martes, 11 de agosto de 2020

EVOCACIÓN DEL CABALLERO GENEROSO Entre las numerosas columnas necrológicas aparecidas con motivo del fallecimiento, días atrás, del doctor Norberto Padilla, entre ellas la firmada por José Claudio Escribano en La Nación y por Serio Rubín en Clarín, leí en el diario La Prensa del domingo 21 de junio del corriente, un emotivo recuerdo suyo del historiador Roberto Elissalde. Entiendo que el jurista, docente universitario, estudioso del Derecho Constitucional, el Derecho Eclesiástico y la Historia Eclesiástica, merecía el homenaje del profesor Elissalde pleno de vivencias, sin sobreactuar el autor con datos autorreferenciales, algo que suele ser común en este tipo de recordatorios donde hablar de otra persona es el mejor pretexto para que lo haga de sí mismo el articulista, invirtiendo así los términos de aquella sentencia de Chesterton quien sostenía que las autobiografías son el mejor modo para referirse a los demás. La nota, al destacar en el título la sonrisa a flor de labios tan característica en el rostro del evocado, remite a memorar a los que tuvimos el privilegio de conocerlo y sin duda a imaginar los que no participaron de tal fortuna, la bonhomía interior en grado de beatitud que trasuntaba ese gesto cálido y espontáneo. Sucede que en todo momento demostraba Norberto Padilla consideración y deferencia hacia el prójimo, sustentando sus buenas maneras, su caballeresca urbanidad de cuño provinciano, en fin su “suaviter in modo”, en profundos y acendrados principios éticos de humanismo y humanitarismo y sobre todo en la prédica del Evangelio que le dictaba atender a la dignidad de cada semejante, su hermano en Cristo hecho a imagen y semejanza del Creador. En tiempos de preeminencia del valor útil por sobre el valor moral, aquel que es conveniente a la naturaleza racional del ser humano, Padilla, sabedor de que el bien y la belleza se dan la mano y tan generoso y solidario en el plano de las relaciones interpersonales como impulsor de grandes causas patrióticas y religiosas, se nutrió con los bienes del espíritu y amó la música clásica, la ópera y la buena literatura sin caer en el esteticismo ni refugiarse en ninguna torre de marfil. Así como también investigó con vocación científica temas genealógicos y heráldicos, lejos de toda subalterna vanidad de prestigio social que por cierto poseía en grado sumo, valiéndole esos estudios ser designado miembro del Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas fundado en 1940. Hace un par de años encontré por casualidad algunas cartas dirigidas a Carlos Gregorio Romero Sosa en marzo 1961, es decir cuando tenía apenas diecisiete años ya que había nacido en febrero de 1944. Contenían información sobre la familia tucumana Gallo de su estirpe y solicitaban otros datos sobre el particular. Le envié copia de esa correspondencia por correo electrónico y me respondió entre otros conceptos: “Impresionante, la verdad que bastante bien la carta.,....y qué bien gente como tu padre y Jorge de Durañona y Vedia., que atendían y respondían a las inquietudes de los jóvenes.” En tanto los fundamentalistas de cualquier signo monologan sus consignas guerreras, él regó con la rectitud de su conducta y la frecuentación a los sacramentos, la gracia sobrenatural de la fe católica derramada sobre su alma. Adelantado de ella fue quizá el más notorio de los laicos de las últimas décadas jugados por el diálogo ecuménico, el interreligioso y en el caso del entablado con el judaísmo, debe haber celebrado la conclusión de Benedicto XVI en el sentido que el diálogo entre los católicos y el pueblo elegido es más una interlocución intrarreligiosa que interreligiosa. Fundador con su esposa, la teóloga y catequista Gloria Williams de un hogar ejemplar, ajeno a todo relativismo moral y gnoseológico creyó en la verdad única y no a gusto de cada cual, cuando no pervertida hasta la mendacidad de la “posverdad” en demoníaca rebeldía contra el octavo mandamiento del Decálogo. Pero desanduvo la soberbia intelectual de quienes pretenden tener la verdad en plenitud para imponerla. Es más, haciendo conjugar la supremacía de la Verdad con el don del libre albedrío para perseguirla aun entre sombras y contradicciones, manifestó