Gustavo Martínez
Zuviría (1883-1962) resulta ser una figura
tan controversial como ajena al actual canon literario y cabe lamentarlo. Habiendo
sido según lo consignó La
Prensa del 29 de marzo de 1962, en su nota necrológica: “el novelista más popular del país y el más
difundido de Hispanoamérica en su tiempo”, hoy pocos lectores le quedan; y
entre ellos están los que
recorren sus libros y artículos con propósitos de renovada condena política. Al escritor,
cambios de gusto y de estéticas aparte,
poco puede objetársele porque de poner entre paréntesis su
catolicismo bastante inquisitorial, verbigracia
su decisión como ministro de Justicia e Instrucción Pública del presidente de
facto Ramírez de instaurar la enseñanza religiosa en las escuelas públicas y sus
arrebatos de un antisemitismo de fondo religioso o teológico y no racista:
centrado en la exigencia de la conversión del pueblo de la Alianza, ningún crítico puede discutir
la soltura y pureza de su estilo castizo que le valió la incorporación a la Real Academia Española de la Lengua -corporación que más
tarde premió su novela “Valle negro”-; la vitalidad de sus personajes de
ficción; lo imaginativo de sus argumentos y lo bien llevado de sus tramas, que él enseñaba en su libro “Vocación de escritor” (1931), representan nada menos que el argumento en marcha. Incluso
alguien con suficiente estatura intelectual y que en lo personal no le tenía simpatía sino más bien lo contrario, el escritor Bernardo
Ezequiel Koremblit, solía chancear con
ese humor tan característico suyo que mejor no empezar un libro de Martínez
Zuviría porque no se podría abandonarlo hasta el final. Pero el consejo de
Koremblit deviene abstracto por lo dicho al comienzo: Hugo Wast, tal el
seudónimo de resonancias escandinavas que empleó a partir de la publicación de “Flor
de durazno” en 1911 –novela con veinticuatro ediciones sucesivas, llevada al
cine en 1917 con adaptación de Francisco Defilippis Novoa en un film donde
debutó en la pantalla Carlos Gardel- perdió público.
De tarde en tarde su nombre vuelve a aparecer en los diarios desatando
polémicas. Así fue cuando en abril de 1996 corrió la noticia que secuestraron
en una librería porteña libros de su autoría en una causa incursa en la ley
antidiscriminatoria. O cuando el 3 de mayo de 2010, bajo la gestión como director
de la Biblioteca Nacional
del licenciado Horacio González, se sustituyó su nombre de la Hemeroteca Nacional que había fundado por el de Ezequiel Martínez
Estrada. “Como broche final a un
histórico reclamo”, comentaba La
Nación al día siguiente, periódico en el que fue activo
colaborador. “Martínez Zuviría era un hombre muy culto, refinado, que tenía ideas del
nacionalismo de derecha, muy católico y rabiosamente antisemita”, expresó
en la oportunidad el escritor y filósofo José Pablo Feinmann al tiempo que
destacó, lo mismo que Horacio González, la eficiente tarea que había cumplido
como director de la Biblioteca Nacional
entre 1931 y 1955.
A casi seis décadas de su muerte debiera ser posible enfocar sin fanatismo distintos aspectos
de su trayectoria pública, la que en el plano político inició en la Democracia Progresista,
partido por el que alcanzó una banca de diputado nacional y fue proclamado
candidato a vicegobernador de Santa Fe en una fórmula encabezada por Lisandro
de la Torre con
quien, ya alejado del partido, se carteó hasta el trágico final de la vida del
fundador. El historiador y documentalista Mario Tesler ha investigado por su
parte otra faceta suya en el libro “Gustavo Martínez Zuviría en la Biblioteca Nacional”.
Sin embargo no es aconsejable obviar su arista más cuestionada: el integrismo
religioso, respetable en el ámbito
privado pero que llevó con virulencia al campo público. Eso si, cabe contextualizar sus ideas en la época, sin
absolver o disimular lo errado de ciertas posturas políticas incluida la de
política idiomática cuando desde su ministerio prohibió las expresiones
lunfardas en los medios de difusión con la mirada puesta en las letras de
tangos. En cuanto al antisemitismo con el que se lo identifica, hay que
reconocer que en la Argentina tiene
lamentables antecedentes: hasta el muy liberal Sarmiento que acertaba al despreciar
a nuestra parasitaria -e indolente: “¡Alambren,
bárbaros!”, vociferaba- oligarquía vacuna, desvarió con sus injurias a los gauchos,
los indios, los pueblos del Magreb y los
judíos. Y superó a todo el pogron en los días de la Semana Trágica de 1919 ocurrida
bajo la administración de Hipólito Yrigoyen. Hubo por entonces radicales que
quemaron su afiliación al partido gobernante debido a los ataques a la
comunidad judía y el mismísimo doctor Francisco Beiró, después ministro del
Interior y en 1928 candidato a vicepresidente de la Nación, se enfrentó con
correligionarios políticos y elementos de la extrema derecha por el mismo
motivo. Más tarde en las filas
nacionalistas no hubo posiciones claras ni unánimes sobre el tema.
