Aunque
nació en Buenos Aires en 1935, un día antes de iniciarse la primavera, Ignacio
Braulio Anzoátegui (h), fallecido el 20
de julio de 2009, gustaba remontar su biografía y no sólo su árbol genealógico,
al Año del Señor de 1721 cuando, “portadores de mi apellido/ ingresaron a las Provincias Unidas del Sud/ por la muy
bella Provincia de Salta/”, como escribió en un poema. De esa modo, existencialmente, asumía la “salteñidad” con una actitud
mucho más vital que recitada con detalles históricos, como que cabe
adjudicar a una licencia poética lo de “Provincias Unidas del Sud”, del todo inexistentes en la tercera década del Siglo
XVIII. Y esa condición de reafirmado provincianismo, actuó en su espíritu como una cabecera de playa
para conquistar todo el Noroeste Argentino y confundirse con la geografía e
idiosincrasia de los pobladores, hasta recibir del medio la inspiración que
supo plasmar en letra y gama sin rebajarla al efectista color local.
En el
emprendido viaje iniciático hacia el Arte con mayúscula, anduvo Anzoátegui
sorteando con éxito prosaísmos, mal gusto estético, modas baladíes, escuelas
sin magisterio valedero y una asfixiante superficialidad. Despertó a la belleza
-a los quince años- cuando se dio a pintar
el paisaje de Maimará, “el ‘patito feo’ de Jujuy comparado con el esplendor de Tilcara”, según juzgaba
al evocar -tal vez- antes que el ambiente exterior en sí, su propia impresión
adolescente de la población jujeña, poniendo en carne viva una experiencia
similar a la de Antonio Machado, quien aseveró: “sólo recuerdo la emoción de las cosas”.
Pero el artista
integral que había en él no sólo reinventó el mundo con trazos y colores sino
que con la naturalidad de las evidencias escribió versos hondos, compuso música
para acercarlos aun más al corazón de los destinatarios que lo eran también los
inspiradores; y hasta supo interpretarlos acompañado por la guitarra con voz
grave y asordinada. No precisaba levantarla en verdad para nombrar lo esencial
de la vida: el amor a la esposa y a los hijos, el emocionado recuerdo paterno,
la ternura de las infancias garantizándole cuotas de futuro a su polvo
enamorado; el cotidiano hogareño en fin, tramitado sin beneficio de inventario
desde su casa bonaerense de Bella Vista o el
departamento porteño que alquiló un tiempo en la calle Azcuénaga 1745, en
el barrio de la Recoleta.
Por igual el hombre y el poeta tuvieron la decisión
para reconocer viejas deudas con el
sufrimiento, la inquietud y la subjetividad: “La vida fue cuando me puse triste./ cuando empecé a
crecer, pero hacia adentro”. Es que todo armonizaba en su espíritu, nutría su mundo interior, afirmaba ante sí el
misterio, ese “plus” de las revelaciones, y sostenía su militancia espiritual
en las corazonadas. Sin reproches ni muestras de desánimo escribió en el primer
cuarteto de un soneto incorporado a su libro “Sub total” -que
publicó en 1995-; una pieza antológica que habría elogiado su padre, escritor,
magistrado, funcionario cultural y reconocido maestro de esa forma poética: “Tiene armonía este dolor que siento/ y lejanas razones
lo que lloro;/ no estoy tan solo cuando me demoro/ en estar solo con mi
pensamiento”.
