domingo, 22 de mayo de 2011

ALICIA JURADO (1922-2011)



Pensar, pensó desánimo y proyecto,
pregunta y evidencia entrelazadas;
y en su esquina cumplió en ángulo recto
noventa grados de corazonadas.



Santa Fe y Ecuador dirá en dialecto
de bocinas y gritos y frenadas,
las fórmulas de duelo o las llamadas
a recordar su espíritu selecto.


Ciencia y arte, los libros, los amigos.
No apostató del credo de aventura,
ni pudo perjurar, por apellido.



Cubre la actualidad con desabrigos:
Tal vez murió, nocturna, de espesura…
Letras, tapices, dan su colorido.

CARLOS MARÍA ROMERO SOSA mayo de 2011

miércoles, 4 de mayo de 2011

Manuel del Cabral, el poeta dominicano que admiró Manuel Ugarte


Muchos lo ignoran, pero hubo un Palermo de Manuel del Cabral, en coincidencia sino en el tiempo, al menos en la geografía urbana con el de Borges y el de Carriego. Sólo que las arterias de ese barrio, como la calle Güemes a la altura del 4759 -entre Darregueyra y Oro-, donde habitó el poeta dominicano nacido en 1907 en Santiago de los Caballeros, lejos ya de representar una edad del “epos” que concitara mitologías de arrabal, bajo el peso de otros años posteriores y más prosaicos, rebajaría pendencias amorosas a trampas comerciales, desafíos de esquinas a bravatas de automovilistas; y en cambio de anudar caracteres para la nostalgia o la leyenda del coraje, derramaría indiferencia de transeúntes.



Cuesta imaginar entonces, que esa realidad agrisada y vecina a un antipoético cauce de agua entubado: el arroyo Maldonado -al que cantó Baldomero Fernández Moreno cuando su cauce sobre la superficie serpenteaba por los barrios del oeste-, pudiera contener a un espíritu universal, imaginativo, sensible, delicado y profundo como el suyo. Lo cierto es que Manuel voló desde allí con genio e ingenio renovados hacia nuevas coronaciones de su arte, siempre alimentado por el sentimiento de la solidaridad, la idea fuerza de la libertad y el desafío de remontar la belleza desde lo ruinoso, amargo o despojado de gracia, así como se eleva un aeroplano contra el viento.


Manuel del Cabral ensayó la poesía social, no el panfleto politizado sino la surgida de la vivencia directa de la marginación y el sufrimiento ajenos y a la vez de su propia comparecencia ante el tribunal de la historia para testimoniar sobre ellos; por eso hay allí más razones del corazón que propaganda partidaria; densidad metafísica y tono sapiencial en la tradición de los refraneros populares clásicos: “¿Quién ha matado este hombre/ que su voz no está enterrada?/ Hay muertos que van subiendo/ cuanto más su ataúd baja.” Una copla que vale para tantos mártires populares ya olvidados o ya en el mármol que enfría el sacrificio.


De esa conciencia deriva su aporte a la literatura de la negritud, un término acuñado en los años treinta de la pasada centuria en París, por dos poetas de lengua francesa: el martiniqués Aimé Cesaire después influido por el surrealismo de André Bretón y el senegalés Léopold Sédar Senghor, con los años presidente del país africano.


Cabral resulto ser en América figura principal y hasta anticipatoria de la literatura de la negritud junto al cubano Nicolás Guillén de “Sóngoro cosongo” y al puertorriqueño Luis Pales Matos de “Tuntún de pasa y grifería”. Fue un caribeño de cuerpo entero siempre, en la Hispaniola y en el exilio, en sus destinos diplomáticos y en el retiro en nuestro barrio de Palermo. Bien pudo coincidir con el intelectual de lengua francesa oriundo Martinica como su par Cesaire, Edouard Glissant -recientemente fallecido-, en postular que “el Caribe es una realidad cultural” (y) “que un negro de Cuba, un blanco de Guadalupe y un indio de Haití, participan de la misma identidad”.


Aquí y allá no se quedó en morriñas y escribió en ocasiones con los puños cerrados, empleando el ritmo del trópico para decir verdades que antepuso en todo momento al oficio de ensayar novedades; poniendo toda la rabia a fuego lento hasta alcanzar el punto exacto del compromiso en el mejor sentido sartreano y diciendo en ocasiones sin terminar de decir, como entre dientes, con sugerencia incitadora para que el lector al tener que completar los términos capte la idea de orfandad y participe también del desasosiego: “Isla que parece po/ Pero es ri./ Con su ron/ Santo Domingo/ y Haití./ Que sí/ Que no/. Pero no sé,/ No lo sé./ No sé lo que pasa aquí/ Cortada por los cuchí/ de dos lenguas diferen/ en una hay más pan que dien/ en la otra más dien que tri./ Santo Domingo y Haití.”


