domingo, 10 de diciembre de 2017

RECUERDO DE LA SALTEÑIDAD Y DE LA POESÍA HOGAREÑA DE IGNACIO B: ANZOÁTEGUI (H)

                                           
                                     Aunque nació en Buenos Aires en 1935, un día antes de iniciarse la primavera, Ignacio Braulio Anzoátegui  (h), fallecido el 20 de julio de 2009, gustaba remontar su biografía y no sólo su árbol genealógico, al Año del Señor de 1721 cuando,  portadores de mi apellido/ ingresaron  a las Provincias Unidas del Sud/ por la muy bella Provincia de Salta/”, como escribió en un poema. De esa modo, existencialmente, asumía la salteñidad con una actitud  mucho más vital que recitada con detalles históricos, como que cabe adjudicar a una licencia poética lo de Provincias Unidas del Sud”, del todo inexistentes en la tercera década del Siglo XVIII. Y esa condición de reafirmado provincianismo, actuó  en su espíritu como una cabecera de playa para conquistar todo el Noroeste Argentino y confundirse con la geografía e idiosincrasia de los pobladores, hasta recibir del medio la inspiración que supo plasmar en letra y gama sin rebajarla al efectista color local.
                                En el emprendido viaje iniciático hacia el Arte con mayúscula, anduvo Anzoátegui sorteando con éxito prosaísmos, mal gusto estético, modas baladíes, escuelas sin magisterio valedero y una asfixiante superficialidad. Despertó a la belleza -a los quince años- cuando se dio a pintar  el paisaje de Maimará, el patito feo de Jujuy comparado con el esplendor de Tilcara,  según juzgaba al evocar -tal vez- antes que el ambiente exterior en sí, su propia impresión adolescente de la población jujeña, poniendo en carne viva una experiencia similar a la de  Antonio Machado,  quien aseveró: sólo recuerdo la emoción de las cosas.
                             Pero el artista integral que había en él no sólo reinventó el mundo con trazos y colores sino que con la naturalidad de las evidencias escribió versos hondos, compuso música para acercarlos aun más al corazón de los destinatarios que lo eran también los inspiradores; y hasta supo interpretarlos acompañado por la guitarra con voz grave y asordinada. No precisaba levantarla en verdad para nombrar lo esencial de la vida: el amor a la esposa y a los hijos, el emocionado recuerdo paterno, la ternura de las infancias garantizándole cuotas de futuro a su polvo enamorado; el cotidiano hogareño en fin, tramitado sin beneficio de inventario desde su casa bonaerense de Bella Vista o el  departamento porteño que alquiló un tiempo en la calle Azcuénaga 1745, en el barrio de la Recoleta.
                             Por igual el hombre y el poeta tuvieron la decisión  para reconocer viejas deudas con el sufrimiento, la inquietud y la subjetividad: La vida fue cuando me puse triste./ cuando empecé a crecer, pero hacia adentro.  Es que todo armonizaba en su espíritu,  nutría su mundo interior, afirmaba ante sí el misterio, ese plus de las revelaciones, y sostenía su militancia espiritual en las corazonadas. Sin reproches ni muestras de desánimo escribió en el primer cuarteto de un soneto incorporado a su libro Sub total -que publicó en 1995-; una pieza antológica que habría elogiado su padre, escritor, magistrado, funcionario cultural y reconocido maestro de esa forma poética: Tiene armonía este dolor que siento/ y lejanas razones lo que lloro;/ no estoy tan solo cuando me demoro/ en estar solo con mi pensamiento.

