Debe haber sido accidental mi
primer encuentro con Carlos Villagra Marsal, en los tiempos en que ambos
vivíamos en Madrid hace bastante más de tres décadas. Aunque tengo presente un
primer y extenso diálogo sobre literatura y política que sostuvimos una tarde
invernal en el apartamento, a buen cobijo del viento del Guadarrama, que el
escritor ocupaba en el centro de la ciudad del oso y el madroño. Y será sin
duda porque lamentablemente para mí tuve pocas oportunidades más de explayarme
con él, que a poco debía regresar al Paraguay, el hecho de que a tantos años de
distancia pueda revivir aquella charla que saltaba de la mención de Ercilia
López de Blomberg –la
sobrina
del mariscal López, autora de una gramática guaraní y conocida de mi familia
materna al igual que su hijo el poeta Héctor Pedro Blomberg-, al asesinato
de Soledad Barrett o a las noticias para mí novedosas sobre la Tertulia Literaria
Hispanoamericana de Asunción, que Villagra presidió no sé si por entonces o
después. Pero además y sobre todo lo recuerdo debido a que me impresionó su
desprendimiento por de pronto en materia de libros, una virtud que armonizaba
con su ingenio, cultura y refinamiento. Según pude comprobarlo, esa generosidad
devenía de su confianza innata en los colegas en las letras y se sobreponía a
las malas experiencias sufridas con los formadores de bibliotecas propias con
volúmenes ajenos.
En
efecto, días antes de nuestro encuentro, mi anfitrión había recibido desde La Habana , enviada por Alejo Carpentier, la obra de
imaginación del novelista sobre Cristóbal Colón titulada “El arpa y la sombra” en una lujosa edición de
gran formato. Me enseñó el obsequio con satisfacción y orgullo y no bien
demostré interés por su lectura, sin dudarlo lo puso en mis manos. Yo me sentí
obligado no sólo a concluirlo con rapidez,
circunstancia a la que el argumento, el ritmo sostenido de la narración y el
desafiante barroquismo de su prosa me
empujaban, sino que hasta escribí sobre el libro un comentario que publicó el
diario La Capital de Rosario,
donde desde tiempo atrás colaboraba con notas bibliográficas y artículos
varios.
Cuando un
par de semanas más tarde regresé a su casa para devolverle “El arpa y la sombra”, lo encontré próximo a
salir a la calle. Debía integrar una mesa redonda con Augusto Roa Bastos y con
el escritor y guaranista Rubén Bareiro Saguier a realizarse en la sede próxima
al Parque del Oeste del Centro Iberoamericano de Cooperación, la institución de
la que yo era becario y Villagra lo había sido una década atrás. Concurrimos
juntos al acto y allí conocí por su
intermedio a Roa, del que conservo un ejemplar de “Hijo de hombre” autografiado por el autor
aquella jornada.
No lo vi
más ni supe nada de él hasta tiempo
después: ya en Buenos Aires hallé en el
suplemento cultural de La Nación una breve reseña de su “Guarania del desvelado” que recorté y guardé. Se
destacaba allí entre otras consideraciones el hecho de que el entorno del
creador –propiamente el
Paraguay- diera fuego y razón de existir a su palabra poética, algo que
experimenté ya en la primera aproximación al
poemario que publicó Losada en 1979 y me obsequió en aquel encuentro a
resguardo del viento del Guadarrama apretando su cordialidad en una frase: Para
Carlos María Romero Sosa. Poesía por amistad. 26 de febrero del 80.
Regreso
ahora a la lectura de ese ramillete de sonetos con resonancias clásicas y tensión amatoria que lo integran –uno de musicales
trece sílabas- junto a versos líricos igualmente cadenciosos, por momentos
nostálgicos de alguna ancestral edad de oro revelada frente al curso
heracliteano del río Paraguay al que llama: “Padre que estás
en la arena” (y) “norte azul para el viento” En otros segmentos el poeta
se propone enumerar decisivas circunstancias de vida, como en el poema libre
que da título a la colección; una pieza donde se revela entusiasta lector –no
imitador- de Neruda, lujosa de metáforas salidas de los más profundo de sí y
por lo mismo tocantes y capaces de suscitar emociones indescriptibles: “El suelo no me llega. Como un Argos
yacente,/ desganado y oscuro,/ aprecio la segura y minuciosa asunción de la
noche/ y entretanto,/ testigo de mí mismo,/ la memoria propaga su vértigo
callado”.