Si su compatriota José Joaquín Pérez Matos se destacó en el siglo XIX por dar la nota indigenista en el concierto del romanticismo, al rescatar para las letras americanas tras la senda secular de las crónicas de Bartolomé de las Casas y de Oviedo, las glorias y la derrota de la raza taína en la obra “Fantasías Indígenas”; y si Camila Henríquez abogó por integrar a la mujer en la cultura y en la literatura en particular, Manuel del Cabral fue el dominicano que le puso épica al criollismo y a la negritud. Empleó el folclore regional del Cibao, la sabiduría popular mamada en su infancia: esa única patria del hombre al decir de Rilke, como materia prima de un arte trascendente, universal y cósmico: de “voz americana (que) grita a los espacios”, interpretó Enrique Anderson Imbert en su “Historia de la Literatura Hispanoamericana”. Aunque no sólo describió costumbres pueblerinas con empeño sociológico sino que valoró caracteres, actitudes y conductas. No pudo ni quiso escindir la estética de la ética y como tal poetizó con ánimo reivindicatorio y ensueño profético. No en vano su poema “Compadre Mon” mereció ser comparado con nuestro Martín Fierro, aunque en ese sentido puede decirse que Cabral en algo fue incluso más lejos que José Hernández añorante de pasadas épocas mejores para el gaucho: “Yo he conocido otro tiempo/ en que el paisano vivía,/ y su ranchito tenía/ y sus hijos y mujer./ Era una delicia ver/ cómo pasaba sus días.”


Por de pronto el personaje de Cabral que reúne en su personalidad mucho de Fierro y bastante de Viejo Vizcacha, no se rindió a la civilización de los bienpensantes y siguió razonando provocativamente hasta el final: “¡Qué bien que se ensucia el aire con la tierra de mi voz!/ Si en el reloj no está el tiempo, en la toga no está el juez./ Pero si en este rocío que cae del ojo está un pueblo,/ me lavo la voz en él”. Y en ese desplante de Don Mon hay una “anábasis”, impulsos evidentes de ascensión y elevación que recuerda el destino de los héroes homéricos.


Si la filosofía era para Socrates un aprendizaje de la muerte, la literatura fue en Cabral, como en Neruda, un atajo salvador para enseñorearse de la vida. Dionisiaco y apolíneo, merced al don de renombrar todo con voz lírica y referenciar a sí mismo el mundo, fue que tomó posesión de él. A través de los símbolos del lenguaje que ejercitó armonizándolos pudo representarse kantianamente el tiempo, esa intuición a priori que pareciera instó a ejercitar como “función” a su hija Amanda, inspiradora y destinataria del primoroso libro de infancia y más que eso que es “Chinchina busca el tiempo”. Con la enhorabuena de la literatura abrazó las cosas exteriores y las posibilidades y potencialidades de la propia existencia. De allí el tono erótico y hasta el tema sexual de muchos de sus versos detenidos en el secreto de la pasión y en el torbellino de las sensaciones.


Labor abarcadora de diferentes géneros la suya practicó además del verso, el cuento, la novela y el ensayo dramático. A veces los reunió en un único libro como ocurre en el “El presidente negro”, obra escrita en gran parte en Buenos Aires hacia 1973, donde además del argumento central propiamente novelístico, hay capítulos que sin romper el hilo conductor tienen fuerza de relatos, hay un diálogo teatral, hay tributos al subgénero periodístico del reportaje y sobre todo hay un vaticinio que ahora sabemos cumplido con la elección de Barack Obama. Por eso “El presidente negro” se halla en la línea de las utopías realizadas, como “Las sandalias del pescador” de Morris West que en los años 60 anunció un papa venido de la Europa Oriental.


Si la pura originalidad es un imposible en el arte porque como bien afirma Borges en cierto prólogo a una reunión de cuentos de Silvina Ocampo, la creación humana no es “ex nihilo”, y si bien ya el brasileño José Monteiro Lobato, publicó en 1926 una novela en la que narra la historia de un carismático lider convertido en el primer presidente de color de los Estados Unidos de América; e incluso un argentino: el tucumano Eduardo Joubín Colombres, discípulo del poeta modernista boliviano Ricardo Jaimes Freyre, ensayó una temática similar según me lo manifestara él mismo hace casi tres décadas, lo novedoso en la narración de Cabral está más en el hecho de vincular a William Smith, el mandatario norteamericano de la ficción, con Latinoamérica y en especial con las Antillas y su realidad de pobreza administrada y usufructuada por tiranuelos. Ese encuentro enriquecedor se dio a través de los viajes que realizó Smith como marinero, cuando por ejemplo al llegar a Santo Domingo, tuvo noticias de “El Jefe” Trujillo y de sus gestos de megalomanía. Mucho después ya en la Casa Blanca se preguntará, víctima de los manejos y las conjuras criminales de Wall Street: “¿Porqué el capitalismo me llevó a la presidencia de este país?. ¿Porqué quiere ahora el capitalismo deponerme? Y hallará respuesta, o vías de contestación a la inquietud en el inframundo, o en algo así como una sesión seudo espiritista o quizá de ritual vudú, donde le fue posible entrevistar a Lincoln, a Luther King, a Rockefeller, a Trujillo, a Walt Whitman y a Robert Kennedy.


