El
12 de abril último, en la ciudad de Buenos Aires, murió el porteño Héctor
Miguel Ángeli (1930). Y el 29 del mismo mes, también aquí, el santafecino Rubén
Vela (1928). Dos poetas de voces personalísimas, contemporáneos y amigos entre
sí, a quienes corresponde situar en la Generación del
Cincuenta que bien estudió Luís Ricardo Furlan, otro de sus integrantes más
representativos. Con el riesgo que implican las clasificaciones, las
respectivas obras poéticas de los
mencionados Ángeli y Vela dan cuenta de lo que puede tomarse como una de las
características de aquella Generación: la poca sujeción de sus miembros -más
allá de la proximidad cronológica y la insoslayable conmoción frente a los
sucesos mundiales de los que fueron testigos en su adolescencia y juventud- a estilos determinados e incluso
a fuentes de inspiración comunes. Para el caso, Héctor Miguel Ángeli fue en
muchos aspectos introspectivo en cuanto al acento y rupturista por momentos en
lo que hace al estilo: basta recordar la particular disposición de los tercetos
en la serie de sonetos recogidos en “Las burlas” (1966). Tampoco hay que pasar por alto en su escritura con ritmo
cósmico y que a juicio de Guillermo Ara “desafía las definiciones extremas”, la
latencia cuando no la presencia explícita, de una porteñidad capaz de elevar el barrio a
alturas metafísicas; bien ganado en el trajinar por las veredas boquenses escalonadas
en resguardo de las inundaciones, el blasón de un “abolengo de baldíos”
al fondo de los que pueden imaginarse
horizontes. “Nací y viví siempre en la Boca ”, repetía con
orgullo a quien quisiera escucharlo. Y en efecto habitó en la vieja casa familiar de la calle Alvar
Núñez número 196 hasta hace unos tres años, cuando cierta noche fue allí
asaltado y golpeado con saña por delincuentes.
Ajeno a todo color local, “Nueve tangos”, uno de sus libros dado a
conocer en 1974, da cuenta de tensiones e intenciones arrabal adentro: “Una noche olvidada en Buenos Aires/ me demora la
infancia/ que yo estreché con vos”, cantó con nostalgia contenida aunque
insinuada sin huella de lacrimógena exaltación. Mientras tanto, Rubén Vela
abrevaba en otras experiencias vitales a partir de los destinos diplomáticos cumplidos en
Bolivia, Brasil o Costa Rica, donde se desempeñó como embajador. Tocado por
esas realidades extendió la fuente inspiradora a las raíces americanas e hizo
girar gran parte de su lírica,
estructurada por momentos en forma casi aforística, sobre las dimensiones
físicas y humanas del Continente. Supo así revelar ajeno a todo prosaísmo sus
enterradas marcas arqueológicas; sin
soslayar alguna denuncia ante la sumergida condición actual de sus pueblos.
“Maneras de luchar” (1981), uno de los volúmenes que mejor expresan su personalidad poética es
revelador desde el mismo título de tales
inquisiciones e inquietudes.
SENCILLEZ DE TRATO Y
PROFUNDIDAD POÉTICA
Dado al diálogo pero no a hablar de sí mismo, como hombre de afectos que
era Héctor Miguel Ángeli, en la charla
se le deslizaban fácilmente recuerdos de colegas y maestros, que en buena
medida permitían reconstruir su propia biografía literaria y aun su trayectoria
vital. De modo tal que entre muestras de
cariño por unos, sentimientos de gratitud por otros y la común admiración por
todos, gustaba mencionar a Juan José
Sebreli -con el que fundó la revista Existencia cuando estudiaba Filosofía y
Letras-, a Ramón Plaza, a Graciela Maturo, a Federica Rosenfeld, a Jorge
Masciángioli, a Miguel Ángel Viola, a Héctor Murena que lo integró a la revista
SUR de Victoria Ocampo, a José Bianco o a Eduardo Mallea a cargo del suplemento
cultural de La Nación
en los años cincuenta de la pasada centuria, donde entonces comenzó a
colaborar y lo siguió haciendo hasta que
dejó de dirigir la sección Jorge Cruz. También colaboró en la sección Cultura
de LA PRENSA
invitado por sus redactores Enriqueta Muñiz y Marcelo Intili.
Con excelente criterio, Nilda Barba, registra en el libro: “Sentada a la mesa del poeta.
Encuentros y lectura con Héctor Miguel Ángeli” (Vinciguerra, 2018), de reciente
aparición y con intención de ser presentado en un acto que contaría con la presencia del
entrevistado, las largas conversaciones con él sostenidas en un café del centro
de Buenos Aires, donde como no podía ser de otro modo desfilan varios de esos
nombres y algunos otros más, un poco en función de ángeles guardianes de los ya
invocados en su propio apellido -según Antonio Requeni, otro poeta, gusta indicarlo en su homenaje-, como en una competencia de custodias espirituales. Y
es que Héctor Miguel, bueno “en el buen sentido de la palabra” que
desentrañó Antonio Machado; generoso con los colegas consagrados y con los más
anónimos y los jóvenes creadores como tantas veces lo comprobé siendo ambos
jurados del concurso El Poema Ilustrado al que anualmente convoca desde hace
décadas el Ateneo Popular de la
Boca y que llevará su nombre a partir de ahora por
disposición de su Comisión Directiva; amable con todos hasta el ejercicio de la
hoy desacostumbrada cortesía, mereció y sospecho que asimismo debió precisar de
protecciones celestiales especiales dado
que su exquisita sensibilidad y aquella bonhomía que se desprendía de su
persona como un aura, podían hacerlo víctima a cada paso de las mezquindades y
las malevolencias ajenas. Y es que alguien tan maravillosa y milagrosamente
angelado, desmentía en los hechos
aquella aseveración de Rilke: “Todo
ángel es terrible”.