en el año 2000 siendo Secretario de Culto, cuando se cuestionaba la proliferación en colegios católicos de movimientos vinculados al “New Age”: “El Estado no puede ser juez de las creencias de la gente”. Ocupó primero la Subsecretaría de Culto de la Cancillería y luego, durante el gobierno de su amigo Fernando de la Rúa, fue secretario del área. Era el hombre para el cargo y así lo entendieron a su hora las autoridades de diversas confesiones religiosas que celebraron su nombramiento. No le habrá resultado pequeño el desafío, antes había prestigiado la función en dos oportunidades el doctor Ángel Centeno, del que fue asesor y con quien mantuvo fuertes vínculos amistosos en comunidad de ideales cristianos y republicanos. Y hubo antes y después de Padilla otros nombres para recordar a la cabeza de ese organismo, como Ramiro de La Fuente que como publicista escribió sobre las instituciones del patronato y el concordato con la Santa Sede y hoy, de sonar su nombre, será más como el del director del mojigato Ente de Calificación Cinematográfica creado por el onganiato; o Juan Carlos Palmero y María Merciadri de Morini –dirigente del radicalismo cordobés y coautora cuando fue diputada nacional del proyecto de ley de cupo femenino- designados en Culto por Raúl Alfonsín; o el poeta Ricardo Adúriz y, hasta su renuncia en 1998, el embajador Santiago de Estada con el presidente Mauricio Macri. Cabe hacer mención que la Secretaría de Culto durante el gobierno del doctor Carlos Saúl Menem fue trasladada, encabezada por el dirigente católico santiagueño Juan José Ramón Laprovitta, al ámbito de la Presidencia de la Nación. Y que precisamente con Norberto Padilla volvió al Ministerio de Relaciones Exteriores según lo prescribía desde 1898 la ley de ministerios número 3727, como lo subrayó en un artículo publicado en La Nación el 7 de diciembre de 1999 el notorio periodista Jorge Rouillon. Pocos dominaron como Padilla la historia de los vínculos entre la Iglesia Católica y el Estado Argentino y ello queda demostrado en publicaciones como “Relación Iglesia-Estado: la experiencia argentina”; “El derecho de la libertad de cultos. Constitución Argentina. Análisis doctrinal y jurisprudencial” en 2009; “La crisis del patronato”, trabajo que en 2015 publicó la Academia Nacional de la Historia y en su conferencia de incorporación como miembro de número a la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas –donde su padre: Alberto G. Padilla, ocupó el sitial de Félix Frías- pronunciada en sesión pública del 10 de julio de 2019, sobre “Libertad Religiosa y Estado Confesional”. **** Con haber expuesto lo que antecede, no representan esas líneas escritas a vuelapluma mis sentimientos de permanente gratitud y de consiguiente dolor ante su muerte; y aquí sí creo que me cabe en su memoria dar un testimonio retrotrayéndome a una dramática situación que me tocó vivir a partir del Viernes Santo de 1976. Esa mañana ingresó a casa una patota policial que me vendó los ojos y condujo a algún lugar para interrogarme sobre cosas y personas que por supuesto ignoraba. Después supe que estuvimos –porque asimismo esa jornada fue conmigo secuestrado mi padre, lo cual habla de la irracionalidad de la represión ilegal montada por la dictadura- en la tenebrosa Coordinación Federal de la PFA en la calle Moreno 1417, lugar hoy señalado como centro clandestino de detención y tortura. Mi madre desesperada y sola con mi hermana apenas veinteañera recurrió a Norberto Padilla, nuestro vecino del quinto piso de la calle Laprida al 2100 y él, en momentos en que era difícil hasta que un abogado se expusiera a presentar y firmar “Habeas Corpus”, algo que destaco aquí se ofreció de inmediato a tramitar el amigable y ya ciego doctor Esteban Casaraville -un penalista de nota y profesor universitario de Derecho Comercial-, salió a buscarnos por comisarías y cuarteles con heroica desatención a los riesgos que corría. Pero sé que además rezó por nuestra aparición con vida cosa que a poco ocurrió felizmente. Tengo para mí que la oración de este hombre de Dios en la tierra fue escuchada.- (Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa el 5 de julio de 2020 y antes en Salta Libre el 26 de junio de 2020.-)

