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El autor con los escritores Sergio Ramírez y José Rafael Lantigua |
Será por
virtud de la ley de las compensaciones que a un largo periodo de silencio
postal verificado bajo mi puerta, le sucedió la llegada de dos inestimables correos, cada cual
portador de un libro enviado por sendos amigos hispanoamericanos, los
respectivos autores. Así de la República Dominicana voló hasta mis manos el
poemario “Territorio de espejos”, del licenciado José Rafael Lantigua, el escritor mocano
y activo Ministro de Cultura del país quisqueyano durante dos periodos de
gobierno (2004-2012). En tanto que cruzó el Plata desde la República Oriental
del Uruguay: “Historia de un origen de ‘ahí’ en más”, reunión de cuentos de Eduardo Emilio Bonora y Pablo
Troise remitida por este último,
novelista, crítico literario, jurista y ex magistrado de la Suprema
Corte de Justicia de su patria entre los años 2003 y 2006.
DE REFLEJOS Y REFLEXIONES POÉTICAS
El primero de los envíos mencionados: “Territorio de espejos”, volumen de gran formato y cuidada edición, para
delicia de bibliófilos, publicado en
Santo Domingo a finales de 2013 (en cuya contratapa luce un artístico
retrato de Lantigua tomado por el fotógrafo argentino radicado en París Daniel
Mordzinsky), da cuenta de una consecuente actitud de apertura metafísica capaz
de aventurarse en la “Espesura de
claridades/ entre rumores que circundan la noche”. Ello al tiempo que muestra una cosmovisión intuida a
través de las visiones recibidas por las lunas cóncavas, metafóricamente sincopadas
y por los cristales retrovisores de los
arquetípicos espejos invocados, como que
gran parte del mensaje poético se referencia al plano de los objetos ideales y
hasta en buena medida al meta lenguaje y al lenguaje dialogante que “interponga mi nombre en el vacío de tu materia/ y una piedra escondida en tu
transparencia”, lo que emparenta pasajes como el trascripto con el
objetivismo, aunque se hallen ajenos al tono coloquial frecuentado, por
ejemplo, por el norteamericano William Carlos Williams.
Sería
simplificar y opacar el misterio subyacente en la obra, afirmar que sólo se
apunta a describir una mecánica de devolución de estampas testimoniales,
posicionadas, orientadas y convocadas por alegóricos fondos de azogue para multiplicar la realidad; para articularla con
los trozos del agónico ser del
poeta que a la vez se disemina y se
recoge en las ciento una páginas del libro. Sucede que además, entre los versos
libres con ritmo de salmo de “Territorio de
espejos”, hay una reformulación del tiempo para dar
perspectiva a la evocación y del espacio
para proporcionarlo a la estatura del
evocador. Y hay asimismo una síntesis vital y cósmica de ambas “intuiciones a priori”, por expresarlo en términos kantianos, la que antes
que remitir al caos primordial parece enmendar la plana a los dioses con la
puesta en marcha de un nuevo ordenamiento para estrenar el arraigo: “He caminado mañana/ entre ardides y tintas rojas”.
José Rafael
Lantigua, en cuyo interior anida el impulso de ocupar su propio sitio en
el mundo donde atender al cuidado ya
en el acurrucamiento o ya en la expansión de sí, viene a decir no y de manera
rotunda a la instantaneidad que reflejan esos convocados espejos del título. Y
redimensiona entonces, entre las nostalgias del ayer y las apertura a los
proyectos futuros, entre sueños y vigilias,
resignaciones y afirmaciones,
desdenes y anhelos: “Ojalá
septiembre/ me contemple imponderable en la abundancia/ de mi abismo”, su propio “yo”; ese “yo” que en un
secreto desdoblamiento bien puede corresponder
a “otro”: al “Je est un autre” de Rimbaud
expresado en la segunda de las llamadas Cartas del Vidente
dirigida Paul Demeny en 1871
Símbolos y más
símbolos perseguidos: “Salí a
buscar un símbolo/ una diadema/ una perla/ y alcancé a ver la presencia de unas
manos/ que parecían cocer sobre la piel sangrante/ el rostro húmedo/ el cuerpo
vacilante/ la adúltera belleza del desamparo”, configuran
y dan vuelo, profundidad, intensidad, intencionalidad a esta colección de
poemas que antes que obedecer a un prefijado anhelo de unidad temática, están
signados autobiográficamente: “Me faltó
tiempo/ para asumir mi propio dolor”. Marcados por
un designio de confortar con los confines del ensueño a la existencia.
