jueves, 28 de junio de 2018

VICTORINO DE LA PLAZA

En 1949 León Rebollo Paz publicó el libro “Derqui, el presidente olvidado.”  El dato  viene al caso  por asociación, si se piensa que bastante después de esa fecha comenzó a analizarse con detenimiento la figura de otro primer mandatario de la República Argentina, que ejerció esta vez  en el siglo XX la más alta magistratura de la República: el doctor Victorino de la Plaza, figura en general tan ganada por el olvido a partir de su muerte en 1919, como lo fue  el cordobés de especial actuación en Corrientes estudiado por Rebollo Paz.  
 En efecto, salvo una nota de Estanilao S. Zeballos de 1901, dada a conocer en la Revista de Derecho, Historia y Letras; a  la obra de 1924  del  diplomático Belisario J. Montero: “Conversaciones sobre filosofía y arte. De mi diario”, que lleva por subtítulo “La filosofía del doctor Plaza”  y al estudio de Juan Manuel Albarracín “El doctor Victorino de la Plaza” y la crisis económica de 1875 a 1880”,  publicado en 1950, no abundó la bibliografía sobre él en la primera mitad del siglo pasado.
 Trascurrieron varias décadas hasta aparecer  ensayos fundamentales que revelaron aspectos de la vida y labor del estadista y jurista salteño. Así y sin ánimo exhaustivo cabe  citar a Atilio Cornejo y su obra: “Doctor Victorino de la Plaza. De escribano público a presidente de la República” (1980), a  Jorge M.  Mayer y su “Victorino de la Plaza: un eje institucional” (1995),  a Carlos María Gelly y Obes y  su “Victorino de la Plaza: el ciudadano, el mandatario” (1990), a Carlos Gregorio Romero Sosa y su ensayo genealógico: “Los de la Plaza o Plaza” (1996), a Jorge Reinaldo Vanossi y su extensa conferencia ofrecida en el CARI y editada en 2004: “Victorino de la Plaza. Tres momentos estelares de un hombre de Estado”, o al reciente libro de más de quinientas páginas de  Rodolfo Plaza Navamuel y Leandro Plaza Navamuel: “Don Victorino, el ciudadano ejemplar” (2016).  Todo ello  sin olvidar otros aportes previos debidos a Francisco Centeno, Juan Silva de la Riestra, Gustavo Gabriel Levene, Bernardo González Arrili, Ismael Bucich Escobar, Jorge Cabral Texo o Vicente Osvaldo Cutolo.
 Y en el año 2017 apareció  “Don Victorino íntimo”, de Silvia Martha de la Plaza, artista plástica, escritora, docente en establecimientos secundarios, productora rural en la provincia de Buenos Aires y  sobrina nieta del evocado. En ese carácter es depositaria de valiosos documentos familiares vinculados a la figura de su ilustre pariente que ahora, con buen criterio,  hace públicos.
 El libro de setenta y seis páginas no pretende historiar al detalle su existencia  desde el inicial y modesto trabajo como escribiente en la escribanía de Mariano Zorreguieta, en la ciudad de Salta.  Y después profesor de filosofía en el Colegio Nacional Buenos Aires designado por Sarmiento;  colaborador de Vélez Sarsfield en la redacción del Código Civil;  Procurador del Tesoro de la Nación en 1874 en sustitución de Bernardo de Irigoyen y no de José Evaristo Uriburu como afirma alguna de sus biografías;  legislador nacional;  Delegado Financiero del Gobierno para tratar el tema de la deuda externa argentina;  varias veces ministro de diferentes carteras durante las administraciones de los presidentes Nicolás Avellaneda, Julio A. Roca  y José Figueroa Alcorta; y finalmente  Vicepresidente de la Nación en la fórmula encabezada por Roque Sáenz Peña y que a la muerte de éste completó su mandato y entregó el poder al electo presidente Hipólito Yrigoyen el 12 de octubre de 1916.  
 Sin agobiar con  datos y fechas, aunque también sin dejar margen a errores historiográficos o lagunas,  la autora  abrevó en fuentes inobjetables como el mencionado y completo trabajo del académico salteño Atilio Cornejo, al tiempo que incorporó testimonios documentales e iconográficos para avalar  las referencias de aquel estudioso. Así, por ejemplo, luce en una de las primeras páginas, la fotografía de doña María Manuela de la Silva Palacios, madre de Victorino, y en la siguiente una caricatura debida al lápiz de Ramón Columba dedicada en 1953 a la autora;  un dibujo inédito ya que  el libro de Columba: “El Congreso que yo he visto”, luce otra diferente.  Algo más adelante puede leerse copia de la carta que el 12 de abril de 1861 dirigió a María Manuela de la Silva  el General Urquiza informándole haber concedido a su hijo la  beca por ella solicitada para el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay. Y completa las ilustraciones  un fragmento de su testamento ológrafo.
 El plan de la obra es cronológico y así se comienza por aclarar su lugar de nacimiento, contra algunas tradiciones sin mayor sustento fundadas en el hecho cierto de que no se ha encontrado la partida de bautismo de Victorino de la Plaza, nacido el 2 de noviembre de 1840. Una circunstancia que permitió suponer que su llegada a mundo  fue en Cachi, en los Valles Calchaquíes donde su padre tenía propiedades. Ciertamente un dato erróneo  repetido en varias de sus biografías como la que presenta el “Diccionario de Ministros”  (1998) de Osvaldo J. Sanguiao.  En cambio, según anota Cornejo y trascribe  Silvia de la Plaza como para concluir la polémica: “en la búsqueda que hice en la Parroquia de la Merced de Salta, cambié de opinión con motivo de un estudio más detenido sobre la personalidad del doctor de la Plaza que se publicó en el Boletín de la Academia Nacional de la Historia en 1965 y en el cual sostuve que el doctor Victorino de la Plaza no nació en la Valles Calchaquíes,  sino en la ciudad de Salta.”
 En otro capítulo se vuelca parte del diario, escrito sobre un cuaderno de tapas duras, donde narra sus vivencias de la Guerra de la Triple Alianza. Allí  actuó como voluntario junto a su hermano menor Rafael, nacido en 1844, después gobernador de Santiago del Estero y diputado nacional por esa provincia. En su caso cumplió las funciones de ayudante del coronel Julio de Vedia; y las páginas de ese diario escritas “con letra juvenil diferente a la clara y redondeada de más adelante”-aclara la autora-, abarcan desde el 23 de diciembre de 1865 hasta el 10 de abril de 1866. También hay fragmentos de los diálogos sostenidos en Europa con su amigo Belisario J. Montero (1857-1929) registrados con fidelidad por este publicista y decano, a la fecha de su muerte, del cuerpo diplomático argentino. Fue Montero una interesante figura de la generación nacida a poco de la batalla de Caseros y esos diálogos con su confidente de la Plaza muestran otras facetas del hombre de Estado, como ser su amor por la lectura y su condición de melómano, gustador y experto en óperas. Hasta se trascribe la  anécdota de haber podido escuchar de la Plaza y Montero una ejecución privada al piano de Franz Lizt, escondidos  detrás de unas cortinas del edificio donde el músico se hospedaba en Villa d´Este, Tïvoli. 
Sobre su afición por los libros cabe anotar por nuestra parte que donó parte de su numerosa biblioteca a su natal  provincia de Salta, la que llegó en tren en varios cajones durante el gobierno del doctor Joaquín Castellanos quien por decreto impuso el nombre del donante a la Biblioteca Provincial fundada en 1872. En años recientes y estando la institución  bajo la dirección del bibliófilo, historiador y periodista Gregorio Caro Figueroa, se comenzaron a fichar esos libros que constituyen el tesoro de la Biblioteca Provincial de Salta “Doctor Victorino de la Plaza”, habiendo sido bautizada la Sala del Tesoro con el nombre del historiador “Carlos Gregorio Romero Sosa”.   

