viernes, 23 de septiembre de 2011

JOSÉ ENRIQUE RODÓ: OLVIDO Y ECOS EN LA REPÚBLICA ARGENTINA

I.- POR LA VIDA RACIONAL CONTRA LA CONCEPCIÓN UTILITARIA

La figura de José Enrique Rodó (1871-1917), con cuyo nombre se designa desde 1919 una calle porteña en el barrio de Mataderos antes llamada Areco (1) , ha ido desvaneciéndose en la Argentina con el paso de las décadas. Ciertamente poco se frecuenta al pensador uruguayo agnóstico y liberal, aunque ajeno a todo sectarismo laicista, que en 1906 objetó desde la banca de diputado que ejercía por el oficialista Partido Colorado, la medida propuesta por su jefe político, el presidente José Batlle y Ordóñez, de quitar los crucifijos de los hospitales nacionales. La polémica sostenida al respecto en el parlamento con el legislador católico Pedro Díaz -vaya curiosidad-, quedó registrada en su opúsculo Liberalismo y jacobinismo (1906)(2) . Cabe entonces subrayar una paradoja: aun sin recordar o tener conocimiento de ejemplos cívicos como el de Rodó, bien que se valora aquí y hasta se idealiza frente al espectáculo de la gimnasia de gran parte nuestros actuales políticos, consecuentes sólo en renovar duelos verbales la mayoría de las veces patéticos, la actitud -en general- de la clase gobernante del hermano país oriental; puesto que sus representantes, al contrario de los de esta orilla del Plata, aparecen más predispuestos a practicar la tolerancia, esa virtud civil de corte racional, y hasta a intentar la concordia entre las distintas corrientes de pensamiento, ejercicio en el que obra el corazón como corresponde a la etimología de la palabra.

Cuando en 1900 un Rodó de veintinueve años publicaba en Montevideo el libro Ariel, el mensaje de la obra caló hondo entre la intelectualidad de todo el ámbito de la lengua castellana; desde Unamuno a Alfonso Reyes y de Leopoldo Alas y Rafael Altamira a Pedro y Max Henríquez Ureña, a punto tal que ya en 1901 la obra se reeditó en Santo Domingo (R.D.) y poco después en México a instancias de Alfonso Reyes, que convenció a su padre, un general de la revolución, para publicarla en el país azteca a cargo del Estado(3)

En verdad era de ponderar que quien advertía que el genio de Hispanoamérica descansaba mejor sobre la alegría del arte latino que sobre la dureza del cálculo anglosajón afín con el “puritanismo que persiguió toda belleza y toda selección intelectual; que veló indignado la casta desnudez de las estatuas; que profesó la afectación de la fealdad, en las maneras, en el traje, en los discursos”, como lo expresó sin rodeos en Ariel, fuera un hombre jugado por el progreso y la civilización. Un demócrata liberal moderno hijo de la inmigración por su rama paterna, la corriente a fraguar en aquella “raza cósmica” que algo más tarde vislumbró el mexicano José Vasconcelos. Un batallador por la lozanía de los ideales, es decir un antidogmático por antonomasia. Y sobre todo un “quijotista” entusiasta y nunca un inquisidor tortuoso o un “felipista” anacrónico.

Lo cierto es que el admirador de Poe y de Emerson y de la vida racional por sobre la concepción utilitaria, no hallaba herederos dignos de sus genios en el medio consumista, pragmático e individualista de los Estado Unidos y la expresión de Tocqueville, “los dioses se van”, le dio argumento para considerar asimismo, la huida o el abandono del magno espíritu de “los próceres de la independencia y la organización surgidos para representar lo mismo el pensamiento que la voluntad de aquel pueblo”.

Quizá exageraba y con resabios positivistas avistaba la sociedad norteamericana de manera estrechamente determinista, adjudicándole algo así como un organismo biológico con leyes y características inalterables, un cuerpo donde el materialismo y la producción en serie redujeron al mínimo la libertad y la inventiva de sus habitantes. Quizá no conocía a fondo la nación objeto de su crítica a la que sin embargo decía admirar -en ciertos aspectos- pero no amar. “Odiar a los Estados Unidos es un sentimiento inferior. Despreciarlos es una insensatez”, juzgó más tarde el argentino Manuel Ugarte en “El destino de un continente” -libro publicado en Madrid en 1923-; alguien con quien polemizara Rodó en 1907.

