RODOLFO RAGUCCI, EL SALESIANO FILÓLOGO Y POETA
Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que
la feligresía católica de la ciudad de Buenos Aires concurría a los sermones de
notables sacerdotes. Solo por ejemplificar cabe hacer mención a los memorables
de monseñor Miguel de Andrea en el
púlpito de San Miguel Arcángel; del liturgista Andrés Azcárate en el de la Abadía de San Benito; de
monseñor Gustavo Franceschi en el de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen; al
historiador jesuita Guillermo Furlong, que solía rezar la primera misa en El
Salvador. Años más o años menos, en la basílica de Nuestra Señora del Rosario Convento
de Santo Domingo, podía escucharse a los estudiosos de Santo Tomás de Aquino, Alberto
García Vieyra y Mario Agustín Pinto, sapientísimos en la materia más allá que hubo
y hay entre los dominicos otras lecturas
del Doctor Angélico ajenas al integrismo. Y en el vecino templo basílica de San Francisco predicaba fray Antonio Vallejo, el poeta vanguardista
amigo de Borges, de Leopoldo Marechal y de
Francisco Luis Bernández que en espiritualista reacción “Contra la paz del mundo”, tal el título de
uno de sus libros, ingresó hacia 1940 en la Orden de los Frailes Menores fundada por el poverello de Asís. Más próximo a
nosotros, en Nuestra Señora de la
Merced, hasta poco antes de su muerte ocurrida en junio de 2013, era edificante
asistir a la misa matutina oficiada por monseñor
Eugenio Guasta, escritor amigo de Carmen Gándara y de Victoria Ocampo, que antes de tomar los hábitos había sido colaborador
de la revista Sur.
Asimismo y Ferrocarril Roca mediante, en la
parroquia de Nuestra Señora de la Guardia de Bernal,
edificada como el adyacente Seminario Menor sobre los terrenos donados por el
genovés Agustín Pedemonte, un salesiano de extraordinario perfil científico y
literario, el filólogo y poeta presbítero Rodolfo M. Ragucci (1887-1973), derramó
durante décadas su impronta ascética y lírica entre fieles y discípulos que concurrían a escuchar
sus prédicas dominicales y a recibir sus consejos y enseñanzas. Uno de aquellos
discípulos fue el lunfardólogo y periodista José Gobello, quien solía recordar que
debía sus latines –Gobello tradujo y publicó en 1982 el Hymnus in honorem passionis Eulaliae beatissimae martyri de Aurelio Prudencio- a las clases de la
lengua de Cicerón impartidas por el padre Ragucci en el noviciado bernalense de
los hijos de Don Bosco, donde funcionaba una escuela normal adscripta al
profesorado Mariano Acosta. Evocó por lo demás el fundador de la Academia Porteña
del Lunfardo en un libro de diálogos sostenidos con Marcelo Héctor Oliveri
(2002): “Como rector de la Escuela Normal se desempeñaba
el padre Ragucci, hombre de una sencillez inefable y de un saber muy
sólido. Tenía una biblioteca muy
nutrida. Se sintió muy feliz cuando lo designaron numerario de la Academia Argentina
de Letras y luego correspondiente de la Real Academia Española. Creo
que su libro más notable, “El habla de mi tierra”, no ha sido superado como
manual para la enseñanza del idioma castellano y sus historias de la literatura
española y la latinoamericana son estupendas. Lo tuve como profesor, como
consultor y como confesor.”
SOBRE VOCES Y EXPRESIONES
NATIVAS
Alguna vez se denominó en las escuelas
argentinas “Idioma Nacional”, la asignatura que hoy se conoce como lengua y lingüistas
hubo que emprendieron su análisis en actitud de algún modo defensiva ante la
irrupción de términos provenientes de las corrientes inmigratorias, cuando no
de los pueblos originarios. Es que en cierto momento, la integración social como
presupuesto de la nacionalidad, para muchos intelectuales empezando por Leopoldo
Lugones que despreciaba el tango y su lenguaje, parecía requerir de la homogeneidad también en materia del
decir o del buen decir como que el poder político y la política lingüística, lejos
estuvieron históricamente de ser compartimientos estancos.