A continuación hay referencias a su tarea de copista de los artículos del Código Civil que le dictaba el doctor Dalmacio Vélez Sarsfield, monumento jurídico que el cordobés compuso en un solar de la actual calle Gascón que hoy ocupa la manzana del  Hospital Italiano. La gran ciencia jurídica que caracterizó siempre a  de la Plaza, ha permitido suponer que la labor del entonces joven Victorino trascendió a la del mero  amanuense. Al cumplirse el cincuentenario del Código Civil, en 1919, disertó en la Universidad de Córdoba sobre el Código y su autor, que por otra parte había sido  padrino de su tesis doctoral presentada en la Universidad de Buenos Aires y referida  a “El crédito como capital”. 
Finalmente se trascriben algunas cartas obrantes en el Archivo General de la Nación, entre ellas la que dirigió desde Londres a Luis Sáenz Peña, rechazando el ministerio de Hacienda que el nuevo presidente le ofrecía, en razón de que “Después de una ausencia del país de cerca de ocho años, durante la cual por mis largos viajes no siempre he podido seguir el movimiento administrativo en lo interno  en tanto cúmulo de detalles, no sería quizá el más habilitado para formar un juicio completo de la situación y basar un plan general con el que pudiera iniciarse la nueva Administración.”  Y la enviada el 31 de marzo de 1917 al director del Museo Histórico Nacional, doctor Antonio Dellepiane, acompañando la banda y el bastón “que tuve el honor de usar durante mi desempeño en la presidencia de la Nación.”
Aunque indudable hombre del régimen conservador, y sin duda orgulloso de serlo, Victorino de la Plaza puede ser caracterizado en perspectiva como un conservador lúcido y en alguna medida progresista. Su espíritu democrático ha quedado plasmado para la historia en el fiel cumplimiento de la ley Sáenz Peña que informó su comprovinciano Indalecio Gómez; y en la entrega del poder al radical Yrigoyen.  Por otra parte, sin duda sus largas estadías en el Viejo Mundo le permitieron asomarse a la cuestión social con una visión más realista que la de muchos de sus compatriotas. No en vano promovió normas como el descanso dominical para la administración pública, hizo publicar oficialmente por el Ministerio del Interior un volumen sobre “La desocupación obrera en la Argentina” y sobre todo  promulgó como presidente la ley 9688 de accidentes de trabajo, directo antecedente de la Ley de Riesgos de Trabajo 24.557 de 1995 reformada por la ley 26.773 de 2012. Una revolucionaria iniciativa para le época del diputado socialista Alfredo Palacios que se tramitó entre idas y venidas desde 1912 en un Congreso francamente oligárquico que le opuso grandes resistencias. Al respecto  vale la pena leer la historia de la ley 9688 en el libro de su gestor Alfredo Palacios: “La justicia social” (Claridad, 1954). 
Otro aspecto para analizar y tal vez computar como positivo en su paso por la Casa de Gobierno, una cuestión no esbozada sin embargo en “Don Victorino íntimo”, fue haber sostenido  la neutralidad argentina durante la Gran Guerra. Por supuesto cabrá interrogarse si esa política internacional aparte de servir a los intereses nacionales  fue asimismo beneficiosa para Gran Bretaña que siguió recibiendo los productos primarios argentinos en el contexto de nuestra condición agroexportadora. Al llegar al poder Yrigoyen mantuvo  la neutralidad cada vez más combatida en el frente local. El caudillo radical juzgó la política de su antecesor “pasiva y claudicante” contra la “activa y altiva” que proponía,  según enseña el embajador doctor José R. Sanchis Muñoz en su  “Historia Diplomática Argentina” (Eudeba, 2010). Seguramente el juicio histórico ha de ser más aprobatorio para aquella primera neutralidad de las administraciones de Victorino de la Plaza e Hipólito Yrigoyen, con sus diferentes matices, que a la  sostenida durante la Segunda Guerra, bastante proclive al nazifascismo. Porque esa  neutralidad de los sucesivos  presidentes  Ramón Castillo y el general Pedro Pablo Ramírez en los  primeros tiempos de su gobierno de facto, fue  algo  que redundó, a las claras, en desprestigio para la República Argentina. 
                                                                   

