miércoles, 18 de marzo de 2020

"LLAMAN A LA PUERTA" DE SANTIAGO SYLVESTER, O LA POESÌA EN ACCIÒN E INTERACCIÒN



                                                           
          El más reciente libro de poesía de Santiago Sylvester: “Llaman a la puerta”, muestra desde el título un ánimo para ejercitar el  enriquecedor Yo-Tú. En ese sentido es de  anotar que en una continuidad no iterativa, bautizó “La conversación” a su anterior entrega poética, publicada en España en 2017; antología o suerte de summa de su producción hasta esa fecha.
        Claro está que el autor parece marcar reglas  al dar el primer paso tendiente a entablar esa plática donde la realidad con sus manifestaciones más actuales, concretas y hasta prosaicas como el facebook, resulta una materia prima a ser moldeada mediante la interrogación poética por su fondo y su alcance; es decir por su verdad en el sentido de ejercicio develador de esencias.  Por lo mismo  los versos libres que componen “Llaman a la puerta”, sugieren en su génesis los mismos asombros que impulsaron hace más de veinticinco siglos el quehacer filosófico a orillas del Jónico y el Egeo,  no en vano la mención a Platón en la primera página y a Heráclito en la 24.  
      En cuanto a aquellas antedichas reglas, por de pronto una impone el rechazo al demagógico y promiscuo tuteo con los lectores. En consecuencia no representa un detalle menor el reiterado empleo de la tercera persona del singular o del trato de usted en varios pasajes. “Las palabras primordiales no significan cosas, sino que indican relaciones”, explicó Buber. Y esas relaciones se intentan aquí, nunca  poniendo distancia, pero sí es de suponerlo,  con la conciencia de que al proponer desde el papel puntos de vista personales y rigurosos con la clarividencia que “no hay seguro a todo riesgo”, es requisito antes que la mera y superficial complicidad,  una respetuosa atención –y una contagiosa tensión- entre el emisor y el receptor del mensaje,  cuyo campo de acción  no puede ser por cierto el uso del tuteo: “No olvide que estamos rodeados de precedentes,/ ese hombre que cruza la calle está tapado de precedentes,/ el saludo que le envío ahora/ es casi sólo precedentes.”     
      La actitud y aptitud para el diálogo de  Sylvester  -miembro de número de la Academia Argentina de Letras, designado en 2015- es propia de quien con  instinto, conciencia, responsabilidad,  vocación e inspiración, se afirma en un aquí y ahora donde la zozobra no lo desvincula sino más bien lo religa con el mundo de la vida y su mapa tentativo y tentador de posibilidades y hasta por qué no riesgoso de imposibilidades, que en el ciclo de las concausas alcanzarán su marca de peripecia:  “vivimos en zigzag” dice ni pesimista ni optimista y más bien catador fino del gusto del Sí y el No, frente a los que “ningún sobresalto está fuera de servicio”.
     Los  parlamentos de Sylvester no lo son en consecuencia con la musa inspiradora, según la tradición forjada por antecesores suyos en el oficio lírico, sino que se disparan con mensajes plenos de imaginación y sabiduría (de vida precisamente), presentados con sobria belleza y dirigidos a sus semejantes de carne y hueso. Será por eso que no dice el título de este poemario “tocan” a la puerta, sino “llaman” a ella. Y es que entre el ejercicio  de los nudillos y el  reclamo de la voz humana se abre un mundo a captar, a recrear y a reordenar por el arte. Ello no implica obviar el riesgo que  tras los reiterados golpes a una puerta cerrada no haya nadie del otro lado, como en la obra teatral “La cantante calva” de Ionesco.         

     Las dos partes del libro, si bien identificadas en cuanto a la formalidad versolibrista, el lenguaje preciso y a la vez  instigador de aperturas de significación, las enumeraciones y  las definiciones propuestas en función de hitos orientadores: “La proporción consiste en que las cosas no sucedan todas juntas” o bien: “un precursor es el que ha llegado antes de tiempo,/ un plagiario el que ha llegado tarde”, representan dos enfoques a complementarse en unidad de temores y temblores. Así la primera parte, en algún punto fiel al precepto del neoyorquino Louis Zukofsky: “Nada de metáforas”, aparece más objetivista.  En tanto la segunda: “Fotos familiares”, deja traslucir ex profeso cierta  subjetividad que despunta en el cielo de lo entrañable y apunta a no perderlo de vista, aun a riesgo de pesares cuando  “los brazos están rotos por haber abrazado las nubes”, según escribió Baudelaire.
     Una subjetividad recatada y no disimulada recorre por ejemplo la composición “El cigarro de mi padre”, donde se filtra la  cuota de añoranza que impulsa al poeta a imaginar –y vincular- en los signos del humo lejano del tabaco, las vocales y las consonantes de un diálogo imposible ya: “Su cigarro era una conversación con épocas distintas: el que había sido,/ el que pudo ser y el que ya no sería;/ recogía miradas que ya no estaban en ningún lugar/ y medía un tiempo descartado, otro recuperado:/ tan lejos de nosotros que  ya no había cómo acompañarlo”.     