Sin embargo del mismo estudio del castellano en
su versión argentina y rioplatense resultó la inevitable atención a ciertas
voces y construcciones sintácticas locales, no precisamente recogidas por el
diccionario de autoridades o aceptadas como tales por los lexicógrafos más ortodoxos
y algunos gramáticos entendieron así, que el pueblo agranda el idioma. Lo advirtió
el padre Ragucci que lejos de cuestionar por ejemplo en el Salmo Pluvial de
Lugones la locución “lo que empezó a
llover” como se venía haciendo en los manuales, asentó en la nota al poema
incluido y analizado en “El habla de mi tierra”: “lo que empezó a llover se usa entre nosotros por apenas, no bien, así que, etc”. Tampoco fue ajeno a la interrogación por el habla
de los argentinos otro filólogo de la talla del doctor Aurelio García Elorrio (1893-1958)
que hasta conjugó el verbo “peronizar” y fue autor de un Diccionario de la
conjugación elogiado en España por Julio Casares, además de textos de gramática
para uso escolar. Ello sin olvidar las previas inquietudes de Arturo Capdevila (1889-1967)
vertidas en su libro “Babel y el castellano”
que prologó Unamuno en 1928, temática presente además en la serie de artículos
del escritor cordobés que llevan por
título general “Consultorio gramatical de urgencia” y que se publicaron en La Prensa. O Pedro Henríquez Ureña
(1884-1946) y Amado Alonso (1896-1952) –traductor de Saussure-, autores en 1940
de una Gramática para estudiantes secundarios. Y algo más tarde el tucumano
Luis Alfonso (1907-1985), miembro secretario de la Academia Argentina
de Letras al que Menéndez Pidal apadrinó para su ingreso en la Real Academia Española, con sus
“Voces nuevas en el diccionario de la Real Academia
Española 1959-1961”
(1963) o el zamorano aquí radicado Avelino Herrero Mayor (1891-1982), con sus
trabajos internacionalmente reconocidos
como “Presente y futuro de la lengua española en América” y “Problemas del
idioma”. En tanto que en la siguiente
promoción de lingüistas se destacaron los enfoques de los ya fallecidos Ofelia
Kovacci y el políglota Julio Valderrama.
LINGÜISTA
Y POETA
Rodolfo M. Ragucci realizó sus estudios de
magisterio como alumno del Instituto
Salesiano Pío IX de Bernal, incorporado a la Escuela Normal de Profesores
Mariano Acosta, donde también cursó ciencias
eclesiásticas y recibió los oleos sacerdotales. Su labor de
investigador no distrajo ni anuló su inspiración poética y así dio a conocer tanto
libros de investigación como poemarios religiosos de alto vuelo lírico. Si bien
su ya citada obra “El habla de mi tierra” con numerosísimas reediciones es la
más conocida de las surgidas de su pluma por el valor técnico y el plus
pedagógico que la caracteriza con la mira puesta en “Facilitar a los alumnos el estudio del idioma nacional y ofrecer a los
maestros copiosa variedad de recursos para amenizar la enseñanza del mismo, tan
poco atrayente de suyo”, según reza la Advertencia de la
primera edición, son igualmente demostrativos de su dedicación a la materia específica
lingüística y a la historia y crítica literaria otros libros de carácter
erudito como “Cumbres del idioma” (1938), “Letras castellanas” (1939),
“Palabras enfermas y bárbaras” (1941) –un título que hubiera rechazado Roberto
Fontanorrosa sempiterno negador de las llamadas malas palabras-, una reunión de
sus artículos en la sección “Para el bien decir”, a cargo del padre Ragucci desde 1937 a 1939 en el diario católico
El Pueblo, “Cartas a Eulogio” (1943), “Más cartas a Eulogio” (1943), “Cervantes
y su gloria” (1947), “Manual de literatura española” (1957), “Literatura de le Edad
de Oro Española” (1959), “Blasones de Hispania” (1966), “Escritores de
Hispanoamérica. Notas bibliográficas y críticas y antología anotada” (1969); “Voces
de Hispanoamérica” (1973). A esa lista
hay que sumar amenos, informativos y testimoniales libros de viaje como “Ruta
de luz por Tierra Santa” (1953) e “Impresiones de un viaje: Don Bosco en mi
camino” (1953). Si algún lector quisiera abundar en su labor de publicista, en
el número XXXVIII correspondiente a enero-junio de 1973 del Boletín de la Academia Argentina
de Letras, órgano donde había colaborado desde 1943 y eran características y
por demás ilustrativas sus notas “Neologismos de mis lecturas”, Horacio Jorge Becco dio a conocer su bibliografía.