                                   A comienzos de los setenta cuando todo era algo más romántico, incluso la militancia política juvenil clandestina bajo el onganiato y que rimaba con ideales de un orden social más justo, Ignacio B. Anzoátegui (h) se hizo conocido por su Zamba para Javier. No alcanzó el puro cuento de la fama por protestar como otros artistas o por incorporar vanguardismos estéticos a su mensaje. En cambio  se mantuvo fiel a fuentes inspiradoras más tradicionales, quizás  por influencia del conservadurismo familiar. Recuerdo que aquella pieza, grabada en un disco simple de 33 revoluciones, giraba en nuestro Wincofón  del mismo modo que las estrofas darían vueltas, en espiral, hasta tocar el centro emotivo de cierto público de entonces, predispuesto a la delicadeza. Público joven  que hasta consentía en hacer un alto en el sentimiento sin deponer el compromiso político, para escuchar:  Hijo nuestro, por tu cielo ha salido otra luz./ Que ya viene a invitarte a paseo,/ en su burro el Niñito Jesús.  Anzoátegui no estaba  solo en  la patriada de expresar con niveles de excelencia la afectividad, traducir en palabras y notas los ecos del misterio y participar a sus semejantes del vértigo fugaz del infinito: A veces siento/ que un corazón canta/ a mi lado/ lejos de aquí. Coincidentemente los medios radiofónicos y televisivos de la época solían expandir al aire composiciones de otros puntales del cancionero folclórico argentino como Jaime y Arturo Dávalos,  Manuel J. Castilla, César Perdiguero, Hamlet Lima Quintana,  Armando Tejada Gómez,  León Benarós y por supuesto Atahualpa Yupanqui. Lo hacían cuando la expresión popular, o la proyección folclórica, representaban un hecho artístico a tomar en serio y no un fenómeno sociológico de connotación casi policial como hoy la cumbia villera y otros ritmos actuales. En ese particular contexto, Anzoátegui abrió su propio surco, original, personalísimo, trascendente.
                               Claro que también los de sus inicios, eran tiempos cuando los poetas podían cantar al ambiente familiar desde la plenitud presencial de cada integrante; recordar los ritos iniciales del amor logrado y establecido más allá de las crisis: Ni vos ni yo supimos que caía/ nuestra historia, sencilla, enamorada”; proyectar hacia el futuro la dicha, incluso aquélla por momentos empañada de humana inseguridad: Cuando quisimos descubrir la esencia/ estaba todo listo para el viaje,/ estaba todo armado por la ausencia”.  Por cierto se podía dialogar desde el verso y en la vida con los hijos, el padre, la esposa. Había proximidades que parecían invencibles. Por de pronto no mediaban exilios como poco después. No había que llorar muertos por el terrorismo de Estado o  la violencia guerrillera, luctuosa aunque haya existido un único demonio. No se contaban por millares los desaparecidos y por centenares los nietos con la identidad robada. En ese sentido, no puedo menos que memorar la serena, esperanzada y ejemplar alabanza familiar de Ignacio B Anzoátegui (h) y contraponerla, por ejemplo, con la dolorosa actitud poética de  Sergio Ciocchini frente a la perdida de su hija María Clara, víctima de la Noche de los lápices: Sálvame, martirizada,/ de la crueldad del amor, de los seres humanos/ de su feroz herida. Llévame/ a la serenidad del canto”.  O  a la empecinada búsqueda del tiempo perdido de Juan Gelman con su ahora reconquistada nieta María Macarena: “Lo que se cuenta es lo/ que no se cuenta, un rayo, una/ interrupción ahí.
                            Pienso esto hoy, al repasar los poemas de Ignacio B. Anzoátegui (h), en ocasiones de contenida tristeza aunque sin marcas de angustia o duelo.  Mientras, observo su dibujada caligrafía en un saludo de cumpleaños que me remitió en febrero de 1995 y que conservo enmarcado sobre un anaquel de la biblioteca. En rigor lo traté poco y cuando charlamos lo hicimos más de parientes comunes que de literatura; pero obvio es decir  que fui y soy  un admirador de su obra.
                          Quizás otros oyentes y lectores suyos sientan como yo, además de embeleso frente a ella, una sana envidia por lo que  al autor la vida le dio y no le fue arrancado en un tiempo de orfandades.      

    
                                                 

(Carlos María Romero Sosa, se publicó en Salta Libre, el 5 de agosto de 2009)

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