     La lectura disparadora de inquietudes  de “Llaman a la puerta”, tentativamente encauzada por los títulos en letra pequeña y entre paréntesis dispuestos sobre cada poema, reafirma el juicio vertido tiempo atrás en El País de Madrid por Alberto Manguel: “La obra de Santiago Sylvester es una de las más admirables de la poesía contemporánea en castellano. En esta época de angustia e incertidumbre (como todas) Sylvester es el profeta de la fe en lo temporal y lo constante”.   
                                                              
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     Santiago Sylvester nació en Salta en 1942. Se recibió de abogado en la Universidad de Buenos Aires, trabajó en su juventud como redactor en La Prensa donde afianzó amistad con Oscar Hermes Villordo y el jujeño universal Jorge Calvetti. Desde mediados de los años setenta del siglo pasado vivió en Madrid en un “transterramiento” -por utilizar el término que acuñó el filósofo José Gaos- que se prolongó por veinte años. Recibió allí premios, como en 1993 el Gil de Biedma conferido a su libro “Café Bretaña”, por un jurado  presidido por Rafael Alberti e integrado por Mario Benedetti,  José Manuel Caballero Bonald, Félix Grande y Francisco Pino.  Alternó las letras con el asesoramiento profesional en materia de Derecho Laboral a la UGT (Unión General de Trabajadores), la organización sindical obrera española de tendencia socialista y socialdemócrata. De regreso al país publicó además de poesía, libros de ensayos, de cuentos y reunió antologías de poetas del Noroeste Argentino.
      Sylvester es un integrante significativo de la  generación literaria que siguió a la del sesenta, aquella que más experimental que sentimental dejó atrás el neorromanticismo  que caracterizó a su antecesora del cuarenta -y algo a la del cincuenta que historió Luis Ricardo Furlan- entre batientes tambores de guerra revolucionaria en los casos de Gelman,  Urondo o del algo menor en edad Alberto Szpunberg, cuando no afinó el verbo en la voz  metafísica y de arcangélicos tanteos del salteño Jacobo Regen.
     Casado con la escritora, crítica e investigadora literaria Leonor Fleming, manifiesta a quien quiera escucharlo que se siente  próximo en  la cosmovisión estética y cómplice en experiencias de vida –en algunos casos el exilio-, con sus pares generacionales Horacio Salas, Luis Felipe Oteriño, Fernando Sánchez Sorondo y sus comprovincianos Leopoldo Castilla y Teresa Leonardi, fallecida ésta en marzo de 2019.  Empero, salteño de pura cepa al fin y ajeno a todo parricidio intelectual, sigue abrevando en la fuente inagotable de los creadores de su terruño. Así en Joaquín Castellanos, el autor en 1887 de “El borracho” que en 1923 reeditó como  “El temulento”, un término que criticó Lugones por considerarlo “voz erudita, latín puro”.  De Castellanos que con Leandro Alem participó y fue herido en los sucesos del Parque en  1890 y se desempeñó como legislador provincial y nacional, ministro en la provincia de Buenos Aires durante la gestión  de Bernardo de Irigoyen  y gobernador de Salta entre 1919 y 1921, destacó Sylvester en un artículo de 2005, la condición de “poeta militante, no sólo como ideólogo, sino como actor de la vida política”. Y  como no podía ser de otra manera abreva  también en Juan Carlos Dávalos, al que dedicó un estudio hace poco dado a la imprenta.
     Hasta recalar en otro de sus autores predilectos: su amigo y  en mucho maestro Raúl Aráoz Anzoátegui.  Del creador de “Tierras altas”  y “Rodeados vamos de rocío”, Sylvester celebró en La Prensa el 4 de agosto de 1985 tanto su voz poética cuanto su  acogedora casa de Limache  con su invernal fuego encendido, frente al que el filósofo de Éfeso bien podría repetir aquello de “Aquí también hay dioses”. Y es de representarse que todo sacro fuego, en crepitante acción no devoradora sino integradora,  requiere de la interacción de quienes reunidos a su alrededor, leña a leña y verso a verso lo alimenten. En esa tarea anda.


