jueves, 21 de junio de 2012

RICARDO CARBALLO CALERO, FILÓLOGO Y GALLEGUISTA



En diciembre de 1979 participé con una ponencia sobre la narrativa de Eduardo Mallea, en el Simposio Hispano-Argentino sobre Literaturas Regionales celebrado en el Colegio Mayor Argentino de Madrid, por ese tiempo bajo la dirección del doctor Leoncio Gianello, historiador, jurista y escritor entrerriano de especial actuación pública en Santa Fe. En los salones de aquel inolvidable establecimiento situado en la calle Martín Fierro sin número, próximo al Parque del Oeste y la Ciudad Universitaria, donde solíamos recalar la mayoría de los becarios recién llegados a la capital española hasta poder alquilar un apartamento en una zona más céntrica de la ciudad del oso y el madroño, escuché varias ponencias del Simposio a cargo de los argentinos Guillermo Ara, Ricardo Adúriz o Guillermo Rodríguez como también de los notorios españoles Guillermo Díaz-Plaja, Gregorio Marañón Moya, José María Alfaro y Polanco, Manuel Ballesteros Gaibrois y Ricardo Carballo Calero. A excepción de Díaz-Plaja que aportó en la inauguración su mirada sobre la pluralidad y unidad de la cultura hispánica, no puedo precisar cuál de esos u otros participantes trataron, por ejemplo, sobre la aventura en la Argentina de Vicente Blasco Ibáñez, la Generación del 27, Blas de Otero, España en la poesía de Borges y la poesía de proyección folclórica argentina.
Pasadas más de tres décadas de aquella reunión -primera de ese tipo que tuvo lugar en España, según consignó el periódico ABC de 5 de diciembre de 1979 en una columna que recorté y conservo-, recuerdo muy bien la exposición del doctor Carballo Calero sobre “La literatura gallega en el exilio y Rosalía de Castro”. Y no hago con ello alarde de memoria: sencillamente lo difícil hubiera sido olvidar la palabra del orador, a un tiempo sobria y animada de lirismo como correspondía al poeta de “Trinitarias” (1928), “Vieiros” (1931), “La soledad confusa” (1932), “Anxo da terra” (1950) o “Poemas pendurados dun cabelo” (1952). Porque en verdad, imperdonable sería no sentirse arrobado por esa erudición sin agobio y sobre todo por la sencillez nada académica ni profesoral -pese a que fue miembro de la Real Academia Gallega a partir de 1958 y profesor de la Universidad de Santiago de Compostela, donde accedió por oposición a la cátedra de Lingüística y literatura gallega creada en 1965- que trasuntaba su persona y hasta en ocasiones los rasgos de humor, con que sin demagogia alguna lograba captar al auditorio.

Se me hace hoy al repasar mentalmente la primera –y única- impresión que tuve de Carballo Calero, que físicamente no representaba los casi setenta años que tenía en la oportunidad, dado que nació en Ferrol (La Coruña) en 1910. Con una estatura algo menos que mediana y un aspecto exterior de oficinista, con seguridad sin proponérselo porque no lo imagino ensayando una imagen como a los políticos y a los empresarios actuales, pegaba poco sin embargo con el mero hombre gris en serie y con el típico burgués de saco y corbata, sin duda esto último por la sobriedad con que más que lucir, se limitaba a emplear con funcionalidad el traje: “Estoy acostumbrado a uniformarme”, nos confesó sonriendo en referencia a su grado de teniente del ejército de la Segunda República que se le reconoció después de la sublevación del 18 de julio de 1936 y con el que participó en la defensa de Madrid y a sus posteriores años de prisión padecidos bajo el franquismo.