Este gran artista y abanderado de causas nobles como la no segregación, despertó el interés literario y humano del argentino Manuel Ugarte (1875-1951), aquel socialista, americanista y antiimperialista por partes iguales y convergentes en su ideario emancipador. Tanto fue su valoración de Cabral que le dedicó un libro a su poesía cuyo acento caracterizó como irónico, piadoso y tierno. Y bien que sabía de poetas Ugarte por serlo él mismo y hacer famosos en su época títulos como “Vendimias juveniles” o “Los jardines ilusorios”, además de haber confraternizado con Amado Nervo, José Santos Chocano, Gabriela Mistral, Leopoldo Lugones o Alfonsina Storni, compartir temporadas en París con Rubén Darío y hasta haber escuchado recitar a media voz a la uruguaya Delmira Agustini -presuntamente su amante-, quizá las sugestivas, sensuales y escandalizadoras páginas de “El libro blanco”, “Los cálices vacíos” y “El rosario de Eros”.


Será de preguntarse si Manuel Ugarte, al estudiar sobre el final de su vida al dominicano, recuperaría en plenitud la memoria de aquel país que conoció durante su gira de concientización latinoamericanista llevada a cabo entre los años 1911 y 1913. Por cierto un periplo iniciático, en algo paralelo al que varias décadas después llevó casi por los mismos senderos del Continente a otro luchador de la justicia social: Ernesto, el “Che” Guevara.


Debemos a la compilación realizada y prologada por el escritor y antólogo mocano Julio Jaime Julia, “Cuatro visiones de Santo Domingo (Vasconcelos, Araquistain, Inman y Ugarte)”, la versión directa de los hechos, extraída en el caso de Ugarte de su libro “El destino de un Continente”. Detalla allí el viajero su arribo, a finales de 1911 a Santo Domingo desde Cuba a poco del golpe de estado contra el presidente Cáceres; cuando el periódico Listín Diario saludó así su llegada: “Que venga el maestro de la juventud Americana, que venga el amigo de la paz, y que su palabra fraternal sea a manera de lazo que nos una a todos”.


El autor de “El porvenir de Latinoamérica” disertó en el Ateneo; conoció a Salomé Ureña, a Federico Henríquez y Carvajal, al novelista e historiador nacido en Cuba y fallecido en La Vega Federico García Godoy, a Raúl Augusto Sánchez; y escribió sus impresiones de la isla donde desembarcó Colón, lamentando “que haya sido desde los orígenes la región del Nuevo Mundo más castigada por guerras, revoluciones, conjuras y desembarcos militares” Para concluir metafórico y absolutorio con los pueblos: “La mayoría de los naufragios, la culpa no es de la barca, ni del mar; la culpa es de los vientos. Y han sido los vientos de la ambición internacional los que han determinado la hecatombe dolorosa”.


Sí, no hay duda que al redactar el libro sobre Cabral, debe haber vuelto a lamentar aquellas desventuras y revivir también las gratas visiones de Santo Domingo: “Ciudad clara -la describe-, de casas pintadas de colores vivos, plazas a la andaluza, y calles anchas cruzadas por vehículos rápidos y livianos. Las viejas iglesias y los monumentos coloniales recuerdan el esplendor de lo que en otros tiempos se llamó La Española, primer florón en América del enorme imperio hispano”.


Tengo en mi poder la segunda edición de la obra, de la Editorial Américalee de Buenos Aires, publicada en 1955 a cuatro años de la muerte de Ugarte en Niza. He tratado de rastrear la primera de ellas en forma infructuosa -constaté que entre otros lugares claves no está ni en la Biblioteca Nacional de la Argentina ni en la del Congreso de Washington-; sobre todo porque hacia el año 2001, el escritor, académico de letras y querido amigo, José Rafael Lantigua, hoy ministro de Cultura de la República Dominicana, me manifestó vía e-mail su interés por reeditar el libro, solicitándome datos biográficos sobre el autor. Cuando le conté que Ugarte había tenido bastante relación amistosa con mi padre, se interesó en extremo por tener referencias directas sobre el ensayista y político y así fue como Carlos Gregorio Romero Sosa redactó a su pedido a mediados de 2001 y estando ya con la salud debilitada, uno de sus últimos trabajos: “Otro argentino en mis recuerdo juveniles: el escritor americanista y diplomático don Manuel Ugarte”.


Pasó el tiempo y en el año 2009 llegaron a mis manos un par de ejemplares de “Cabral Poeta de América” reeditado por la entonces Secretaría -hoy ministerio- de Cultura de la República Dominicana. Como en el Introito que lleva la firma del licenciado Lantigua, se relatan en extenso las circunstancias referidas destacando incluso en una nota a pie de página los aportes de Carlos Gregorio Romero Sosa, me es particularmente honroso y emotivo ver de algún modo vincularse allí, a las memorias insignes de Manuel del Cabral y de Manuel Ugarte, la del laborioso autor de mis días.-

(*) Texto de la conferencia pronunciada por el doctor Carlos María Romero Sosa en la 37 Feria del Libro, el 21 de abril de 2011.