(CARLOS MARÍA ROMERO SOSA, se publicó en el número 150 de la revista HISTORIA correspondiente a los meses junio-agosto de 2018.-)  

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(CARLOS MARÍA ROMERO SOSA, se publicó en La Prensa el domingo 10 de junio de 2018.-)

HÉCTOR MIGUEL ÁNGELI, DESDE EL RECUERDO

    El 12 de abril último, en la ciudad de Buenos Aires, murió el porteño Héctor Miguel Ángeli (1930). Y el 29 del mismo mes, también aquí, el santafecino Rubén Vela (1928). Dos poetas de voces personalísimas, contemporáneos y amigos entre sí,  a quienes corresponde situar en la Generación del Cincuenta que bien estudió Luís Ricardo Furlan, otro de sus integrantes más representativos. Con el riesgo que implican las clasificaciones, las respectivas  obras poéticas de los mencionados Ángeli y Vela dan cuenta de lo que puede tomarse como una de las características de aquella Generación: la poca sujeción de sus miembros -más allá de la proximidad cronológica y la insoslayable conmoción frente a los sucesos mundiales de los que fueron testigos en su adolescencia  y juventud- a estilos determinados e incluso a fuentes de inspiración comunes. Para el caso, Héctor Miguel Ángeli fue en muchos aspectos introspectivo en cuanto al acento y rupturista por momentos en lo que hace al estilo: basta recordar la particular disposición de los tercetos en la serie de sonetos recogidos en “Las burlas” (1966). Tampoco hay que  pasar por alto en su escritura con ritmo cósmico y que a juicio de Guillermo Ara “desafía las definiciones extremas”, la latencia cuando no la presencia explícita, de una  porteñidad capaz de elevar el barrio a alturas metafísicas; bien ganado en el trajinar por las veredas boquenses escalonadas en resguardo de las inundaciones, el blasón de un “abolengo de baldíos”  al fondo de los que pueden imaginarse horizontes.  “Nací y viví siempre en la Boca”, repetía con orgullo a quien quisiera escucharlo. Y en efecto habitó  en la vieja casa familiar de la calle Alvar Núñez número 196  hasta hace  unos tres años, cuando cierta noche fue allí asaltado y golpeado con saña por delincuentes.
  Ajeno a todo color local, “Nueve tangos”, uno de sus libros dado a conocer en 1974, da cuenta de tensiones e intenciones arrabal adentro: “Una  noche olvidada en Buenos Aires/ me demora la infancia/ que yo estreché con vos”, cantó con nostalgia contenida aunque insinuada sin huella de lacrimógena exaltación. Mientras tanto, Rubén Vela abrevaba en otras experiencias vitales a partir de  los destinos diplomáticos cumplidos en Bolivia, Brasil o Costa Rica, donde se desempeñó como embajador. Tocado por esas realidades extendió la fuente inspiradora a las raíces americanas e hizo girar  gran parte de su lírica, estructurada por momentos en forma casi aforística, sobre las dimensiones físicas y humanas del Continente. Supo así revelar ajeno a todo prosaísmo sus enterradas marcas  arqueológicas; sin soslayar alguna denuncia ante la sumergida condición actual de sus pueblos. “Maneras de luchar” (1981), uno de los volúmenes  que mejor expresan su personalidad poética es revelador desde el mismo título de tales  inquisiciones  e inquietudes.
               
 SENCILLEZ DE TRATO  Y  PROFUNDIDAD POÉTICA
                                             
 Dado al diálogo pero no a hablar de sí mismo, como hombre de afectos que era Héctor Miguel Ángeli,  en la charla se le deslizaban fácilmente recuerdos de colegas y maestros, que en buena medida permitían reconstruir su propia biografía literaria y aun su trayectoria vital. De modo tal que  entre muestras de cariño por unos, sentimientos de gratitud por otros y la común admiración por todos, gustaba mencionar  a Juan José Sebreli -con el que fundó la revista Existencia cuando estudiaba Filosofía y Letras-, a Ramón Plaza, a Graciela Maturo, a Federica Rosenfeld, a Jorge Masciángioli, a Miguel Ángel Viola, a Héctor Murena que lo integró a la revista SUR de Victoria Ocampo, a José Bianco o a Eduardo Mallea a cargo del suplemento cultural de La Nación en los años cincuenta de la pasada centuria, donde entonces comenzó a colaborar  y lo siguió haciendo hasta que dejó de dirigir la sección Jorge Cruz. También colaboró en la sección Cultura de LA PRENSA invitado por sus redactores Enriqueta Muñiz y Marcelo Intili.  