Su prédica opuesta a la “nordomanía” en boga en los albores del siglo XX era más racional que turbulenta, “en Ariel no había furor” comentará ácido Jorge Abelardo Ramos(4), ideólogo de la llamada izquierda nacional y difusor en la Argentina de Alberto Methol Ferré. Sin embargo Rodó no navegaba a dos aguas, más pensador que político buscaba la objetividad lejana de las vociferaciones: “Y advertid que cuando, en nombre de los derechos del espíritu, niego al utilitarismo norteamericano ese carácter típico con que quiere imponérsenos como suma y modelo de civilización, no es mi propósito afirmar que la obra realizada por él haya de ser enteramente perdida con relación a los que podríamos llamar los intereses del alma”. Además no pretendía incitar a ninguna lucha emancipadora y sin duda primaba en él la solidaridad -quijotesca solidaridad y cervantina adhesión del crítico que estudió con pasión al ecuatoriano Juan Montalvo de los “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”(5)- con la España vencida y perdedora en 1898 de Puerto Rico y Filipinas a manos del país yanqui. Sin embargo el arielismo representó en el orbe de la hispanidad otra cosa que una adhesión al imperio decadente enfrentado al imperio naciente. Si la buena literatura moviliza la sensibilidad, muy escasos libros logran activar las conciencias y llegar a ser un libro-fermento a incluir en buena ley en el Fermentario que escribió el filósofo Carlos Vaz Ferreira, su compatriota y contemporáneo. Ariel actuó sobre muchos ánimos de la época en función de apuesta al futuro. No es poco mérito para el ensayista que lograra mensurar con pálpito el espesor de una alegría esencial, distinta y superior en grado y cualidad a la que “centellea como la espuma del licor” de la definición de Bergson propuesta en La risa.

En ciertas auscultaciones y sobre todo en ciertas prédicas Rodó iba a fondo: “encuentro el símbolo de lo que debe ser nuestra alma en un cuento que evoco de un empolvado rincón de mi memoria”, expuso metafórico apelando a una fuente narrativa de Oriente. Esa deontología de raíz kantiana lo pinta de cuerpo entero: deja ver al unísono su don poético de vaticinar y su recia voluntad patriótica -en sentido amplio y no provinciano- de ansiar un advenimiento continental para el que rastreaba en la tradición las condiciones y las posibilidades de esa epifanía. Porque tampoco se engolosinaba con la realidad latinoamericana y su historia de guerras civiles y caudillismos con las consiguientes lacras de analfabetismo y extendida pobreza material. (Hasta tomó con pinzas el principio de Alberdi “gobernar es poblar”. Sí, razonó: “asimilando, en primer término, educando y seleccionando, después”). Es que al revés de los románticos decimonónicos del tipo de Echeverría o Sarmiento, Rodó profetizó una tierra prometida a erigirse sin riesgo de catástrofes que sobresaltaran a sus habitantes nativos, aunque marcados por la universalidad cultural con raíces en Grecia, sobre las capas geológicas de la propia corteza de Iberoamérica. Lejos entonces de cuestionar el medio geográfico propio ni de sentirse acomplejado y condicionado por su realidad para encarar con “vocación personal” dudosamente contrapuesta al “destino colectivo” en el análisis sesgado del peruano Luis Alberto Sánchez(6), las empresas de futuro. Ese pertenecer al suelo americano con ánimo seguro, gozoso y animado por el libre albedrío, no lo limitó ni le hizo sentir que cargaba con una “capitis deminutio”; supo pues dar signo positivo a la idea de determinismo geográfico de su frecuentado Taine.

