” a su primer poemario de 1974, nombre
que suena a imagen y casi alegoría de un regreso a todo lo posible y sin duda a
lo más sentido e íntimo de su biografía: a su ciudad cantada hasta el final; a
la niñez, esa única patria del ser humano; a las ilusiones primeras y a los
afectos definitivos. Claro está que debido a la característica de su profesión
de diplomática fue el suyo un regreso lento, “pleno
de aventuras, pleno de conocimientos”, tal como lo aconsejó Konstantino
Kavafis en su
poema escrito en 1911 que no casualmente también se llama “Itaca” y que nuestra
escritora admiraba y recitaba.
En el segundo libro publicado en 1988, Silvia Ovejero
suplantó en algo la nostalgia y la ansiedad del retorno por el asombro y el
desafío juvenil de descubrir la novedad cotidiana de los dones -su hijo David
Lafuente Ovejero, en primer término- que a manos llenas se le
ofrecían aquí y allá,“Bajo este sol”.
Pero es en “Último tren a Galilea” (1995) donde su lirismo
alcanzó quizá la madurez expresiva, donde las formas métricas como el soneto y
el sugerente haiku se le rindieron con docilidad, donde el exotismo –nunca el
esnobismo- dio paso a la vivencia empática de otros paisajes principalmente
espirituales, religiosos y hasta ascéticos en tránsito por momentos al
misticismo.
Aquí ya no hay lejanías sino integraciones; no pesan
soledades, resuenan encuentros en el interior del alma que es donde habita la
verdad, como enseña San Agustín: “Sólo
vivo si en mí Tu te reflejas/ y tu Amor y tu Paz conmigo dejas”. Tampoco
hay horror de laberintos y sí una búsqueda esperanzada de la Buena Noticia del
Evangelio: “Me mostrarás la senda de la vida”.
Y mucho Amen, porque la obra o gran parte de ella
corresponde a una oración cristiana que sin proselitismo cristianiza, no con
apelación a ningún temor y temblor de raíz kierkeguiana sino con dulzura
franciscana, al participar las composiciones de una inspiración signada por la
luz de la Gracia : “Mantenme firme en la palabra:
VIDA/ y en el refugio del amor constante.”
¿Y porqué entonces eso de “Último tren a Galilea? Nunca se lo pregunté a la autora, pero
puedo afirmar que no habrá sido por despedirse de la Tierra Santa en tren
de turista ávido de tocar e irse, dándole al término “tren” la tercera acepción
que marca el Diccionario de la
Real Academia : “ostentación o pompa en lo perteneciente a la
persona o cosa”. No en ese tren –repito- y en cambio, por voluntad o
experiencia de confortado –y no confortable- peregrinaje, en vagón expreso
hacia lo esencial y sin retorno a ninguna pompa del mundo enemigo del alma.
Datos genealógicos
La conocí en el Palacio San Martín una tarde de enero de
1998, en un ámbito muy poco burocrático y al que identifiqué más propicio para
la literatura que para las memorias diplomáticas y los chismes superficiales
del mundo de las embajadas que describió Roger Peyrefitte: el Consejo de
Embajadores de la
Cancillería , organismo que después me enteré era algo así
como un cementerio de elefantes durante el menemismo y un depósito de
funcionarios “in partibus infidelium”, por poco funcionales al poder político.
Salvaban los papeles formales y creaban aquel ambiente
simpático y particularísimo, el presidente del Consejo: Embajador Francisco
José Figuerola, un escritor cervantino y hombre de actitudes
quijotescas al par que gran orador y autor de varios libros de poemas. Tomás Alva Negri, poeta, narrador,
crítico de arte, erudito lugoniano, bibliófilo consumado y amigo inolvidable. Y
por cierto la propia Silvia, quien luego de serme presentada aquel día por el
embajador Negri, comenzó a recordar conmigo escritores salteños y a dispararme
datos genealógicos sobre su familia y la mía entre las que hallaba entronques,
creo que por la rama de los González de Saravia. Por de pronto
mencionó entonces a las matronas salteñas del siglo XIX Manuela
González de Todd y Florencia
González de Ovejero, ambas vinculadas por lazos de sangre y
especial afecto a mis antepasados Gregorio Romero González y Cesárea de la Corte de Romero.
Desde entonces continuamos el diálogo, ahora reparo que
moroso. Como siempre ocurre con los seres que queremos, no contaba con su
muerte ocurrida el ultimo 20 de noviembre y más bien apostaba a que continuaría
ganándole a la enfermedad que la aquejaba desde hacía ocho años. Supe que tenía
en mente hasta el final publicar otro libro de poemas, un proyecto capaz de
animarla y sostenerla entre agresivas quimioterapias.
Siempre teníamos por delante una visita y nos imponíamos
la puntual llamada telefónica, para mutuamente ponernos al tanto sobre el
mundillo cultural y sus olímpicos protagonistas locales. No todo puede ser
profundidad, seriedad y tensión ante el absoluto; sospecho que Silvia, al
distraerse con noticias sociales y cuestiones carentes de intensidad dramática,
trataba de aventar temores sobre su futuro y quería alejar de sí el gusto
amargo de las injusticias, arbitrariedades y postergaciones sufridas en las
postrimerías de su carrera diplomática. Nada menos que configuradas “violencias
laborales y de género”, según se las caracterizó en mi presencia María Cristina
Giuntoli, experta en el tema.
Sé que hoy vale la pena pasar revista a cada uno de los
recuerdos compartidos con Silvia Ovejero y que me cabe inventariar hasta las
mínimas anécdotas suyas. Para conmemorarla, que significa memorarla en grande y
en plural; porque “el olvido es la forma más pobre del misterio”, tal como lo
aprendí hace mucho en el poema de Borges “Barrio Norte”, aquella composición
que releí trascripta en una placa colocada al comienzo de la Avenida Quintana ,
justamente un día que fui a tomar el té a su casa.
(Carlos María Romero Sosa, se publicó en CALCHAQUIMIX, el 20 de diciembre de 2009)
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