miércoles, 1 de julio de 2020

UN DISCÍPULO DE GOUNOT EN LA SALTA DE FINES DEL SIGLO XIX



                                               
   Contaba yo pocos años –y pido perdón por ser autorreferencial- cuando el sacerdote de origen alemán y extensa actuación religiosa, cultural y docente en el país, R. P. Santiago Lichius (1877-1973), perteneciente a la congregación del Verbo Divino, visitó un día nuestra casa. Este organista virtuoso, compositor, musicólogo y frecuente colaborador en los periódicos con notas sobre crítica musical y temas piadosos, recibió en la oportunidad de manos de mi padre, varias partituras originales de quien fuera también otro creador musical, en su caso de finales del siglo XIX y principios del XX: el salteño presbítero doctor Clodomiro Arce Romero, nacido en la ciudad del cerro San Bernardo el 14 de noviembre de 1854 y fallecido allí el 27 de septiembre de 1909.
  Habrá motivado la entrega de esas partituras, el convencimiento que nadie mejor que el padre Lichius  para analizarlas y en su caso difundirlas. Ignoro qué piezas o fragmentos de ellas pudieron haber sido las obsequiadas entonces, ya que en las biografías del doctor Arce, tanto  la incluida en el Diccionario Histórico Argentino, dirigido por los historiadores Ricardo Piccirilli, Francisco L. Romay y Leoncio Gianello; como la inserta más tarde en el Nuevo Diccionario Biográfico Argentino de Vicente Osvaldo Cutolo, se lo menciona  como compositor de dos misas, de numerosas piezas musicales para órgano de carácter litúrgico y de una Rapsodia de proyección folclórica. En tanto que el historiador salesiano R.P. Arsenio Seaje en su obra “La Iglesia en Salta. Fichas cronológicas para su historia 1806-1985)” publicada en 1986, además de referir  que fundó una banda de música instrumental y un Coro Polifónico que dirigió por diez años y de aludir a su gran amistad y colaboración con otro sacerdote: el franciscano natural de Italia fray Benjamín Cenci, creador de la primera Schola Cantorum de Salta, ratifica su autoría de temas de música religiosa y de otros de tono popular.
   Tiempo después el P. Lichius   proporcionó al obsequiante una hoja pentagramada que contiene la obra original de Arce para voz y órgano con arreglos de aquél según se lee al final con su letra y firma, titulada “Ecce altare domini”, expresión bíblica que se repite en función de antífona en la partitura.  
   No era improvisada ni accidental la pasión musical de Arce. En la obra de Roberto G. Vitry: “Mujeres Salteñas”  publicada en Salta en el año 2000,  al trazar la biografía de doña Antonina del Carmen Alvarado de Moyano, hija del brigadier general Rudecindo  Alvarado,  dama patricia a la que la historia del Noroeste Argentino reconoce como notable benefactora. Entre las muchas obras caritativas y piadosas debidas a su generosidad que se enumeran allí como la contribución para erigir  la torre de la basílica de San Francisco y la construcción de su altar mayor o la restauración de la histórica torre de la iglesia de la Merced,  también Vitry aporta el dato -vivo por cierto en la tradición familiar- que Carmen Alvarado de Moyano fomentó la vocación artística de Arce y su  particular inquietud  por la música sacra, llegando a costearle un viaje a Europa en su juventud para que en París se perfeccionara en armonía y composición con Charles Gounot. Al respecto solían testimoniar sus hermanos  Josefa y Pascual Arce quienes lo sobrevivieron varias décadas, sobre la veneración  que manifestaba   por el genial autor de “Fausto”. Incluso en uno de sus posteriores viajes al Viejo Mundo visitó  al  antiguo maestro en su residencia parisina de St. Cloud.  
 
 Hijo de  Felipe Arce y Zelarayán y de Matilde Trinidad Romero de la Corte, sobrina del general Güemes,  Arce realizó sus estudios sacerdotales primero en su provincia y luego en el Seminario de Loreto, en Córdoba, en cuya universidad se doctoró en Derecho Canónico. Ordenado sacerdote en Salta en 1878 por su pariente, el franciscano monseñor Buenaventura Rizo Patrón, tercer obispo de la diócesis salteña, fue luego catedrático en el Seminario Conciliar de Salta fundado por el mencionado pastor en 1874 y del que llegó a ser rector. Al respecto informa Andrés Mendieta que Clodomiro Arce –al que nombra Elías Clodomiro como asimismo lo hizo al trazar su biografía el citado padre Arsenio Seaje- promovió la creación de ese seminario en una iniciativa a la que pronto se sumaron  el  padre Mateo Apaza que  recorrió evangelizando las serranías de Guachitas y Cerrillos y el canónigo Luis B. Alfaro.   
 Canónigo de la Catedral de Salta y  fiscal eclesiástico, el diario La Provincia dirigido por el poeta satírico Nicolás López Isasmendi, en la nota necrológica que le dedicó el 28 de septiembre de 1909 donde informaba que el acto del funeral se realizó en la Catedral, subrayó su condición de “decano del venerable cabildo eclesiástico de esta diócesis”. 