Renglón aparte merecen sus poemarios como “Al
partir” (1936), firmado con el pseudónimo Pedro Romero de la Vega que prologó el poeta,
docente y magistrado cordobés Ataliva Herrera y recibió conceptuosos juicios, entre otros creadores de Alfredo Bufano y así
lo destaca Néstor Alfredo Noriega en “Presencia y magisterio de Rodolfo M.
Ragucci en las letras argentinas”. En las páginas de “Al partir” puede leerse el nostálgico soneto “Como la
yedra”, su despedida a la parroquia de Nuestra Señora de la Guardia y al seminario
salesiano: ¡Adiós Bernal! Adiós, del alma
mía/ exquisita porción, nido de amores,/ fontana que, al serpear entre las
flores,/ vas musitando vieja poesía./ ¡Templo elocuente!...!Oh cuadro de
María!.../ ¡Mártir de Dios!...!Oh sabios superiores!.../ Oh niños, que
ignorabais sinsabores!.../ Oh aquella noble, espiritual porfía…/ ¡Hoy me alejo
de ti, Bernal querido!/!Como al roble la yedra trepadora/ a ti mi corazón
quedará asido;/ y tus recuerdos, arrebol de aurora,/ nunca mi alma entregará al
olvido,/ porque aún allí mi adolescencia mora…!”
Otros títulos en verso suyos son “San Tarsicio
o el niño mártir de la
Eucaristía” (1943), “Empresas
de clerecía: romancero donboscano” (1941) y “Caminos de juglaría: romancero
donboscano” (1941), biografía romanceada del santo piamontés. Ángel J. Battistessa, al despedir sus restos
mortales en nombre de la Academia Argentina
de Letras para la que el presbítero Ragucci fue elegido el 30 de junio de 1948 y
donde ocupó el sillón 19 “Calixto Oyuela”, recordó los afanes poéticos del religioso: En sosegado
recreo consiguió frecuentar la forma siempre vigente del romancero, con la
asimismo añeja, si menos frecuentada, del mester juglaresco. Según lo declara
en uno de los títulos, en sus ejercicios de métrica se sintió parejamente
solicitado por las "empresas de clerecía". Lejana, la emulación del
maestro Gonzalo, “de Berceo nonmado”, lo solicitó a sus horas.
Su hispanismo tenía vertientes
espirituales y culturales profundas y no era una mera bandería
política. Así cuando un colega de la docencia e historiador, el profesor
Efraín H. Gómez Langenheim le hizo llegar en 1963 el texto de su iniciativa
para que España tuviera su bandera en la isla de Guanahani –posiblemente la
isla de Watling en el actual archipiélago de Bahamas, a la que arribó Cristóbal
Colón el 12 de octubre de 1492 y llamó
San Salvador, el remitente recibió fechada en Bernal el 20 de diciembre del 63´
la siguiente conceptuosa carta que comienza diciendo: “Rodolfo M. Ragucci S.D.B. saluda
muy cordialmente al profesor doctor Efraín H. Gómez Langenheim, y se complace
en expresarle la más fervorosa adhesión a su feliz iniciativa de tributar a España, Madre de naciones, el justiciero
homenaje que propone en el elocuente proyecto
que ha tenido a bien hacerle llegar.”
El religioso evocado que recibió en el bautismo el
nombre Rodolfo, bien podría haberse
llamado Eulogio –tal el término que aparece en el título de dos de sus libros-
de intuir sus mayores la futura vocación por el correcto hablar que marcó su
existencia. Y también Teófilo por su
amor al Verbo Encarnado y a la Iglesia en la que abrazó con
devoción y entrega el Orden Sagrado.
(Carlos María Romero Sosa, se publicó en
La Prensa, el
21 de abril de 2019.-)
No hay comentarios:
Publicar un comentario