(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa el 8 de marzo de 2020.-)               

jueves, 12 de marzo de 2020

ERNESTO CARDENAL CON LA ANTORCHA DE DARÍO

    Hubo una vez un poeta nicaragüense llamado José Coronel Urtecho autor de  una “Oda a Rubén Darío”. Recordaba  allí cómo su  celebrado enseñó a “criar Centauros a los ganaderos de las Pampas”, algo que debió representar un infructuoso aprendizaje para  nuestra oligarquía vacuna, en el mejor de los casos refinada y en el peor y más general tilinga. Y aconteció luego, que otro poeta nicaragüense, Ernesto Cardenal, granadino y sandinista igual que su maestro en las letras y el alma insumisa, le dedicó  la magnífica –valga el adjetivo y el adjetivar- “Epístola a José Coronel Urtecho.” 
      
      Urtecho, como en ritual de traspaso de una antorcha  olímpica entre sones triunfales de flautas y liras que  el Cisne de Nicaragua  encendió  con el “Responso a Verlaine”,  el “Elogio al Illmo. Obispo de Córdoba  fray Mamerto Esquiú” -de 1896- o  la “Oda a Mitre” -publicada en La Nación el 10 de marzo de 1906-, entre otras magnas composiciones celebratorias, la recibió espiritualmente del libertador del idioma fallecido en 1916,  el que advirtió a Teodoro Roosevelt: “Tened cuidado”;  y con esa tea encendida corrió hacia la meta de la perfección estética  con su propia “Oda” en los brazos. En tanto que Cardenal la tomó en el aire de Urtecho, cruzando ampliamente la línea de llegada con su “Epístola”.
         Y según era de rigor  heredado el Verbo, todo no quedó y no podía quedar en palabras vacías sino en voces  en armas con inflexiones de tensión de músculos. Voces como clarinadas para despertar la acción contra toda prepotencia. Voces de apoyo y solidaridad militante, nunca de mando: “El Norte es el que ordena”, supo diferenciar Mario Benedetti.
         En un tiempo no tan lejano fue también el de la dictadura  lingüística contra la que reaccionaron aquí Sarmiento y Juan María Gutiérrez. La de la Real Academia Española con sus otros autos sacramentales disponiendo quemar hasta la ceniza del olvido en los suburbios del idioma los términos tenidos por americanismos y otros ismos, imposibles de fijar y dar esplendor a juicio de sus miembros, tan autocomplacientes de sí al punto de solazarse “Inmortales”.
         “Se le adivinan las plumas del indio” se dijo de Darío al llegar a la Madre Patria. Y era cierto más allá del destrato, porque era heredero en buena ley de las insignias del  poeta emperador Netzahualcoyótl, el mismo  que predicó que todo hombre era su hermano, antes de la cruz por la espada de los europeos olvidados de que    “todos los que tomen la espada, a espada perecerán”      en Mateo 26: 52.
       Ernesto Cardenal, en su “Epístola”, demostró entender  perfecto, es decir hasta el final, quién  gana y quién pierde con el juego sucio de las palabras devaluadas. Esos rótulos oportunos hoy para el relato neoliberal  con  que también en la Argentina babelizó el macrismo por las malas artes de los Durán Barba y  demás amanuenses de las Fake news. Escribió el apóstol de Solentiname: “A los bancos les interesa que el lenguaje sea confuso./ nos ha enseñado el “maistro” Pound/ de ahí que nuestro papel sea clarificar el lenguaje./ Revisar las palabras para el nuevo país.”  Y en su libro “Homenaje a los indios americanos” de 1972, insistió sobre el lenguaje, los poetas han de ser “los descubridores de la Flor-Canto/ el único modo/ de decir verdad sobre la tierra.”