Hay en Ariel un desafío por concretar sueños incumplidos, algo que lo entronca a los afanes de los regeneracionistas españoles, no en vano el extenso elogio de Altamira. El profesor de la Universidad de Oviedo tan conocedor de América no habrá pasado por alto que largos pasajes de Ariel adquieren elevado tono pedagógico. Algo para corresponder en rigor a una “paideia” en pos de un desarrollo intelectual superior de nuestros pueblos, en opinión de Oscar Caeiro(7) .

Cabe subrayar que la juventud a la que dedicó el libro de emblemática inspiración en La Tempestad shakesperiana al renovar la contradicción entre el genio del arte (Ariel) y Calibán símbolo de sensualidad y de torpeza, no está entendida tanto por la edad cronológica atada fatalmente a la bergsoniana “durée réele”, sino que responde al arrebato de una humanidad jugada por la actitud renovadora. Propiamente a un estado de ánimo psicológico, desasido de la yuxtaposición de un antes y un después, en el que vale incluso más la soltura de los ideales que el peso en vida y en “moribundia” –diría Ramón Gómez de la Serna- de los años. Porque jóvenes en edad y no de corazón poblaban también Norteamérica, donde sin embargo juzgó que “la idealidad de lo hermoso no apasiona al descendiente de los austeros puritanos. (...) “Tampoco le apasiona la idealidad de lo verdadero.”

Lejos del panfleto político a lo Facundo aunque con parecido brío fundacional, Ariel da cuenta de una postura refinada sin el elitismo en sentido oligárquico que se le achacó, y jugándose sí por una “aristarquía” de la moralidad y la cultura: “El deber del Estado consiste en colocar a todos los miembros de la sociedad en distintas condiciones de tender a su perfeccionamiento. El deber del Estado consiste en predisponer los medios propios para provocar, uniformemente, la revelación de las superioridades humanas, donde quiera que existan”. Su trasfondo espiritualista sustenta una nada concesiva estimativa ética, de compromiso en grado de sacrificio: “Nuestra concepción cristina de la vida nos enseña que las superioridades morales, que son un motivo de derechos, son, principalmente, un motivo de deberes, y que todo espíritu superior se debe a los demás en igual proporción que los excede en capacidad de realizar el bien”. Rodó fundió la literatura modernista con el espiritualismo, anota Enrique Anderson Imbert(8) , y como podría esperarse de un lector de Renan, esa mixtura que trasciende lo literario guió su análisis de psicología social y viene a representar una parábola mejor que una metodología de acción. Es que Rodó no hizo antiimperialismo como Manuel Ugarte, y aunque informó en 1908 sobre el “El trabajo obrero en Uruguay” con sentido de justicia social, tampoco adscribió al socialismo como nuestros Juan B. Justo y Alfredo L. Palacios o después su compatriota Emilio Frugoni, fundador del Partido Socialista del Uruguay. Ontológico en mayor medida que axiológico, intuyó la existencia y la vigencia de formas de ser opuestas al imperativo ético del primordial deber de la solidaridad y la responsabilidad personal para lograr el bien común y la superación de cada cual. Formas fenicias aquéllas, capaces de desvirtuar la plenitud espiritual del hombre, tesis planteada por él sin medir ni calcular las relaciones de producción a imponer por el imperialismo capitalista del norte en expansión. Tal vez graficó dos cosmovisiones opuestas y en pugna sin imaginar lo difícil del enfrentamiento para los habitantes del sur –el Sur reivindicado mucho después por Mario Benedetti en unos difundidos versos-; y pese a que Rubén Darío se interrogó irónico en el poema Los Cisnes si millones de hombres hablarían inglés, Rodó bien pudo dar por sentado en Ariel que el temperamento latino no articularía nunca en nuestro idioma el mundo desde la perspectiva sajona. En eso era esperanzado. Desconocía en el terreno los artilugios a emplear por el poder de las plutocracias para dominar las conciencias y modificar los hábitos, tratos inimaginables para cualquier razonamiento honesto, de “Lógica viva”, habría concluido Vaz Ferreira. Su periplo era interior, pero no intimista: decididamente transferible a los semejantes en grado de “paideia” como fue expresado por Caeiro.