Se desempeñó antes como párroco de  Nuestra Señora de la Candelaria de la Viña en la segunda mitad del siglo XIX, cuando activó la edificación de la torre y el campanario que proyectó el ingeniero Rauch, como informa Telma Chaile en su trabajo “La tradición de la Virgen de La Viña. Construcción colectiva y homogeneización de los relatos devocionales en Salta, Argentina, afines del siglo XIX y principios del XX” (Hispania Sacra, Vol 65, Nro. 132 (2013). Esa iglesia debió ser entrañable para él:  su tío el canónigo  Pascual Arce Zelarayán –que firmaba “Arze” con z- había ejercido allí el ministerio parroquial y promovido  la creación del nuevo templo de estilo italianizante, hoy Monumento Histórico Nacional; en tanto que  su abuelo materno, el guerrero de la Independencia y del Brasil, Gregorio Victoriano Romero González, había donado en su juventud terrenos de su propiedad situados en la actual calle Alberdi al 400, para que junto a la modesta capilla original del Nazareno o capilla de La Viña, se erigiese un templo destinado a honrar la advocación de Nuestra Señora de la Viña, lo cual se concretó décadas más tarde con el producido de nuevas donaciones de otros fieles.      

 En 1903 –da cuenta un artículo aparecido en El Liberal de Santiago del Estero el 18 de mayo de 2019- el doctor Arce era visitador diocesano del obispado de Tucumán a cargo de monseñor Pablo Padilla y Bárcena y a sugerencia suya, se decidió desmembrar del curato santiagueño de Matará a Mailín y constituir allí una nueva parroquia próxima al añoso algarrobo donde se inició  la veneración del  Señor de los Milagros de Mailín. Además fundó en Salta la Sociedad de Obreros Católicos de San José, que se integró luego a los Círculos Católicos de Obreros creación del sacerdote redentorista Federico Grote en 1892. Actuó en la prensa  local divulgando a través de los periódicos por él fundados: “El obrero” y “El deber” así como “Democracia” que dirigió,  las ideas en materia social de la encíclica “Rerum Novarum”, asomando a la sociedad salteña conservadora y en el mejor de los casos paternalista, a la llamada “Cuestión Social”. En 1908 participó en la primera peregrinación argentina a Tierra Santa junto a figuras eclesiásticas y laicas de prestigio, entre aquéllas  el tucumano monseñor Julián Toscano –hoy enterrado junto al altar mayor  de la catedral de Cafayate donde fue párroco-, monseñor fray Zenón Bustos y Ferreyra, monseñor José Américo Orzali, el entonces franciscano fray Pacífico Otero, después eminente historiador sanmartiniano, o  la madre Camila Rolón, fundadora de la Congregación de las Hermanas Pobres Bonaerenses de San José y cuya causa de beatificación y canonización se tramita en la actualidad.  Del periplo iniciado en el puerto de Buenos Aires rumbo a los lugares sagrados de la cristiandad  dejó testimonio escrito en sus  “Memorias de viaje a Palestina”. En 1903 el papa León XIII le otorgó la cruz “Pro Ecclesia et Pontífice” y suscribió  el correspondiente diploma que acompaña a la condecoración  el entonces Secretario de Estado, cardenal Mariano Rampolla.

 Aparte de la fundamental dedicación al orden sagrado y de su afición por la música, el doctor Arce tuvo gran  interés por las ciencias naturales y destacan sus biógrafos que reunió un herbario en su hogar que lucía en vitrinas en la sala donde ejecutaba su armonio; como si esos testimonios muertos de la naturaleza le inspiraran volar hacia las regiones inmateriales e imperecederas del arte. En especial desarrolló estudios geográficos, etnograficos y arqueológicos y participó en expediciones arqueológicas junto al nombrado monseñor Toscano, destacado historiador y arqueólogo  autor de ensayos  en la materia tales como: “La región calchaquina” (1898) e “Investigaciones sobre arqueología argentina” (1910). Y también asistió en sus investigaciones de campo al ingeniero Víctor J. Arias, uno de los primeros estudiosos de la Cultura de La Candelaria que después profundizó Alfred de Metraux.  En una de esas expediciones, el doctor Arce halló al norte de Cachi  un vaso lítico ceremonial con forma de jaguar hembra en estado de parición, con guardas decorativas en su exterior talladas en la piedra que representan hojas de árboles. Esa pieza despertó en los años cuarenta del siglo pasado la atención del antropólogo José Imbelloni, en tanto Dick Edgar Ibarra Grasso destacó en el objeto alguna influencia del Tiahuanaco. 
                                                 
Es de imaginar a Clodomiro Arce Romero –o Elías Clodomiro al ser bautizado-, un día con el oído atento al pentatonismo andino de raíz incaico revivido en las nativas bagualas. Y extasiado otra jornada frente a la sublimidad de las melodías de Charles Gounot, al tener el privilegio de escucharlas en versión del maestro. O tragando tierra en sus excavaciones  arqueológicas y al regreso de cada yacimiento, dado a predicar desde el púlpito con inspiración ascética  enriquecida por esas experiencias, aquel pasaje del Genesis: “polvo eres y al polvo volverás”.-


(Carlos María Romero Sosa, se publicó en LA PRENSA, el 7 de junio de 2020.-) 

    

domingo, 28 de junio de 2020

TIEMPO DEL ABURRIMIENTO



TIEMPO DEL ABURRIMIENTO

Que el diablo te encuentre siempre ocupado
San Jerónimo

Cargamos la cruz del tiempo
y en su vía dolorosa,
nuestra imagen marcaremos 
como a una nueva Verónica.
Nada más y nada menos
dándonos la exacta forma; 
ni olvidos ni noches pueden 
agregar sombra a la sombra.