     Bien sabemos que aquel  nuevo país augurado en la “Epístola”, no es otro que “Nuestra América” como decía Martí, a merced desde la conquista y colonización de mendaces retóricas. Ya el padre Leonardo Castellani gustaba traducir “denarios” por “dólares” y Ernesto Cardenal en su estilo exteriorista, acorde al tiempo usó la palabra: “bancos”.  Es que en el peor de los sentidos lo son los prestamistas de la usura internacional y el Fondo Monetario; éste último con el lenguaje embustero de sus “recomendaciones” que no son otra cosa que “imposiciones”. Y el mismo que cuando envía  sus misiones técnicas para “revisar las cuentas públicas” quiere decir que lo hace para “planear nuevos ajustes”.  
    Si se lo permitimos, claro. Y si se lo permiten los gobiernos populares a los que buscan embretar y condicionar con guerras de noticias.  Pero que no nos engañen tampoco los cantos de sirena de los policías buenos. “Algunos capitalistas son de buen corazón. Por eso no es cambiar el corazón sino el sistema”, sigue proponiendo Cardenal en su “Epístola.” Y enseña  también allí, menos biblista a lo Prefecto de la Congregación Para la Doctrina de  la Fe, que propiamente lector del Libro entre sacudones de misticismo, que “caridad en la Biblia es sedagah (justicia) y limosna (devolver).”
     En eso estuvo siempre el poeta de “Ghetsemani Ky”,  “Epigramas”, “Salmos”, “Oración por Marilyn Monroe y otros poemas”, “Homenaje a los indios americanos”, “Cántico cósmico”. En eso anduvo el hombre que ingresó  treintañero  a la Trapa en 1957 y fue discípulo de  Thomas Merton. En eso el poco después ordenado sacerdote y “sacerdos in aeturnum”, más allá de la suspensión “Ad Divinis” decretada por un Sumo Pontífice que no actuó parecido con los curas pedófilos. En eso el revolucionario que  abrazó hasta el final la Teología de la Liberación y no desechó aspectos del análisis marxista en coincidencia con el fraile dominico brasileño Carlos Alberto Libánio Christo, más conocido como  Frei Betto, otro teólogo de la liberación que razona al respecto: “Así como Santo Tomás de Aquino ha utilizado  la filosofía de Aristóteles, que era pagano, para elaborar su teología; hoy para comprender mejor las contradicciones de la realidad y sobre todo del sistema capitalista, hay que utilizar categorías marxistas.” En eso el sandinista que ocupó el Ministerio de Cultura en los inicios de la Revolución, que entendió luego traficada en corrupción y despotismo y por tal  resultó el actual gobierno de Daniel  Ortega  objeto de  críticas suyas  que le costaron persecución.    
        El 1 de marzo de 2020 Ernesto Cardenal se retiró a poco de cumplir en enero  los noventa y cinco años  a su celda del Cielo, abiertas las ventanas a la gran Luz sin ocaso.