Así ante sus lectores regó hasta hacer brotar algo más tarde, en Motivos de Proteo (1909) -que en ediciones posteriores apareció precedido por una página elogiosa de Rubén Darío-, la idea de la transformación. “Reformarse es vivir…Y, desde luego, nuestras transformación personal en cierto grado, ¿no es ley constante e infalible en el tiempo? ¿Qué importa que el deseo y la voluntad queden en un punto si el tiempo pasa y nos lleva?”, se preguntó con un dejo de pesimismo modernista por no decir decadentista debido a las resonancias del escepticismo dandista. Pero qué lejos la tendencia a la indiferencia que enuncia como hipótesis rechazada, emparentada a una inercia que hace juego con la idea fuerza mecanicista del progreso indefinido del positivismo, frente a su heroico bregar por la “modificación” en el sentido de perfeccionamiento, anteponiendo la conciencia del deber ser, del conócete a ti mismo y sé lo que eres socrático. Más próximo al Bergson de la “evolución creadora”(9) y al vitalismo de Guyau con su moral sin sanciones que a Comte y Spencer, no practicó la superstición del progreso material ni se rindió ante la linealidad temporal. Bregó por resaltar los segmentos de superación moral, que aun despojados de la dimensión religiosa, son coherentes con el “Dios a la vista” que advirtió Ortega en 1926 y la intuición del misterio mesiánico de Walter Benjamín, retazos de elevación presentes en la historia de las civilizaciones y patentes en Latinoamérica: “Ante la posteridad, ante la historia, todo gran pueblo debe aparecer como una vegetación cuyo desenvolvimiento ha tendido armoniosamente a producir un fruto en el que su savia acrisolada ofrece al porvenir la idealidad de su fragancia y la fecundidad de su simiente”.

Al utilitarismo avaro de porvenir, graficado en el principio del “time is money” atribuido a Benjamín Flanklin, opuso la utopía de un tiempo a llenar con “la vida racional que se funda en el libre y armonioso desenvolvimiento de nuestra naturaleza, e incluye, por tanto, entre sus fines esenciales, el que se satisface con la contemplación sentida de lo hermoso”. La hermosura del arte en primer término, mas es de deducir que para no quedarse Rodó en el puro esteticismo, también incluyó allí a la belleza de la Verdad y al supremo encanto del Bien.


II.-LAS FLORES DEL PÁRAMO

No es extraño su extendido desconocimiento en la Argentina si se acepta que el arielismo resultó ser en mucho una moda sobre todo entre escritores, por naturaleza afectos a las novedades mientras al común de la gente lo subyugaban las novelas románticas al estilo de María del colombiano Jorge Isaacs, a más de no haber tenido aquí un discípulo como el peruano Francisco García Calderón -integrante de la generación novecentista de su patria marcada por el recuerdo de la Guerra del Pacífico con Chile-, a quien Rodó prologó su primer libro: “De litteris”. Y cabe también advertir que el año de la aparición de Ariel, 1900, faltaban casi dos décadas para que la política mundial reconociera, finalizada la Primera Guerra, otro eje real de poder en los Estados Unidos. Ya para entonces no alcanzaría una crítica metafísica sobre la Potencia del Norte y habría que arrimar otros elementos para jugarse por una testimonial y heroica autodefensa continental en la que en verdad pocos se empeñaron, Ugarte -que se escribía con Rodó- entre las excepciones, o José Ingenieros, Alfredo L. Palacios –buen lector del uruguayo(10)- y Carlos Sánchez Viamonte desde la por ellos fundada Unión Latinoamericana. De ese modo Ariel fue perdiendo vigencia en la Argentina. Aparte que sospechado por ciertos sectores de elitista, al forzarse la interpretación de expresiones tales como aquella de la “aristarquía”, pudieron asimilarse ellas a invectivas reaccionarias del tenor de las de Leopoldo Lugones que veía en el voto popular que llevó a Hipólito Yrigoyen al poder poniendo fin al régimen conservador, el triunfo de la turbamulta contra lo selecto y de la “ralea mayoritaria (…) cuya libertad consiste en elegir sus propios amos” según escribió en carta autógrafa al poeta Pedro Miguel Obligado fechada el 3 de agosto de 1916 (11) .