Pero también hay un tiempo
a desandar en las cosas
en vez de reconocernos
al ir por sendas tortuosas.
Tiempo del aburrimiento
si distracciones no rondan
el vacío que hay adentro,
en continua trayectoria.

Tiempo del aburrimiento,
con su  carga que desploma
inquietudes y misterios
dibujando paradojas:
cerrar los ojos sin vernos
tanteando espesuras hondas,
si interrogarnos  no es reto
y Dios, pensamos que sobra.
El caso es que allí, desiertos
y desconfianzas se anotan  
y aburrirse es un compuesto
de las desazones todas.  

(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa, el 31 de mayo de 2020.-)


PROPÓSITOS



 PROPÓSITOS

Con mi lápiz dispuesto en línea recta
yo escriba o tache sin doblar el ánimo;
y que a esta hoja de  papel en blanco,
no la oscurezca el bosque de una pena.

Puesto de pie  ocupo poco sitio, 
sobra la sombra y me ata con su nudo;
mas de cielo en arenga y mar tranquilo
vea en azul cada rodar del mundo. 

Con mi lápiz dispuesto, letra a letra,
teja como un abrigo los recuerdos  
que se amontonan y remolinean
cuando la soledad desata vientos.

La rama me insta a su virtud flexible.
Pasa la brisa que exhaló  cada árbol
y debo yo de auroras revestirme;
es ya el alba sonante de los pájaros.

(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa, el 3 de mayo de 2020.-)

  





jueves, 11 de junio de 2020

CUARENTENA

CUARENTENA

Busqué la soledad con egoísmo
y en soledad, Señor, me desconozco.
Del mundo vi el semblante torvo y hosco
pero huirle no lleva hacia uno mismo.

Me obsesionó en la playa el cromatismo
del azul, tan opuesto al tilde tosco
de mi sombra volcada como abismo
para el derrumbe en que me reconozco.

Debí tender la mano, oír mensajes,
aun los ajenos a mi pensamiento
y al recibir del prójimo señales,

deletrear sus banderas en el viento.
Lo pienso en el destierro ideando viajes
no sé hacia qué jardines o qué eriales.


(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa el domingo 29 de marzo de 2009.-)  

miércoles, 18 de marzo de 2020

"LLAMAN A LA PUERTA" DE SANTIAGO SYLVESTER, O LA POESÌA EN ACCIÒN E INTERACCIÒN



                                                           
          El más reciente libro de poesía de Santiago Sylvester: “Llaman a la puerta”, muestra desde el título un ánimo para ejercitar el  enriquecedor Yo-Tú. En ese sentido es de  anotar que en una continuidad no iterativa, bautizó “La conversación” a su anterior entrega poética, publicada en España en 2017; antología o suerte de summa de su producción hasta esa fecha.
        Claro está que el autor parece marcar reglas  al dar el primer paso tendiente a entablar esa plática donde la realidad con sus manifestaciones más actuales, concretas y hasta prosaicas como el facebook, resulta una materia prima a ser moldeada mediante la interrogación poética por su fondo y su alcance; es decir por su verdad en el sentido de ejercicio develador de esencias.  Por lo mismo  los versos libres que componen “Llaman a la puerta”, sugieren en su génesis los mismos asombros que impulsaron hace más de veinticinco siglos el quehacer filosófico a orillas del Jónico y el Egeo,  no en vano la mención a Platón en la primera página y a Heráclito en la 24.  
      En cuanto a aquellas antedichas reglas, por de pronto una impone el rechazo al demagógico y promiscuo tuteo con los lectores. En consecuencia no representa un detalle menor el reiterado empleo de la tercera persona del singular o del trato de usted en varios pasajes. “Las palabras primordiales no significan cosas, sino que indican relaciones”, explicó Buber. Y esas relaciones se intentan aquí, nunca  poniendo distancia, pero sí es de suponerlo,  con la conciencia de que al proponer desde el papel puntos de vista personales y rigurosos con la clarividencia que “no hay seguro a todo riesgo”, es requisito antes que la mera y superficial complicidad,  una respetuosa atención –y una contagiosa tensión- entre el emisor y el receptor del mensaje,  cuyo campo de acción  no puede ser por cierto el uso del tuteo: “No olvide que estamos rodeados de precedentes,/ ese hombre que cruza la calle está tapado de precedentes,/ el saludo que le envío ahora/ es casi sólo precedentes.”     
      La actitud y aptitud para el diálogo de  Sylvester  -miembro de número de la Academia Argentina de Letras, designado en 2015- es propia de quien con  instinto, conciencia, responsabilidad,  vocación e inspiración, se afirma en un aquí y ahora donde la zozobra no lo desvincula sino más bien lo religa con el mundo de la vida y su mapa tentativo y tentador de posibilidades y hasta por qué no riesgoso de imposibilidades, que en el ciclo de las concausas alcanzarán su marca de peripecia:  “vivimos en zigzag” dice ni pesimista ni optimista y más bien catador fino del gusto del Sí y el No, frente a los que “ningún sobresalto está fuera de servicio”.
     Los  parlamentos de Sylvester no lo son en consecuencia con la musa inspiradora, según la tradición forjada por antecesores suyos en el oficio lírico, sino que se disparan con mensajes plenos de imaginación y sabiduría (de vida precisamente), presentados con sobria belleza y dirigidos a sus semejantes de carne y hueso. Será por eso que no dice el título de este poemario “tocan” a la puerta, sino “llaman” a ella. Y es que entre el ejercicio  de los nudillos y el  reclamo de la voz humana se abre un mundo a captar, a recrear y a reordenar por el arte. Ello no implica obviar el riesgo que  tras los reiterados golpes a una puerta cerrada no haya nadie del otro lado, como en la obra teatral “La cantante calva” de Ionesco.         