Quizá mi visión retrospectiva suya continúa impregnada por el eco del paseo estético que nos brindó aquella invernal mañana madrileña, a la que supo enjoyar con la magia verde de los parajes gallegos inspiradores de Rosalía de Castro, la poeta de “Follas Novas” sostenida por hilos de melancolía entre dos abismos: “Saudade” y “Soidade” y sobre quien expresó Carballo en uno de sus libros: “La ecuación entre Rosalía y Galicia es un hecho que se impone de todos modos. Un hecho tan evidente que no necesita demostración.” Sí, nos condujo en la ocasión por aquellos campos de labranza usufructuados desde antiguo por el caciquismo, presas del minifundio y poblados de supersticiones y leyendas para no desmentir la herencia celta volcada a lo sobrenatural y misterioso. Todo un contexto que más que la ideología reivindicativa del Rexurdimento -al que se da fecha de inicio en 1863 con la publicación de “Cantares gallegos” de la escritora compostelana-, un movimiento estético y eminentemente literario contemporáneo de la Renaixença catalana y precedido en Galicia por dramáticas convulsiones políticas y sociales como la sublevación liberal de 1846 liderada por el coronel Miguel Solís que culminó con su fusilamiento y el de los otros Mártires de Carral, nutrió de romanticismo el espíritu de Eduardo Pondal, el autor de los versos del Himno Gallego, figura que estudiara Manuel Murguía poco antes de morir; del Manuel Curros Enríquez de “Aires de miña terra”; del descriptivo y piadoso Antonio Noriega Varela de “Montañesas”; y que aunque don Ricardo no los debió mencionar en su conferencia centrada en esos creadores decimonónicos y en otros más fallecidos en las primeras décadas del siglo XX, más tarde despertó la morriña por el Mar Cantábrico de Eduardo Blanco-Amor del “Poema en catro tempos a un pescador galego” y revivió las inmensidades extendidas a un lado y al otro del Faro de Finisterre en los pinceles de Luis Seoane y de Laxeiro, ambos exiliados en Buenos Aires después de la Guerra Civil.
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A continuación de su charla lo vi partir silencioso, con un bolso a la espalda donde cargó los libros que le obsequiaron y los apuntes que traía consigo. Iba despojado, de forma semejante a la que arribaron sus coterráneos inmigrantes a la República Argentina, en busca de horizontes. Venía a cuento hacer la relación, tal vez con la sensibilidad a flor de piel porque cargábamos con nuestras respectivas nostalgias porteñas, al punto de comentar aquella ligereza de equipaje que habría elogiado Machado con el historiador sanmartiniano Alfredo J. Villegas otro de los ponentes. Después estoy seguro de que alguien murmuró mientras pasábamos a escuchar al siguiente orador -que no puedo precisar quién era-, que Carballo debía regresar de inmediato a sus quehaceres y compromisos académicos. Al antiguo co-redactor –era además de doctor en filosofía y letras por la Universidad Complutense de Madrid, licenciado en derecho por la de Santiago de Compostela- con Valentín Paz Andrade, Lois Tobio y Vicente Risco del “Anteproyeito de Estatuto da Galiza” presentado por el Seminario de Estudos Galegos y al cofundador también en 1931 del Partido Galeguista, se le hacía difícil estar fuera del terruño.

Nada más supe de él ni descubrí su nombre en letras de molde descansando en anaquel alguno hasta varios años después, cuando luego de la muerte de otro gallego universal ocurrida en junio de 1985: el abogado, político y escritor oriundo de Ortigueira, Leandro Pita Romero, pude adquirir al venderse parte de su excepcional biblioteca -que ocupaba un departamento entero en la calle Larrea entre Santa Fe y Marcelo T. de Alvear-, entre otros volúmenes no pocos de ellos autografiados por sus autores, varias obras originales de Carballo Calero. Así pude leer “Sete poetas”, de la Editorial Galaxia de Vigo, publicado en 1955, que recoge estudios sobre Rosalía, Curros Enríquez, Pondal, Noriega Varela, Cabanillas, Amado Carballo y Manuel Antonio. Me adentré con mayor facilidad, pues está redactado en castellano en sus “Aportaciones a la literatura gallega contemporánea”, un libro publicado por la madrileña Editorial Gredos también en 1955 y que aparte de estudiar la labor de los creadores anteriormente citados incluye sendos capítulos finales referidos a Ramón Otero Pedrayo y a Alfonso Rodríguez Castelao. Junto a ellos incorporé a mi biblioteca una obra de consulta: “Gramática elemental del gallego común” (Galaxia, Vigo, 1era. Edición de 1966). Vuelvo a detenerme en su inicial Explicación, en extremo informativa y reveladora de su a veces criticada posición reintegracionista en materia etimológica, que proponía que el gallego y el portugués forman parte de un mismo sistema lingüístico: “El castellano, sobre todo a partir del Renacimiento, influyó poderosamente la lengua de Galicia, que, muy poco cultivada literariamente, no podía ofrecer una resistencia eficaz. No sólo el léxico, sino también la fonética, la morfología y la sintaxis, acusaron la huella castellana. Esta huella es en muchos casos imborrable, y ha llegado a caracterizar en algunos aspectos el habla actual. Pero con el renacimiento de las letras gallegas en el siglo XIX, apareció un ideal de pureza que poco a poco fue reaccionando contra los castellanismos. Por supuesto, este fenómeno se registra en la lengua literaria, no en las hablas comunes, cada vez más castellanizadas. Pero el gallego que aspira a ser normativo ya desde Juan Manuel Pintos, nos muestra un prurito de casticismo. Rosalía de Castro supone más bien una concesión al gallego vulgar. Pondal y los escritores que le siguen, alimentan un propósito firme de restauración, y entonces, junto a la reactualización del arcaísmo, aparecen los préstamos del portugués.”

Ricardo Carballo Calero falleció en Santiago de Compostela en marzo de 1990. No recuerdo que ningún medio argentino haya dado la noticia. Pero silencios aparte me descubro como aquel lejano oyente suyo que lamenta ahora no haber sido algo más: su alumno.


Carlos María Romero Sosa. Publicado en "Diario Libre