  Con excelente criterio, Nilda Barba, registra  en el libro: “Sentada a la mesa del poeta. Encuentros y lectura con Héctor Miguel Ángeli” (Vinciguerra, 2018), de reciente aparición y con intención de ser presentado  en un acto que contaría con la presencia del entrevistado, las largas conversaciones con él sostenidas en un café del centro de Buenos Aires, donde como no podía ser de otro modo desfilan varios de esos nombres y algunos otros más, un poco en función de ángeles guardianes de los ya invocados en su propio apellido -según Antonio Requeni, otro poeta,  gusta indicarlo en su homenaje-, como en  una competencia de custodias espirituales. Y es que Héctor Miguel, bueno “en el buen sentido de la palabra” que desentrañó Antonio Machado; generoso con los colegas consagrados y con los más anónimos y los jóvenes creadores como tantas veces lo comprobé siendo ambos jurados del concurso El Poema Ilustrado al que anualmente convoca desde hace décadas el Ateneo Popular de la Boca y que llevará su nombre a partir de ahora por disposición de su Comisión Directiva; amable con todos hasta el ejercicio de la hoy desacostumbrada cortesía, mereció y sospecho que asimismo debió precisar de protecciones celestiales especiales dado  que su exquisita sensibilidad y aquella bonhomía que se desprendía de su persona como un aura, podían hacerlo víctima a cada paso de las mezquindades y las malevolencias ajenas. Y es que alguien tan maravillosa y milagrosamente angelado,  desmentía en los hechos aquella aseveración de  Rilke: “Todo ángel es terrible”.
  Fiel creyente en la palabra y reticente para absolver las suyas, en 1999 reunió parte de su producción hasta ese momento, bajo un título poco autocomplaciente: “La gran divagación” que a poco tuve el gusto de comentar en la revista Proa en las Artes y en las Letras. Dolorido por la condición humana, al despegarse de  cierto existencialismo inicial riesgoso por individualista -“Sartre, sé breve”, escribían irreverentes los estudiantes en las paredes de La Sorbana en mayo de 1968-,  a partir  de la conciencia de la intransferible angustia pudo fácilmente volcarse al campo de la denuncia de carácter político. No lo hizo, su compromiso nunca fue partidario y no pasó de ser un  izquierdista romántico. Pero  su solidaridad con los vencidos y para el caso los asesinados y desaparecidos por la última dictadura le dictó un libro: “Matar a un hombre” (1991), más que de acusación, de perplejidad ante el mal absoluto. Sin elevar el grito, su contenido da en la nota de un humanismo en carne viva propio de quien se sintió de 1976 a 1983, “Sentado a la mesa del lobo”.
  Apegado a “Las leyes de la noche”, por decirlo con el título de una novela de su amigo Murena, dio a conocer en 2016 un poemario cuya lectura tensiona hasta el sacudimiento: “Sitio del escorpión”. Aquí, aparte de emprender un amargo juego de desdoblamiento sin resoluciones borgeanas: la Naturaleza y la Creación toda,  muestran su faceta cruel entre voluptuosas incitaciones en la metáfora del insecto mordiendo “la cama de los tristes”. Sin embargo como en un “corsi e ricorsi”,  otra sorpresiva configuración en el caleidoscopio de la vida había  inspirado, entre signos de alboradas,  un anterior libro suyo: “Frutas sobre la mesa”  (2007): “El sol es una venda suave,/ muy dorada al principio,/ cuando toca/ los grandes parques exquisitos”.
   Su última entrega en verso: “Casi póstumo”, vio la luz en 2017. El afamado traductor -y merecedor en su juventud de una beca a Italia- de los poetas Quasimodo y Ungaretti y en prosa de los “Cuadernos de la cárcel” de Gramsci, sostiene en esa suerte de previsora despedida la paleta de tonos oscuros ya configurada en “Sitio del escorpión”. No obstante el “casi” del nuevo  título actúa como esperanzada tabla de salvación para aventar aquella duda de Ungaretti en la composición “Día por día”: “¿Cómo es posible soportar tanta noche?”. Ángeli propondrá al cabo una epifanía: “Quisiera creer/ que este camino entre paredes,/ este siniestro túnel/ tan siniestro/ que hasta deja caer la canción de un ciego,/ es un paso perverso/ hacia la liberación/ hacia salidas/ que sean por lo menos postales/ de árboles con cielos,/ de estrellas con flores”.      
                                                                                             