(Carlos María Romero Sosa, se publicó en Salta Libre el 6 de marzo de 2020 y en versión definitiva en la revista Con Nuestra América, de San José de Costa Rica, el sábado 7 de marzo de 2020.-)   

domingo, 8 de marzo de 2020

DEVOCIONES Y NAUFRAGIOS EN LA POESÍA DE FRANCISCO JUAN PÓLIZA




                                                                        
                                                                     A edad infantil leí o me leyeron los versos  de “La pipa de mi papá”, de Francisco Juan Póliza, incorporados junto con otras composiciones poéticas de José Sebastián Tallón, César Tiempo, Juan Carlos Dávalos, Arturo Capdevila y Horacio Enrique Guillén a la antología “Poesía Argentina para Niños”, que editó el Instituto Amigos del Libro Argentino y reunió  Aristóbulo Echegaray, un integrante del Grupo de Boedo nacido en 1904 y fallecido en 1986, quien además de su labor literaria presidió con dignidad y valor cívico en los años de plomo de la dictadura la Sociedad Argentina de Escritores.  
                                                            Lo cierto es que algo o bastante habrá tocado mi espíritu ese suelto romancillo, tal como la preceptiva literaria llama a las formas romanceadas de arte menor, es decir de metros de menos de ocho sílabas, que nunca se borró de mi memoria. Y es que a veces la sencillez y la claridad saben revelar y trasmitir, al rechazar malezas de palabras vacías y metáforas incongruentes, el más puro sentimiento, igual que lo hace “la túnica sencilla y elegante/ con que se adorna y viste la hermosura”, según la imagen presente en un poema de Calixto Oyuela.
                                                          Muchos años después al transitar en el barrio de la Boca por la cortada Práctico Póliza, que nace en la calle Brandsen al 900 y  termina en Olavaria al 800,  una presencia en la nomenclatura porteña  dispuesta por Ordenanza Nro.  3877 del 14 de agosto de 1934, ratificada por Ordenanza Nro.  11.157 del 15 de diciembre de 1940, el instrumento que además dispuso –reseña Vicente Osvaldo Cutolo en su obra en dos tomos “Buenos Aires Historia de sus calles y sus nombres” (1988)-, descubrir una placa recordatoria con la inscripción: “Práctico Póliza, Francisco. Héroe civil. Bello ejemplo de heroísmo. Entereza moral y firmeza”,  me interrogué sobre el posible vínculo del allí homenajeado marino con el autor del mismo apellido y nombre de  aquellos versos que dicen o rezan: “Tengo la pipa/ de mi papá:/ ámbar y espuma,/ frutos de mar./ La pipa sabe/ la ley del mar. Fue marinera/ y compañera/ de mi papá./ Murió mi padre/ por ley del mar. Tengo la pipa,/ beso la pipa/ de mi papá./ Por sus recuerdos:/ cofre y amor,/ rescoldo y gozo/ del corazón; y sus colores/ tueste y albar/ y oro ambarino,/ dulce es fumar. Fue marinera/ de río y mar;/ eso es la pipa/ de mi papá./ Busco alegría,/ busco la paz:/ eso es la pipa/ de mi papá./ Tuve tabaco,/ no tengo más…/ ¡ni hay en la pipa/ de mi papá!/ Tengo la pipa,/ miro la pipa,/ beso la pipa/ de mi papá.”      
                                                                   Finalmente advertí que se trataba del padre del poeta, efectivamente muerto “por ley del mar”, aunque en el río Paraná cuando  en junio de 1931 el  barco de bandera sueca “Anglia” en el que viajaba como práctico, fue embestido por el vapor español Agire-Mendi, frente a San Nicolás de los Arroyos. Póliza organizó el salvamento de la tripulación, incluido el capitán, pero se negó  a abandonar el barco y se hundió con él. Ese sacrificio -sigue informando Cutolo-, determinó la instalación en el punto del siniestro de una boya verde y que cada buque que pasa frente a ella  salude ese recordatorio con un prolongado toque de silbato.                                 A partir del conocimiento del vínculo entre uno y otro Póliza,  me interesé por hallar datos sobre la vida y labor lírica de Francisco Juan, nacido el 6 de abril de 1894 y fallecido el 17 de enero de 1971. Al rastrearlos luego de fracasar en la Hemeroteca Nacional en la búsqueda de algún artículo necrológico suyo en fecha próxima a su muerte en los periódicos de mayor tirada, comprobé que Antonio J. Bucich, en “La Boca del Riachuelo en la historia” (1971), lo destacó entre los más importantes artistas del barrio: “Autor de La pipa de mi papá, una poesía que dio título a un libro de denso contenido lírico, cuyo reciente deceso ha dejado trunca una producción vasta y variada”