Si por una parte el vínculo económico del país con Inglaterra parecía salvaguardarnos de la órbita yanqui y como tal restaba interés a su crítica salvo para honrosos casos aislados, por otra parte aquel promotor de la “aristarquía” no combinaba del todo con la Argentina radical y de la clase media en ascenso.

No obstante al conocerse su muerte ocurrida el 1ro. de mayo de 1917 en el hospital de San Severio de Palermo (Italia), la revista Nosotros –primera época- que dirigían Roberto Giusti y Alfredo Bianchi y aparecía en Buenos Aires desde 1907, publicó ese mismo mes un número extraordinario dedicado al recuerdo de Rodó. Hay allí notas y testimonios escritos en su homenaje debidos a las plumas de Arturo Giménez Pastor, Emilio Frugoni, Víctor Pérez Petit, Ernesto Quesada, Armando Donoso, Pedro Miguel Obligado, Rafael Alberto Arrieta, Constancio C. Vigil, Augusto Bunge, Emilio Berisso, Ernesto Morales, Ángel de Estrada, Alberto Gerchunoff, Alfredo Colmo, César Carrizo, Carmelo M. Bonet y el traductor Folco Testena, entre otros.

En los años siguientes continuó siendo citado y hasta estudiado más que todo a nivel académico, ya que masivamente nuevos y transitorios éxitos editoriales entusiasmaban al público. A sucesivas promociones de estudiantes secundarios debió serles familiar su biografía que ocupa algo más de tres carillas en un clásico texto para quinto año de bachillerato y liceos de señoritas: la “Historia de la Literatura Americana y Argentina. Con Antología” de Fermín Estrella Gutiérrez y Emilio Suárez Calimano(12).

En 1946 la Editorial Claridad publicó Panorama de las literaturas de Ezequiel Martínez Estrada, donde éste sólo se refiere a Rodó como “estilista cuidadoso y pulcro”. Un año después se reeditaba Ariel en Buenos Aires con un prólogo de Rafael Altamira(13) . En 1948 y 1956, Ediciones Zamora hizo lo propio con sus Obras Completas compiladas y prologadas por el latinista y docente universitario Alberto José Vaccaro (1920-2010), fundador y primer presidente de la Asociación Argentina de Estudios Clásicos, entidad que editaba la revista Argos.

Debe haber sido a partir de la publicación en 1966, en una clásica colección de bolsillo de la Editorial Universitaria de Buenos Aires (la colección Genio y Figura que dirigía José Bianco), del libro de Mario Benedetti, Genio y figura de José Enrique Rodó, que su nombre volvió a resonar y hasta a ser descubierto por gran parte de la juventud, en buena medida ya jugada por la militancia política hecha carne en ella la noción del compromiso sartreano. El contexto era motivador para asumirlo: Vietnam y otras luchas de liberación en el exterior mientras que fronteras adentro, con su proyecto corporativo-cursillista: el onganiato, que vulneró incluso con fuerzas policiales la autonomía universitaria en la “Noche de los bastones largos”, el 29 de julio de 1966 (14). Empero esa juventud rebelde o gran parte de ella, iba adscribiendo al peronismo a través de la lectura de Rodolfo Puiggrós, de Juan José Hernández Arregui con su lúcida visión marxista del Movimiento Justicialista entendido como una vía hacia el socialismo, o de Arturo Jauretche que llegó a ironizar sobre el arielismo como me lo ha recordado el historiador Mario Tesler. Y todo esto mientras se empapaba de historia revisionista con justicia enaltecedora del Padre del Federalismo, José Gervasio de Artigas, que “tres años antes que naciera Marx /… /borroneó una reforma agraria que aún no ha/ conseguido el/ homenaje catastral”(15) y de los demás caudillos federales. Por esa senda tendía a simpatizar más con el Partido Blanco oriental de Aparicio Saravia -que en 1942 biografió el novelista Manuel Gálvez-; un personaje capaz de liderar en su tierra -hasta 1904- insurreccionarse rurales por la pureza electoral y a quien se identificaba, en ésta, con el espíritu de las antiguas montoneras alzadas bajo el lema de la unidad americana contra el centralismo portuario de Mitre. Y asimismo se valoraba en el Partido Blanco el legado más cercano en el tiempo del nacionalismo popular que le insuflara Luis Alberto de Herrera, amigo de Yrigoyen, de Perón y de Eva Perón(16), en oposición con el Partido Colorado, al que se solía cuestionar por antiperonista, pro brasilero y vinculado con la oligarquía terrateniente. Así Jorge Abelardo Ramos, por ejemplo, no distinguía en Rodó –dirigente de éste último sector político- otra cosa que “una prosa obesa y sin aristas” lanzada “desde una sociedad complacida (…) por la renta agraria de las praderas orientales”(17). En esa línea es de resaltar que Eduardo Galeano no lo mencione en “Las venas abiertas de América Latina”(18), de lectura obligada poco después.