   Héctor Miguel Ángeli frecuentó con singular ternura e imaginación la poesía infantil en el libro “Para armar una mañana” (1988). Ensayó en “La paralela” –situación en un acto- el teatro para el que mostró una inicial vocación actoral que no prosperó finalmente. Y recibió galardones como el Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía en 2010,  el Premio Trienal de la Academia Argentina de Letras ese mismo año y el Primer Premio Municipal  de Poesía en 2013, correspondiente al bienio 2006/2007.
   Al enterarme de su fallecimiento, escribí en su memoria, con la mía disparada hacia nuestros encuentros en algún bar de la avenida Almirante Brown y las caminatas por la calle Benito Pérez Galdós al salir juntos del Ateneo Popular de la Boca  -la institución cultural fundada por el historiador y periodista Antonio J. Bucich en 1926 y en cuyo historial son ineludibles las figuras de Benito Quinquela Martín, Juan de Dios Filiberto, Francisco Isernia, Joaquín Gómez Bas, José González Carbalho, Alfredo Palacios o la del lunfardólogo José Gobello-, el siguiente soneto antecedido por su nombre:   
  Un farol en la Boca del Riachuelo,/ afilado su brillo en una esquina/ que ofertaba distancias, ruina a ruina,/ curvada como agobio, duelo a duelo./ Debió ser a su luz como un consuelo/ dado a la sombra que al dolor empina,/ que compartimos pasos, calle, cielo,/ la Cruz del Sur incruenta que adoctrina/ en la fe  en el Creador del Universo/ y  la armonía, dogma de tu verso,/ Héctor Miguel, espíritu exquisito./ Ya ante la paz de Dios y eco tu grito/ que en dominio de alturas y pendientes,/ vibra en cristales y hace el coro a fuentes. 
                                                                                                    
(CARLOS MARÍA ROMERO SOSA, se publicó en La Prensa el domingo 17 de junio de 2018.-)