A comienzos
de los setenta cuando todo era algo más romántico, incluso la militancia política
juvenil clandestina bajo el onganiato y que rimaba con ideales de un orden social más
justo, Ignacio B. Anzoátegui (h) se hizo conocido por su “Zamba para Javier”. No alcanzó el puro cuento de la fama por protestar
como otros artistas o por incorporar vanguardismos estéticos a su mensaje. En
cambio se mantuvo fiel a fuentes
inspiradoras más tradicionales, quizás por
influencia del conservadurismo familiar. Recuerdo que aquella pieza,
grabada en un disco simple de 33 revoluciones, giraba en nuestro Wincofón
del mismo modo que las estrofas darían vueltas, en espiral, hasta tocar
el centro emotivo de cierto público de entonces, predispuesto a la delicadeza. Público
joven que hasta consentía en hacer un
alto en el sentimiento sin deponer el compromiso político, para escuchar: “Hijo
nuestro, por tu cielo ha salido otra luz./ Que ya viene a invitarte a paseo,/
en su burro el Niñito Jesús”. Anzoátegui no estaba solo en
la patriada de expresar con niveles de excelencia la afectividad,
traducir en palabras y notas los ecos del misterio y participar a sus
semejantes del vértigo fugaz del infinito: “A veces siento/ que un corazón canta/ a mi lado/ lejos
de aquí.” Coincidentemente los medios radiofónicos y televisivos
de la época solían expandir al aire composiciones de otros puntales del
cancionero folclórico argentino como Jaime y Arturo Dávalos, Manuel J. Castilla, César Perdiguero, Hamlet
Lima Quintana, Armando Tejada Gómez, León Benarós y por supuesto Atahualpa
Yupanqui. Lo hacían cuando la expresión popular, o la proyección folclórica,
representaban un hecho artístico a tomar en serio y no un fenómeno sociológico
de connotación casi policial como hoy la cumbia villera y otros ritmos
actuales. En ese particular contexto, Anzoátegui abrió su propio surco,
original, personalísimo, trascendente.
Claro que también
los de sus inicios, eran tiempos cuando los poetas podían cantar al ambiente
familiar desde la plenitud presencial de cada integrante; recordar los ritos
iniciales del amor logrado y establecido más allá de las crisis: “Ni vos ni yo supimos que caía/ nuestra historia,
sencilla, enamorada”; proyectar hacia el futuro la
dicha, incluso aquélla por momentos empañada de humana inseguridad: “Cuando quisimos descubrir la esencia/ estaba todo
listo para el viaje,/ estaba todo armado por la ausencia”. Por cierto se podía dialogar desde el verso y
en la vida con los hijos, el padre, la esposa. Había proximidades que parecían invencibles. Por de pronto no mediaban
exilios como poco después. No había que llorar muertos por el terrorismo de
Estado o la violencia guerrillera,
luctuosa aunque haya existido un único demonio. No se contaban por millares los
desaparecidos y por centenares los nietos con la identidad robada. En ese
sentido, no puedo menos que memorar la serena, esperanzada y ejemplar alabanza
familiar de Ignacio B Anzoátegui (h) y contraponerla, por ejemplo, con la
dolorosa actitud poética de Sergio
Ciocchini frente a la perdida de su hija María Clara, víctima de la “Noche de los lápices”: “Sálvame,
martirizada,/ de la crueldad del amor, de los seres humanos/ de su feroz
herida. Llévame/ a la serenidad del canto”. O a la
empecinada búsqueda del tiempo perdido de Juan Gelman con su ahora
reconquistada nieta María Macarena: “Lo
que se cuenta es lo/ que no se cuenta, un rayo, una/ interrupción ahí.”
Pienso esto hoy, al
repasar los poemas de Ignacio B. Anzoátegui (h), en ocasiones de contenida
tristeza aunque sin marcas de angustia o duelo.
Mientras, observo su dibujada caligrafía en un saludo de cumpleaños que
me remitió en febrero de 1995 y que conservo enmarcado sobre un anaquel de la
biblioteca. En rigor lo traté poco y cuando charlamos lo hicimos más de
parientes comunes que de literatura; pero obvio es decir que fui y soy
un admirador de su obra.
Quizás otros oyentes
y lectores suyos sientan como yo, además de embeleso frente a ella, una sana
envidia por lo que al autor la vida le
dio y no le fue arrancado en un tiempo de orfandades.
(Carlos María
Romero Sosa, se publicó en Salta Libre, el 5 de agosto de 2009)
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