Sabido es que Eudeba, nacida en 1958, y con dos figuras claves en sus orígenes: Arnaldo Orfila Reynal y el profesor en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA Boris Spivacow, marcó un hito en la cultura popular al acercar masivamente al lector obras fundamentales en ediciones económicamente accesibles, a punto tal que Ángel Rama expresó que había sido la mayor propulsora del boom de la literatura latinoamericana en el mundo(19). Poco después y sin duda debido al eco despertado por el libro de Benedetti, la misma Eudeba dio a conocer en 1968 “La tradición cultural argentina”, una recopilación de ensayos críticos de Rodó sobre Juan María Gutiérrez, Ricardo Gutiérrez, Carlos Guido Spano, el poeta parnasiano Leopoldo Díaz y Roberto J. Payró.

Sin embargo en las últimas décadas ha sido escaso aquí lo publicado de y sobre Rodó. Aunque hacia fines de los años setenta de la pasada centuria era posible hallar en las librerías de la Avenida Corrientes algún ejemplar de Motivos de Proteo con prólogo de Carlos Real de Azúa y cronología de Ángel Rama(20), escapado a los censores de la dictadura de Videla que tenía una sola objeción hacia los Estados Unidos: la política de derechos humanos del presidente Carter.

En la primavera cultural de Alfonsín, un autor político de izquierda: Liborio Justo, continuaba publicando “Nuestra patria vasalla. Historia del coloniaje argentino” (21) y en el tomo tercero, al tratar el americanismo literario de los proscriptos del rosismo exiliados en Montevideo, citó por dos veces el ensayo de Rodó, “Juan María Gutiérrez y su época”, recogido en “El mirador de Próspero” (Madrid, 1920).

Ya en los 90, el periódico La Prensa incluyó en su página de opinión y en su sección cultural algunos artículos dignos de destacar, así por ejemplo el 16 de febrero de 1991, apareció el ya mencionado estudio de Oscar Caeiro, “La paideia de Rodó”. El 23 de marzo de 1992, la nota de Miguel Albornoz: “Montalvo y Rodó” y el 30 de abril de 1995, la de Jorge E. Milone titulada “José Enrique Rodó, el pensador del modernismo”.

Por otra parte el miembro correspondiente en Córdoba de la Academia Argentina de Letras, profesor de extenso desempeño en la Universidad Nacional de esa provincia y especialista en literatura germánica, doctor Oscar Caeiro, publicó en la revista Criterio (Buenos Aires, año LXV, Nro. 2089, 23 de abril de 1992): “La espiritualidad de Rodó”; en La Gaceta (Tucumán, 14 de diciembre de 1997): “Unamuno y la cuarta salida de Don Quijote” con abundantes referencias a Rodó y también en Criterio (Buenos Aires, año LXXI , Nro. 2222): “Experiencia cultural latinoamericana” donde se lo relaciona con un contexto.