     Las dos partes del libro, si bien identificadas en cuanto a la formalidad versolibrista, el lenguaje preciso y a la vez  instigador de aperturas de significación, las enumeraciones y  las definiciones propuestas en función de hitos orientadores: “La proporción consiste en que las cosas no sucedan todas juntas” o bien: “un precursor es el que ha llegado antes de tiempo,/ un plagiario el que ha llegado tarde”, representan dos enfoques a complementarse en unidad de temores y temblores. Así la primera parte, en algún punto fiel al precepto del neoyorquino Louis Zukofsky: “Nada de metáforas”, aparece más objetivista.  En tanto la segunda: “Fotos familiares”, deja traslucir ex profeso cierta  subjetividad que despunta en el cielo de lo entrañable y apunta a no perderlo de vista, aun a riesgo de pesares cuando  “los brazos están rotos por haber abrazado las nubes”, según escribió Baudelaire.
     Una subjetividad recatada y no disimulada recorre por ejemplo la composición “El cigarro de mi padre”, donde se filtra la  cuota de añoranza que impulsa al poeta a imaginar –y vincular- en los signos del humo lejano del tabaco, las vocales y las consonantes de un diálogo imposible ya: “Su cigarro era una conversación con épocas distintas: el que había sido,/ el que pudo ser y el que ya no sería;/ recogía miradas que ya no estaban en ningún lugar/ y medía un tiempo descartado, otro recuperado:/ tan lejos de nosotros que  ya no había cómo acompañarlo”.     

     La lectura disparadora de inquietudes  de “Llaman a la puerta”, tentativamente encauzada por los títulos en letra pequeña y entre paréntesis dispuestos sobre cada poema, reafirma el juicio vertido tiempo atrás en El País de Madrid por Alberto Manguel: “La obra de Santiago Sylvester es una de las más admirables de la poesía contemporánea en castellano. En esta época de angustia e incertidumbre (como todas) Sylvester es el profeta de la fe en lo temporal y lo constante”.   
                                                              