Eso aparte
de contener también algunas estrofas en las que late subyacente la rebeldía
social y hasta una no disimulada denuncia de las arbitrariedades del régimen de
Stroessner; así ocurre al subir el tono hasta buscar la condena general y
reclamar solidaridad incluso de los desatentos del mundo de la época, cuando
estaban firmes las fronteras ideológicas, frente al “alarido lento de un
compañero (en) una oficina sórdida en la nueva/ Guardicárcel.”
Como ahora
por obra del azar, otro libro suyo con pie de imprenta en el año 2007 ha llegado a mis manos: “Poesía congregada y otros
afanes”, una suerte de
antología personal, me anoticié por la
solapa que finalizada la dictadura, Villagra Marsal tuvo una importante
actividad pública como convencional nacional en 1992, que actuó en la
diplomacia y fue designado embajador en
Chile primero y en Ecuador después. Lo bueno es que los cargos políticos no
distrajeron su inspiración ni desviaron su vocación de estudioso. Siguió
produciendo poemas y rastreando en la literatura española del Siglo de Oro,
período que le interesó siempre.
Nacido en
1932, imagino que ya no será el cuarentón de aspecto juvenil que conocí en
Madrid siendo yo veinteañero, cuando frente a ambos, acostumbrados a vivir bajo
regímenes de fuerza, se afianzaba entre marchas y contramarchas la democracia
española bajo la jefatura de gobierno de Adolfo Suárez y con la garantía del
rey Juan Carlos.
Las páginas
finales de “Poesía
congregada” dan cuenta de que Carlos transita su “status viatoris” llevando sus muertos en
carne viva como lo prueban varias dedicatorias de sus composiciones y la
emotiva “Evocación de
Elvio Romero”, el poeta
amigo y compañero de luchas.
Yo
celebro que quien ayer me reveló su fe en un
marxismo humanista o en el humanismo marxista invocado alguna vez por
Salvador Allende, sea hoy el mismo hombre de principios e ideales acostumbrado a dormirse esperanzado más que
utópico con “una memoria
cierta hacia mañana”. Que se muestre libre de dogmatismos, realista y no pragmático,
actitud tan devaluada por la dirigencia en nuestros países que resulta ya al sano realismo lo que la
pornografía al amor. Y elogio que sin duda haya evolucionado desde sus
concepciones juveniles más radicales, pero que no se ha metamorfoseado por obra
del oportunismo, la banalidad del mal y los designios dominantes del
mandarinato cultural. Así Carlos Villagra Marsal sigue bregando por la libertad
y la justicia en la “América ingenua que tiene sangre indígena” celebrada por
Darío; en este subcontinente a la
defensiva, policultural y multilingüistico. Y lo hace lejos del efectismo
olímpico, el exhibicionismo comercial o la calculada grandilocuencia mediática.
Se
nota que aparte de hallarse de cuerpo entero en sus creaciones de largo aliento
como su novela juvenil “Mancuello y la perdiz”, también se sostiene lanza en ristre y no con la “lanza en astillero”
de aquel hidalgo “que tenía por sobrenombre Quijada o Quesada”, en el tono
menor de la rimada confidencia al alcance de quien quiera escucharla y hasta
quizá armonizarla con notas -o gotas- de arpistas y rabeleros nativos, para dar
coro a la sentencia de Sartre: el hombre está condenado a ser libre. Y que en
consecuencia: “Al joven
impacto/ del brazo sincero,/ caerán las prisiones,/ huirá el carcelero.”
por Carlos María Romero Sosa. Publicado en Salta Libre el 19 de abril de 2013