Leopoldo Lugones, Carlos Ibarguren o Manuel Gálvez nada tuvieron de antisemitas
y entre los jóvenes de Forja cundió el repudio a toda actitud antijudía. Sin
embargo la influencia del intelectual contrarrevolucionario y monárquico
francés excomulgado por Pío XI, Charles Maurras sobre muchos cuadros del nacionalismo, algunos
tan valiosos como Julio Irazusta, Juan E. Carulla y en algún momento el
peronista Fermín Chávez que tradujo “Soliloquio del prisionero” –Martínez
Zuviría había tomado contacto en París
con la l’Action Française creada por el
después académico de Francia-, resultó
nefasta con su disociación entre política y moral, principal punto de la
crítica a Maurras del filósofo tomista cordobés
Alberto Caturelli, en objeción no compartida
por el igualmente tomista sacerdote dominico Juan Pinto. Lo cierto es
que los convencidos en los años 30 y 40
del siglo XX que había que enfrentar por
igual al socialismo ateo y al capitalismo individualista, terminaron identificando
por miopía, ignorancia o prejuicio de clase a este último sistema con el
llamado “oro judío”. Era el atajo del
chivo expiatorio apropiado para pasar por alto la avaricia de los acumuladores
de riqueza confesionalmente cristianos de otras latitudes y la de las
oligarquías vernáculas, cuyos integrantes eran en muchos casos los parientes ricos
con lujos liberales y hasta progresistas de los niños bien nacionalistas con ensoñaciones jerárquicas y en
algún caso virreinales.
Aunque prohibida la edición de sus libros en la Alemania nazi, circunstancia
reconocida por el historiador Daniel Lvovich autor del libro “Nacionalismo y
antisemitismo en la
Argentina”, bastante de aquella facilista identificación de
la explotación capitalista y
precapitalista con el “oro judío”, puede leerse en “El Kahal”, en “Oro” o en su apocalíptica
novela “666”,
parangonada con la ficción profética “El
amo del mundo” del inglés Robert Hugh
Benson.
Sin embargo con la madurez debe haber
exorcizado bastante de ese agresivo pensamiento, porque a dos años de la
creación del Estado de Israel en un artículo publicado en la revista Argentina
(Año II, Nro. 14) correspondiente a marzo de 1950 titulado “La restauración del
Templo de Jerusalén”, criticó la
internacionalización de Jerusalén promovida por las Naciones Unidas: “Habiéndose ya restablecido el Estado de
Israel, pero sin su capital histórica, que la UN no ha querido entregarle, se actualiza la idea
de la reconstrucción del templo, esperanza milenaria del pueblo judío.” Y dice
más adelante: “El resurgimiento de Israel como nación es
uno de los hechos capitales de la época actual, pero no puede ser completo sin
la posesión de Jerusalén, la ciudad santa por excelencia.” Por aquí de
antisemitismo, nada. O bien de los arrepentidos se vale Dios.
EN LA BIBLIOTECA NACIONAL
El
libro al que antes se ha hecho referencia del licenciado y lexicógrafo Mario
Tesler, investigador agudo que, enfocándolos a partir de un severo sostén
documental, viene ahondando sobre múltiples cuestiones de carácter histórico y
conexas, como la recopilación en sucesivos volúmenes de seudónimos de mujeres
de las letras y de militantes y figuras de la política argentina, analiza en 125 páginas la actuación de Martínez
Zuviría al frente de la Biblioteca Nacional.
Con buen método toma en cuenta los
distintos y turbulentos momentos políticos en los que trascurrió su extenso
desempeño en el entonces edificio de la calle México; y sobre todo los del
último peronismo que finalmente lo desplazó del cargo por decreto Nº 7144 de 24
de mayo de 1955 –detalla Tesler-, reemplazado por José Luis Trenti Rocamora. Difíciles
días si se piensa que desde 1951 uno de sus trece hijos: Gustavo, un militar que
había participado de la insurrección del general Benjamín Menéndez estuvo preso
y en el lamentar de su padre había perdido la carrera. (No la perdió porque la asonada de Lonardi lo
devolvió a las filas castrenses –fue un estudioso de la historia militar- donde
alcanzó finalmente el generalato).
El tema
tratado fruto del trabajo de años, no le
es ajeno a Tesler que además de haber sido funcionario especializado del
organismo hasta su jubilación, escribió libros y folletos sobre la Biblioteca Nacional
y varios de sus conductores, de Manuel
Ricardo Trelles y Paul Grosussac hasta el
médico y bibliotecario Horacio Hernández que fue su máxima
autoridad hasta 1984. En nueve capítulos
enfoca aportando detalles significativos y profusas notas a pie de página, diferentes
momentos y aspectos de la dirección de Martínez Zuviría. Desde su designación a
finales de 1931 por la dictadura de
Uriburu para sustituir al fallecido jurista y pensador Carlos F. Melo,
nombramiento que aplaudió el sector nacionalista
colaborador con el golpe del 6 de septiembre y figuras de la iglesia como el
historiador jesuita Guillermo Furlong, su amigo y confesor, y no muy bien visto por los grupos de ideología liberal igualmente
septembrinos. La revista Nosotros de Alfredo Bianchi y el crítico literario
socialista Roberto Giusti, después legislador por el Socialismo Independiente, partido
integrante de la
Concordancia que otro socialista: el diputado obrero Joaquín
Coca venía llamando “El Contubernio”, editorializó por ejemplo: “Esta designación ha sido recibida con
unánime sorpresa en el mundo de la cultura.” Es de recordar que con aprensión
elitista, era moda en su tiempo atacar a Martínez Zuviría por su popularidad
como novelista que batía record de ventas.