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     Santiago Sylvester nació en Salta en 1942. Se recibió de abogado en la Universidad de Buenos Aires, trabajó en su juventud como redactor en La Prensa donde afianzó amistad con Oscar Hermes Villordo y el jujeño universal Jorge Calvetti. Desde mediados de los años setenta del siglo pasado vivió en Madrid en un “transterramiento” -por utilizar el término que acuñó el filósofo José Gaos- que se prolongó por veinte años. Recibió allí premios, como en 1993 el Gil de Biedma conferido a su libro “Café Bretaña”, por un jurado  presidido por Rafael Alberti e integrado por Mario Benedetti,  José Manuel Caballero Bonald, Félix Grande y Francisco Pino.  Alternó las letras con el asesoramiento profesional en materia de Derecho Laboral a la UGT (Unión General de Trabajadores), la organización sindical obrera española de tendencia socialista y socialdemócrata. De regreso al país publicó además de poesía, libros de ensayos, de cuentos y reunió antologías de poetas del Noroeste Argentino.
      Sylvester es un integrante significativo de la  generación literaria que siguió a la del sesenta, aquella que más experimental que sentimental dejó atrás el neorromanticismo  que caracterizó a su antecesora del cuarenta -y algo a la del cincuenta que historió Luis Ricardo Furlan- entre batientes tambores de guerra revolucionaria en los casos de Gelman,  Urondo o del algo menor en edad Alberto Szpunberg, cuando no afinó el verbo en la voz  metafísica y de arcangélicos tanteos del salteño Jacobo Regen.
     Casado con la escritora, crítica e investigadora literaria Leonor Fleming, manifiesta a quien quiera escucharlo que se siente  próximo en  la cosmovisión estética y cómplice en experiencias de vida –en algunos casos el exilio-, con sus pares generacionales Horacio Salas, Luis Felipe Oteriño, Fernando Sánchez Sorondo y sus comprovincianos Leopoldo Castilla y Teresa Leonardi, fallecida ésta en marzo de 2019.  Empero, salteño de pura cepa al fin y ajeno a todo parricidio intelectual, sigue abrevando en la fuente inagotable de los creadores de su terruño. Así en Joaquín Castellanos, el autor en 1887 de “El borracho” que en 1923 reeditó como  “El temulento”, un término que criticó Lugones por considerarlo “voz erudita, latín puro”.  De Castellanos que con Leandro Alem participó y fue herido en los sucesos del Parque en  1890 y se desempeñó como legislador provincial y nacional, ministro en la provincia de Buenos Aires durante la gestión  de Bernardo de Irigoyen  y gobernador de Salta entre 1919 y 1921, destacó Sylvester en un artículo de 2005, la condición de “poeta militante, no sólo como ideólogo, sino como actor de la vida política”. Y  como no podía ser de otra manera abreva  también en Juan Carlos Dávalos, al que dedicó un estudio hace poco dado a la imprenta.
     Hasta recalar en otro de sus autores predilectos: su amigo y  en mucho maestro Raúl Aráoz Anzoátegui.  Del creador de “Tierras altas”  y “Rodeados vamos de rocío”, Sylvester celebró en La Prensa el 4 de agosto de 1985 tanto su voz poética cuanto su  acogedora casa de Limache  con su invernal fuego encendido, frente al que el filósofo de Éfeso bien podría repetir aquello de “Aquí también hay dioses”. Y es de representarse que todo sacro fuego, en crepitante acción no devoradora sino integradora,  requiere de la interacción de quienes reunidos a su alrededor, leña a leña y verso a verso lo alimenten. En esa tarea anda.


(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa el 8 de marzo de 2020.-)               

jueves, 12 de marzo de 2020

ERNESTO CARDENAL CON LA ANTORCHA DE DARÍO

    Hubo una vez un poeta nicaragüense llamado José Coronel Urtecho autor de  una “Oda a Rubén Darío”. Recordaba  allí cómo su  celebrado enseñó a “criar Centauros a los ganaderos de las Pampas”, algo que debió representar un infructuoso aprendizaje para  nuestra oligarquía vacuna, en el mejor de los casos refinada y en el peor y más general tilinga. Y aconteció luego, que otro poeta nicaragüense, Ernesto Cardenal, granadino y sandinista igual que su maestro en las letras y el alma insumisa, le dedicó  la magnífica –valga el adjetivo y el adjetivar- “Epístola a José Coronel Urtecho.” 
      