                                                               Sin embargo es alguien poco recordado hoy, salvo algunas  evocaciones suyas de la desaparecida escritora y periodista Cora Bertolé de Cané en Clarín Porteño, la sección a  su cargo  que apareció durante  cincuenta y siete años ininterrumpidos en la última página del matutino fundado por Roberto Noble. Por ejemplo el 27 de agosto de 2007, Cora Cané memoró así a su viejo amigo y colega: “Fue Francisco un ser sencillo, modesto, bondadoso, muy querido en las reuniones de gente de artes y letras, cuando nadie hablaba de dólares y de poder  y riquezas. Ejerció el periodismo y participó de numerosas entidades de solidaridad y cultura. Escribió el poema más tierno, escrito por un hombre que era todo ternura: La pipa de mi papá.” Y antes, en octubre de 1996, en una conferencia pronunciada con motivo de cumplir ese año, setenta de su fundación el Ateneo Popular de la Boca, otro de sus amigos: Carlos Gregorio Romero Sosa, caracterizó a Póliza como un caballero andante de la solidaridad y el buen gusto artístico.    
                                                              De profesión farmacéutico: “Soy farmacéutico/ de triaca y songa/ porque mi espíritu/ siempre rezonga/ del formulario/en particular/(…) Horas perdidas,/ acre sentir,/ en la impotencia/ para servir, se confesó con un sencillismo en mucho tributario del Fernández Moreno del poemario “Yo, médico. Yo, catedrático”, y según dato aportado por el antiguo médico traumatólogo del nosocomio, doctor Humberto Ghermek, presidió  la Cooperadora del Hospital Argerich al que dedicó un extenso poema también de clima cuasigalénico, que comienza evocando la historia de ese centro de salud creado en 1897: “Hospital del Buen Amor,/ de la Piedad repartida,/cómo vaga tu recuerdo/ en la ribera transida.”  
                                                              Fue notoria además su actuación en las instituciones culturales del barrio, como el citado Ateneo Popular de la Boca, fundado en 1926 por el historiador y periodista Antonio J. Bucich; e  Impulso Agrupación de Gente de Arte y Letras de la Boca, que instituyeron en 1940 un grupo de artistas plásticos, entre ellos Fortunato Lacámera, Juan Carlos Miraglia, Orlando Stagnaro,  José Luis Menghi y el escritor y cronista José Pugliese, autor del libro “Páginas de historia de la Boca del Riachuelo. Allí Póliza, vocal de la Comisión Directiva en 1948 y prosecretario en el período 1953-1955 cuando ejercía la presidencia Antonio Porchia, el autor de “Voces”, creó la orden  de La Pipa Marinera, para distinguir a figuras representativas de la cultura barrial, la que se solía entregar luego de las disertaciones de los premiados  en su tradicional sede de la calle Lamadrid al 355. (En el archivo del Museo Benito Quinquela Martín, a cargo de Walter Caporicci Miraglia, se conserva algún material fotográfico de las actividades de Póliza que el nombrado puso a mi disposición).
                                                          Este boquense de ley, afincado en Martín Rodríguez entre Wenceslao Villafañe y Aristóbulo del Valle, fue compañero  y vecino de otros  poetas como sus contemporáneos Francisco Isernia que vivía en la calle Patagones al 500 –hoy Enrique Finochieto-; José González Carbalho, en Ruiz Díaz de Guzmán 79; Roberto Mariani, el integrante del Grupo de Boedo, nacido en la calle Suárez en las proximidades de las vías del Ferrocarril Sur;  y del mucho más joven que todos ellos, Héctor Miguel Ángeli,  habitante hasta casi su muerte en Alvar Nuñez 196.         
                                                      Entre sus quehaceres profesionales y las tertulias culturales, ajeno por  despreocupación bohemia a la exigencia del  “Nulla dies sine linea” que atribuyó  Plinio el Viejo al griego Apeles, Póliza fue escribiendo poemas  los que reunió algo tardíamente en  un libro, en 1963. Sin duda debido a esa morosidad  para editar y al hecho de no colaborar en las revistas que marcaban el canon literario del momento, como Nosotros que sí acogió  los versos juveniles de Francisco Isernia, es que no figuró  en las antologías publicadas en las primeras décadas del siglo. Roberto Giusti prologuista en 1925 del libro Vuelos de Isernia, no lo mencionó en “Nuestros poetas jóvenes”. No figuró en la “Exposición de la Poesía Argentina” (1927) organizada por  Pedro Juan Vignale y César Tiempo  y ni siquiera mereció la crítica irónica de Francisco Soto y Calvo en la galería de “Los maullantinos poetas del arca de Noé.”
                                                              El título de ese libro en el que reunió sus poemas en 1963, corresponde al del más representativo de ellos: “La pipa de mi papá”. La ilustración de la tapa del volumen que lleva por subtítulo “Variaciones sentimentales”, la realizó el pintor y grabador Luis Ferrini (1898-1954), otro de sus vecinos del barrio. Ferrini, en la juventud,  fue  alumno de dibujo de Alfredo Lázzari, artista originario de Lucca y uno de los introductores junto a Faustino Brughetti y Martín Malharro del impresionismo en la Argentina y perteneció  después al círculo de Benito Quinquela Martín quien lo promovió a la cátedra de dibujo y pintura en la Escuela Museo de la Boca. Pero lo podría haber ilustrado el mismo poeta, ya que gustaba del dibujo y solía obsequiar rápidos bocetos en tinta a sus amigos y conocidos.