En el diario La Nación de Buenos Aires, en la sección de crítica bibliográfica del suplemento literario correspondiente al domingo 10 de octubre de 1993, Ángel Mazzei firmó un comentario a dos columnas del libro de Nieves Bosco de Bullrich editado por Vinciguerra y titulado “La imaginación del signo” (1993). Mazzei entre otras consideraciones elogia allí “el estudio equilibrado y sereno de las líneas esenciales del pensamiento del autor de Ariel”.

Como nota de color podría concluirse dando cuenta de la siguiente errata, que habla del desconocimiento actual sobre el autor uruguayo. En un reportaje que el cronista Juan Cruz Sanz realizó en Punta del Este al ex presidente constitucional, aunque no electo, de la República Argentina, doctor Eduardo Duhalde, para el diario Clarín, de Buenos Aires -entrevista aparecida en ese medio el viernes 7 de enero de 2011-, al ser preguntado el político respecto de qué libro estaba leyendo (y ello entre liviandades del tenor de si prefería las mallas enterizas o de dos piezas), habría respondido Duhalde: “Ariel Rodó un pensador uruguayo” (Sic). Es de suponer que el dislate correspondió al periodista o al propio Clarín. Lo cierto es que se resaltó ésa precisamente junto a otras respuestas. La aclaración que de inmediato envió a la sección Cartas al País el autor del presente trabajo lamentablemente no fue publicada.-

Buenos Aires, 1ero. de agosto de 2011, Festividad de San Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor
Autor: Carlos María Romero Sosa.
Queda hecho el depósito de Ley
Prohibida su reproducción total o parcial
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1 Vicente Osvaldo Cutolo: Buenos Aires: historia de las calles y sus nombres. Editorial Elche, Buenos Aires, 1988. Tomo II.-
2 Julio María Sanguinetti: Dios y el César en tierra uruguaya. La Nación (Buenos Aires), página 31, sábado 9 de octubre de 2004.-
3 Carlos Piñeiro Iñíguez: Pensadores latinoamericanos del siglo XX. Ideas, Utopía y Destino. Página 727. Siglo XXI Editora Iberoamericana, Buenos Aires, 2006.-
4 Jorge Abelardo Ramos: Historia de la Nación Latinoamericana, A. Peña Lillo Editor, Buenos Aires, 1973. Tomo II: La Patria dividida”, página 83.-
5 No es de extrañar que un escritor y diplomático ecuatoriano, Gonzalo Zaldumbide, dedicara por su parte uno de sus mejores libros a Rodó de quien se consideraba un continuador. A la muerte de Zaldumbide, Dora Isella Russell escribió un sentido elogio suyo y destacó su arielismo.-
6 Luis Alberto Sánchez: ¿Tuvimos maestros en América? Editorial Raigal. Buenos Aires, 1956.-
7 Oscar Caeiro: La paideia de Rodó. La Prensa (Buenos Aires), domingo 16 de febrero de 1991.-
8 Enrique Anderson Imbert: Historia de la literatura hispanoamericana. Breviarios. Fondo de Cultura Económica. México-Buenos Aires, 1961. Tomo II.-
9 Pedro Henríquez Ureña: Las corrientes literarias en la América Hispánica. Biblioteca Americana: Serie de Literatura Moderna. Fondo de Cultura Económica. México. Primera edición en español, 1949.-
10 Alfredo Palacios era hijo del político oriental Aurelio Palacios y por lo tanto estuvo siempre vinculado en lo sentimental e intelectual con el Uruguay donde fue embajador de la República Argentina desde 1955. El doctor Palacios al ser elegido diputado nacional en 1904 por la circunscripción porteña de la Boca, se convirtió en el primer legislador socialista de América.-
11 Carlos María Romero Sosa: Lugones de puño y letra, La Prensa (Buenos Aires), 11 de marzo de 1987.-
12 Obra con prólogo de Arturo Capdevila. Editorial Kapelusz, Buenos Aires, 1976.- (Primera edición, Editorial Kapelusz, Buenos Aires, 1940).-
13 Sociedad Editora Latino-Americana SRL.-
14 Juan Carlos Fustinoni: Onganía y el vaciamiento intelectual, Clarín (Buenos Aires), 27 de junio de 2011.-
15 Mario Benedetti: Artigas (poema)
16 Miguel Unamuno: Luis Alberto de Herrera: un oriental de todo el Plata. Todo es Historia, Nro. 205, Buenos aires, mayo de 1984.-
17 Jorge Abelardo Ramos: Historia de la Nación Latinoamericana, Tomo II.-
18 La primera edición es de 1971.-
19 José Boris Spivacow, un editor-leyenda, reportaje de Delia Maunás, en La Prensa (Buenos Aires), 12 de junio de 1994.-
20 Publicado en la República de Venezuela, 1976. Biblioteca Ayacucho.-
21 Editorial Grito Sagrado. Buenos Aires, 1988.-