      Urtecho, como en ritual de traspaso de una antorcha  olímpica entre sones triunfales de flautas y liras que  el Cisne de Nicaragua  encendió  con el “Responso a Verlaine”,  el “Elogio al Illmo. Obispo de Córdoba  fray Mamerto Esquiú” -de 1896- o  la “Oda a Mitre” -publicada en La Nación el 10 de marzo de 1906-, entre otras magnas composiciones celebratorias, la recibió espiritualmente del libertador del idioma fallecido en 1916,  el que advirtió a Teodoro Roosevelt: “Tened cuidado”;  y con esa tea encendida corrió hacia la meta de la perfección estética  con su propia “Oda” en los brazos. En tanto que Cardenal la tomó en el aire de Urtecho, cruzando ampliamente la línea de llegada con su “Epístola”.
         Y según era de rigor  heredado el Verbo, todo no quedó y no podía quedar en palabras vacías sino en voces  en armas con inflexiones de tensión de músculos. Voces como clarinadas para despertar la acción contra toda prepotencia. Voces de apoyo y solidaridad militante, nunca de mando: “El Norte es el que ordena”, supo diferenciar Mario Benedetti.
         En un tiempo no tan lejano fue también el de la dictadura  lingüística contra la que reaccionaron aquí Sarmiento y Juan María Gutiérrez. La de la Real Academia Española con sus otros autos sacramentales disponiendo quemar hasta la ceniza del olvido en los suburbios del idioma los términos tenidos por americanismos y otros ismos, imposibles de fijar y dar esplendor a juicio de sus miembros, tan autocomplacientes de sí al punto de solazarse “Inmortales”.
         “Se le adivinan las plumas del indio” se dijo de Darío al llegar a la Madre Patria. Y era cierto más allá del destrato, porque era heredero en buena ley de las insignias del  poeta emperador Netzahualcoyótl, el mismo  que predicó que todo hombre era su hermano, antes de la cruz por la espada de los europeos olvidados de que    “todos los que tomen la espada, a espada perecerán”      en Mateo 26: 52.
       Ernesto Cardenal, en su “Epístola”, demostró entender  perfecto, es decir hasta el final, quién  gana y quién pierde con el juego sucio de las palabras devaluadas. Esos rótulos oportunos hoy para el relato neoliberal  con  que también en la Argentina babelizó el macrismo por las malas artes de los Durán Barba y  demás amanuenses de las Fake news. Escribió el apóstol de Solentiname: “A los bancos les interesa que el lenguaje sea confuso./ nos ha enseñado el “maistro” Pound/ de ahí que nuestro papel sea clarificar el lenguaje./ Revisar las palabras para el nuevo país.”  Y en su libro “Homenaje a los indios americanos” de 1972, insistió sobre el lenguaje, los poetas han de ser “los descubridores de la Flor-Canto/ el único modo/ de decir verdad sobre la tierra.”
     Bien sabemos que aquel  nuevo país augurado en la “Epístola”, no es otro que “Nuestra América” como decía Martí, a merced desde la conquista y colonización de mendaces retóricas. Ya el padre Leonardo Castellani gustaba traducir “denarios” por “dólares” y Ernesto Cardenal en su estilo exteriorista, acorde al tiempo usó la palabra: “bancos”.  Es que en el peor de los sentidos lo son los prestamistas de la usura internacional y el Fondo Monetario; éste último con el lenguaje embustero de sus “recomendaciones” que no son otra cosa que “imposiciones”. Y el mismo que cuando envía  sus misiones técnicas para “revisar las cuentas públicas” quiere decir que lo hace para “planear nuevos ajustes”.  
    Si se lo permitimos, claro. Y si se lo permiten los gobiernos populares a los que buscan embretar y condicionar con guerras de noticias.  Pero que no nos engañen tampoco los cantos de sirena de los policías buenos. “Algunos capitalistas son de buen corazón. Por eso no es cambiar el corazón sino el sistema”, sigue proponiendo Cardenal en su “Epístola.” Y enseña  también allí, menos biblista a lo Prefecto de la Congregación Para la Doctrina de  la Fe, que propiamente lector del Libro entre sacudones de misticismo, que “caridad en la Biblia es sedagah (justicia) y limosna (devolver).”
     En eso estuvo siempre el poeta de “Ghetsemani Ky”,  “Epigramas”, “Salmos”, “Oración por Marilyn Monroe y otros poemas”, “Homenaje a los indios americanos”, “Cántico cósmico”. En eso anduvo el hombre que ingresó  treintañero  a la Trapa en 1957 y fue discípulo de  Thomas Merton. En eso el poco después ordenado sacerdote y “sacerdos in aeturnum”, más allá de la suspensión “Ad Divinis” decretada por un Sumo Pontífice que no actuó parecido con los curas pedófilos. En eso el revolucionario que  abrazó hasta el final la Teología de la Liberación y no desechó aspectos del análisis marxista en coincidencia con el fraile dominico brasileño Carlos Alberto Libánio Christo, más conocido como  Frei Betto, otro teólogo de la liberación que razona al respecto: “Así como Santo Tomás de Aquino ha utilizado  la filosofía de Aristóteles, que era pagano, para elaborar su teología; hoy para comprender mejor las contradicciones de la realidad y sobre todo del sistema capitalista, hay que utilizar categorías marxistas.” En eso el sandinista que ocupó el Ministerio de Cultura en los inicios de la Revolución, que entendió luego traficada en corrupción y despotismo y por tal  resultó el actual gobierno de Daniel  Ortega  objeto de  críticas suyas  que le costaron persecución.    
        El 1 de marzo de 2020 Ernesto Cardenal se retiró a poco de cumplir en enero  los noventa y cinco años  a su celda del Cielo, abiertas las ventanas a la gran Luz sin ocaso.


(Carlos María Romero Sosa, se publicó en Salta Libre el 6 de marzo de 2020 y en versión definitiva en la revista Con Nuestra América, de San José de Costa Rica, el sábado 7 de marzo de 2020.-)