                                                              Las 200 páginas de la colección evidencian que su autor  no pretendió más que seguir los dictados de su inspiración, sin importarle las modas en materia literaria y menos adscribir a vanguardismo alguno. La cronología da cuenta que en el año de su nacimiento también vino al mundo el cordobés Juan Filloy, que al siguiente lo hicieron Ezequiel Martínez Estrada y Alfredo Bufano y en 1897, Juan L. Ortiz y Luis Cané; sin embargo poco o nada que ver tuvo con la generación de ellos, pese a que tampoco los nombrados coincidieron en inquietudes estéticas e ideologías.
                                                             Los poemas de Póliza son de corte formal abundando los de metro corto, consonantes o asonantes. En muchos casos de temática repentista, abundan los romances, romancillos, coplas, décimas y uno que otro soneto de factura clásica, donde más allá de alguna vacilación en la acentuación, lo revelan conocedor de la técnica y sin duda buen lector de Quevedo y sobre todo de Lope. Pruebas al canto el tono elegiaco de los dos últimos  endecasílabos del siguiente soneto :  “Me quiero consolar con un soneto/ y me señala la medida justa/ donde donaire e idea me regusta./ No tengo nada que decir, ni objeto./ Empiezo por pensar: estoy sujeto./ Llevo un veneno a mi cabeza adusta/ como a un caballo chúcaro la fusta./Olvido sufro y quedo recoleto./ Al gozo de vivir encuentro suerte/ que por ello presento mi fortuna,/ ese consuelo pronto me alucina./ El soneto cernido ya me aduna,/ en un descuido llego hasta la muerte/ y comprendo que nada me ilumina.”
                                                         Si en gran parte  de la producción incluida en “La pipa de mi papá”, además de un trasfondo religioso afín con su concurrencia dominical a la parroquia de San Juan Evangelista –templo puntal de la Boca católica que historió el sacerdote salesiano Juan Belza-, piedad evidenciada en  sueltos y  tiernos villancicos navideños y en saetas de cuaresma, o de un buen número de  poemas dirigidos a la niñez, se advierte en otros versos una mirada nostálgica y añorante de horas lejanas y felices: Quién pudiera  degustarlas/ en la vejez que me abruma”, sentenció al memorar entristecido la casona de la abuela. Antes  lo había experimentado Flaubert: “Los recuerdos no pueblan la soledad, la ahondan. 
                                                  Sin renunciar al intimista aire barrial, rechazó la inevitable  decoración con conventillos,  la  exaltación de corte turístico del color local y en cambio fue solidario con las existencias grises de sus habitantes: “Yo miro las gaviotas cuando bajan/ sobre las aguas quietas del Riachuelo. O bien: “De la Boca hasta Barracas/ sigue la niebla brotando,/ sus volutas son hamacas/ de la luz que están tapando.” Solo que esa niebla que enmarca parte de la producción de Póliza, es algo que al difuminar los paisajes exteriores e  interiores los endulza sin hacerlos tenebrosos, como aquella otra bruma de los puertos exóticos a los que arribó trotamundos y cantó Héctor Pedro Blomberg. De ese modo  los idealizados barcos de Póliza y sobre todo sus marinos, aun con la carga de la tragedia paterna a flor de piel, aparecen vivos más allá de su rescate del pasado. Vivos los náufragos y los inmigrantes empujados a ese rincón porteño con acento genovés a finales del siglo XIX. Y por cierto vivo el autor de sus días, gracias a la pirueta poética de erigirlo en su propio norte esperanzado: “Como navegaba/ era marinero/ de todos los mares,/ de todos los tiempos,/ de todos los ríos,/ de todos los puertos. Tenía los astros/ en sus derroteros,/ en su corazón/ que estaba en el cielo./ Volvía y partía/ partiendo y volviendo,/ del mar se traía/ los viejos secretos./ Como navegaba/ era marinero,/ me trajo un regalo/ de amor y de fuego./ Nostalgia paterna/ que nutre el recuerdo./ Yo tengo una brújula./ Yo tengo el lucero.”  

                                                  Sí, esos viejos lobos  de mar que inspiran y recorren el libro de Póliza, se muestran familiares, cercanos a su corazón y también al de los lectores, en vez de ser la imagen  de los apurados visitantes de lenguas extranjeras en busca de aventuras sexuales en los bajos fondos, los marineros que “Besan y se van.  Dejan una promesa (y) no vuelven nunca más”  en el Farewell de Pablo Neruda.                            
   (Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa, el 16 de febrero de 2020)