Por supuesto otros podrán computarse como sus arcaísmos en materia
religiosa o sus yerros en urticantes temas ideológicos –equilibrados en su obra
en dos tomos: “Don Bosco y su tiempo”(1932), que sin ocultar su mensaje
antimasónico y en consecuencia objetor
del “risorgimento” italiano y de figuras como la de Giuseppe Mazzini, desde una
vereda opuesta a la suya incomprendida asimismo por Carlos Marx, predicó contra
“los que oprimen a sus semejantes por la riqueza o la fuerza”. Y al hablar de la “trama confusa de las doctrinas revolucionarias, socialistas o
demócratas”, advirtió el biógrafo del santo piamontés: “el hilo de oro de una gran verdad que todas
ellas contienen. Esa verdad trascendental es la igualdad”-; en cambio ser leído por vastos sectores, entretener, emocionar
y dejar pensando a muchos fue una de sus virtudes como escritor.
Tesler que se muestra algo crítico de las
gestiones de Groussac y de Borges hoy mitificadas, da cuenta de la austeridad
en materia presupuestaria en que tuvo que llevar a cabo su gestión y que no
obstante ello, activando las donaciones y el canje de publicaciones, el número
de libros y piezas varias fichadas trepó de 265.899 al iniciarla a 700.000
cuando finalizó. Otro punto destacado fue la publicación de La Revista desde 1937 a 1955 para la que
designó como responsable en 1943 al diplomático e intelectual peruano Felipe Barreda
Laos. Ese órgano de difusión periodística de las actividades del organismo, fue
de algún modo la continuación de las publicaciones del mismo nombre promovidas
primero por Trelles y después por Groussac. Aunque también en tiempos de
Martínez Zuviría se dieron a conocer varios catálogos de documentos históricos obrantes
en la Biblioteca
y el archivo del Deán Gregorio Funes, emprendimientos en los que trabajaron
figuras olvidadas como Manuel Selva, autor de un “Tratado de bibliotecnia”
(1939), el periodista cordobés Arturo Cabrera Domínguez y el Subdirector Raúl
Quintana, quien se casó con su hija, Matilde Martínez Zuviría y en el plano
administrativo supo ocuparse de los
libros del general San Martín donados por su yerno Mariano Balcarse en 1856.
No faltaron reacciones -no registradas por
Tesler- a cierto abuso del derecho de admisión por parte de Martínez Zuviría. El
poeta y académico de letras salteño Santiago Sylvester, asesor de la Biblioteca Nacional
bajo la dirección de Horacio Salas, descubrió en un olvidado bibliorato una
resolución firmada el 11 de mayo de 1942
que retiraba la credencial de lector e impedía el ingreso a la casa a Jacobo Fijman.
Valga recalcar que no se trató de un acto discriminatorio, incluso Fijman se
había convertido ya al catolicismo. El poeta martinfierrista de “Molino rojo” solía
proferir gritos al sufrir de crisis mentales. Murió internado en el Hospital
Borda en 1970. Como fuere quizá la medida resultó extrema y no honra al que la
suscribió. Aunque suena extraña y excepcional semejante disposición porque
Martínez Zuviría promovió que investigadores y autores concurrieran a la Biblioteca Nacional.
Por motivos familiares poseo una prueba de ello. La narradora y periodista Flora
del Carmen García Black de Gómez Langenheim (1884-1976) que firmaba sus
colaboraciones en La Nación,
La Prensa, El Pueblo, Caras y Caretas y otros medios con el seudónimo “Carmen Arolf”,
anagrama de su nombre, en octubre de 1935 le envió al despacho de la calle
México un libro de su autoría recién aparecido: “Haz de añoranzas”. Disculpándose
por la tardanza en responderle con muestras de una caballerosidad ahora en
desuso, el director fechó el 18 de enero de 1936 su extensa
respuesta en una carta mecanografiada en papel oficial con el logo de la
institución. Allí comentó con elogio el obsequio de esa obra de carácter
nativista y extraigo de la comunicación lo
siguiente: “Está demás decirle que con el mayor gusto se le enviará a usted un carnet
de acceso permanente a la Sala
de Investigadores. Usted lo merece y yo sólo deseo que la Biblioteca Nacional
le pueda ofrecer todo tipo de comodidades y los libros que necesita”. Frases que avalan lo antes anotado sobre el
objetivo trazado por Martínez Zuviría que la Biblioteca estuviera al
servicio de los trabajadores de la cultura y abierta al público en general.
(Carlos
María Romero Sosa, se publicó en Calchaquimix, el 26 de abril de 2019.-)