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Emilio Mignone, un cristiano de ley

 





CARTA DE LECTORES




Señor Director:

El sacerdote Fernando Emilio Mignone, que reside en Vancouver (Canadá), ha creído del caso, recientemente, expresarse en forma pública sobre el ideario cristiano que guió al doctor Emilio Fermín Mignone, ejemplar defensor de los Derechos Humanos en su integridad, cuando hacerlo era jugarse la vida.


Nada queda por agregar a tan testimonial recuerdo y a lo aclarado sobre la visión sagrada que de la existencia humana profesó siempre su padre, fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) desde donde tanto se batalló durante los “años de plomo” por la vigencia del Estado de Derecho. Lo conocí apenas, presentado en noviembre de 1984 por el comediógrafo y dirigente socialista José Armagno Cosentino, en la sede de las Universidades Populares Argentinas con motivo de la aparición de un libro de relatos colectivo titulado “Cuentos del Proceso”. Recuerdo que en ese acto donde fueron oradores el jurista y político demócrata cristiano Guillermo F. Frugoni Rey y Emilio Mignone, éste inició su charla participando al auditorio sobre la corrección de las pruebas de un texto de Instrucción Cívica que había confeccionado destinado a la juventud. A renglón seguido reafirmó su condición de católico y explicó que de esa fe, que otrora lo impulsó a militar en la Acción Católica, provenía el compromiso con los Derechos Humanos; lo cual no le impidió y por el contrario le dictó denunciar en “Iglesia y Dictadura” (1986) la connivencia de ciertas jerarquías con el poder militar responsable de torturas y desapariciones como la de su propia hija, la catequista Mónica Mignone, de 24 años, secuestrada el 14 de mayo de 1976.

Después de ese día de finales de 1984 lo vi. muchas veces en la misa vespertina de la iglesia parroquial de Nuestra Señora del Carmelo, junto a su esposa, Angélica Paula Sosa, “Chela” como se la conocía familiarmente y en los ambientes de resistencia a la dictadura. Comulgaban ambos y quedaban largo rato de rodillas orando. Luego, tomados del brazo, caminaban por Santa Fe rumbo a su hogar a la altura del 2900 de esa avenida. Nunca me atreví a saludarlos. Nunca quise interrumpir el estado de elevación espiritual que trasmitían.-

Carlos María Romero Sosa
(Se publicó en La Prensa, el 6 de septiembre de 2011)

sábado, 3 de septiembre de 2011

NUESTRA HOGAREÑA IMAGEN DE LA VIRGEN DEL CARMEN


Victoriosa en las almas, Generala,

con voces de consuelo, no de mando;

y más que voces, signos: pluma y ala

para el aire alcanzar que va volando.



Abajo hay penas, dudas, suelo blando

de la ilusión que su perfume exhala

justo al desvanecerse: justo cuando

la inquietud la deshoja y desinstala.



La casa era un desierto transitado

por caravanas de ansiedad o hastío;

y presagios y duelos. Y espejismos...



Pero Tu imagen nos llenó el vacío,

Virgen del Carmen, red en los abismos.

Generala del triunfo asegurado.

Carlos María Romero Sosa.16 de julio de 2011

(*) Nuestra Señora del Carmen fue declarada por el general José de San Martín, Patrona del Ejército de los Andes.-