Fiel creyente en la palabra y reticente para absolver las suyas, en 1999
reunió parte de su producción hasta ese momento, bajo un título poco
autocomplaciente: “La gran divagación” que a poco tuve el gusto de comentar en
la revista Proa en las Artes y en las Letras. Dolorido por la condición humana,
al despegarse de cierto existencialismo
inicial riesgoso por individualista -“Sartre, sé breve”, escribían irreverentes
los estudiantes en las paredes de La
Sorbana en mayo de 1968-, a partir
de la conciencia de la intransferible angustia pudo fácilmente volcarse al
campo de la denuncia de carácter político. No lo hizo, su compromiso nunca fue
partidario y no pasó de ser un
izquierdista romántico. Pero su
solidaridad con los vencidos y para el caso los asesinados y desaparecidos por
la última dictadura le dictó un libro: “Matar a un hombre” (1991), más que de acusación,
de perplejidad ante el mal absoluto. Sin elevar el grito, su contenido da en la
nota de un humanismo en carne viva propio de quien se sintió de 1976 a 1983, “Sentado a
la mesa del lobo”.
Apegado a “Las leyes de la noche”, por decirlo con el título de una novela
de su amigo Murena, dio a conocer en 2016 un poemario cuya lectura tensiona
hasta el sacudimiento: “Sitio del escorpión”. Aquí, aparte de emprender un
amargo juego de desdoblamiento sin resoluciones borgeanas: la Naturaleza y la Creación toda, muestran su faceta cruel entre voluptuosas
incitaciones en la metáfora del insecto mordiendo “la cama de los tristes”.
Sin embargo como en un “corsi e ricorsi”,
otra sorpresiva configuración en el caleidoscopio de la vida había inspirado, entre signos de alboradas, un anterior libro suyo: “Frutas sobre la
mesa” (2007): “El sol es una venda
suave,/ muy dorada al principio,/ cuando toca/ los grandes parques exquisitos”.
Su última entrega en verso: “Casi póstumo”, vio la luz en 2017. El
afamado traductor -y merecedor en su juventud de una beca a Italia- de los
poetas Quasimodo y Ungaretti y en prosa de los “Cuadernos de la cárcel” de
Gramsci, sostiene en esa suerte de previsora despedida la paleta de tonos
oscuros ya configurada en “Sitio del escorpión”. No obstante el “casi” del
nuevo título actúa como esperanzada
tabla de salvación para aventar aquella duda de Ungaretti en la composición
“Día por día”: “¿Cómo es posible soportar tanta noche?”. Ángeli
propondrá al cabo una epifanía: “Quisiera creer/ que este camino entre
paredes,/ este siniestro túnel/ tan siniestro/ que hasta deja caer la canción
de un ciego,/ es un paso perverso/ hacia la liberación/ hacia salidas/ que sean
por lo menos postales/ de árboles con cielos,/ de estrellas con flores”.
Héctor Miguel Ángeli frecuentó con singular ternura e imaginación la
poesía infantil en el libro “Para armar una mañana” (1988). Ensayó en “La
paralela” –situación en un acto- el teatro para el que mostró una inicial
vocación actoral que no prosperó finalmente. Y recibió galardones como el Gran
Premio de Honor de la
Fundación Argentina para la Poesía en 2010,
el Premio Trienal de la Academia Argentina de Letras ese mismo año y el
Primer Premio Municipal de Poesía en
2013, correspondiente al bienio 2006/2007.
Al enterarme de su fallecimiento, escribí en su memoria, con la mía
disparada hacia nuestros encuentros en algún bar de la avenida Almirante Brown
y las caminatas por la calle Benito Pérez Galdós al salir juntos del Ateneo Popular
de la Boca -la institución cultural fundada por el
historiador y periodista Antonio J. Bucich en 1926 y en cuyo historial son ineludibles
las figuras de Benito Quinquela Martín, Juan de Dios Filiberto, Francisco
Isernia, Joaquín Gómez Bas, José González Carbalho, Alfredo Palacios o la del
lunfardólogo José Gobello-, el siguiente soneto antecedido por su nombre:
Un
farol en la Boca
del Riachuelo,/ afilado su brillo en una esquina/ que ofertaba distancias,
ruina a ruina,/ curvada como agobio, duelo a duelo./ Debió ser a su luz como un
consuelo/ dado a la sombra que al dolor empina,/ que compartimos pasos, calle,
cielo,/ la Cruz
del Sur incruenta que adoctrina/ en la fe
en el Creador del Universo/ y la
armonía, dogma de tu verso,/ Héctor Miguel, espíritu exquisito./ Ya ante la paz
de Dios y eco tu grito/ que en dominio de alturas y pendientes,/ vibra en
cristales y hace el coro a fuentes.
(CARLOS
MARÍA ROMERO SOSA, se publicó en La
Prensa el domingo 17 de junio de 2018.-)
No hay comentarios:
Publicar un comentario