Existencia –propiamente la del autor- que a
menudo se siente incapaz de ganarle en trascendencia al destello fugaz del “amanecer
(que) estaba hueco; y que corre
el riesgo de confundirse con los fantasmales “rostros de otros mundos que no nos pertenecen”, según el epígrafe del poeta dominicano Manuel Rueda
que inaugura la obra junto al del premio Nóbel polaco Czestaw Milosz.
Lantigua sin desertar de la
fantasía salvadora y esperanzadora, descorre aquí el velo del drama en su
dimensión estética y en su conmoción espiritual. Sabe bien que, salvando la
imaginación de Lewis Carroll, no hallará nada detrás del espejo, pero sí que él
mismo en persona y vocación, en tanto testigo y actor de su destino y agente de
su nostalgia redentora; que él mismo agobiado “con el crepúsculo en la espalda” y con cada
vestigio de vida a recoger por la memoria –de la que puede interrogarse con Gelman si hay que
romperla para que se vacíe- , está de cuerpo entero posicionado delante de su
predestinada luna de azogue, retratándose con su “asueto de llamas débiles”. Son esas las llamas que al poeta le toca reavivar
para que lo que fue aventura fugaz,
descubrimiento, deslumbramiento adánico “una madrugada/ contra toda inocencia”, cobre sentido
y proyección en la intemporalidad merecida del verbo propuesto en acto
creador.
IMAGINACIÓN Y CRÓNICA
La colección de cuentos que suscriben el médico Eduardo Emilio Bonora y
el abogado Pablo Troise, ambos por sobre todo y esencialmente escritores con
una extensa e intensa obra publicada, remite en cambio a otro ambiente: menos
autorreflexivo y más afín con la
auscultación de un pasado entrañable, que se enfoca con la lente de la
evocación y lo envuelve de ensueño y misterio. No campea aquí el temor y temblor metafísico o la nota
lírica, aunque sí hay algún margen de romanticismo en los caracteres de las figuras
convocadas; en verdad una galería de personajes bien delineados e incorporados
a las páginas de la publicación en cuerpos y almas, debido a extremarse las
posibilidades que brinda el género narrativo para quienes saben trabajarlo y
darle esplendor.
Ciertamente se trata de un ramillete de narraciones que no han sido
escritas a cuatro manos sino que en parecida proporción firmó cada uno de los
autores mencionados, eso sí partiendo de una premisa compartida: homenajear a
través de estos actos de imaginación o de imaginativa recreación de seres y
cosas, a la oriental ciudad de Carmelo de donde son aquéllos orgullos hijos
nacidos en 1930, Bonora, y 1936, Troise.
Para
realizar tal ofrenda no se prestaron ellos a uniformar ni a disfrazar la conquistada
personalidad literaria, el estilo y la
perspectiva creadora particular, cosa que enriquece el libro con
multiplicidad de enfoques y lenguajes. Uno y otro se proponen -y lo logran sin
duda- exhumar y extender en emotiva continuidad de estirpes, mediante el
documentado rastreo histórico y la intuitiva captación estética y hasta
psicológica, sucesos incitadores de
argumentos de ficción o no ficción que involucran sentimientos,
esfuerzos, sacrificios y
esperanzas de lejanos y hasta ahora anónimos pobladores de Carmelo.
Hay historias
verificadas en distintas épocas y en un mismo escenario geográfico. Historias con
fuerza de leyenda que datan desde el origen casi bicentenario de la población
fundada en 1816 en las proximidades del arroyo de Las Vacas por el prócer de la
Independencia y padre del federalismo en esta región de Sudamérica, general José
Gervasio de Artigas: el Protector de los Pueblos Libres, el caudillo justiciero
y visionario que “tres años antes que
naciera Marx/ y ciento cincuenta antes que roñosos diputados la convirtieran en
otro expediente demorado/ borroneó una reforma agraria que aún no ha conseguido
el/ homenaje catastral”, como poetizó Mario Benedetti.
Hay
costumbrismo en las descripciones reveladoras del modo de comportarse y
actuar pueblerino de los protagonistas, muchos de ellos personajes verídicos
con el dato de sus existencias retenido apenas en los folios amarillentos y
borrosos del “Álbum del Centenario” de Carmelo, editado en 1916. La
circunstancia del redescubrimiento y revitalización de esos seres ausentes y
olvidados se hace posible a partir de estos cuentos que parecen crónicas o son crónicas
con técnica y vuelo cuentístico. En todo
caso historias que si anotician sobre prácticas sociales bien diferentes a las
del siglo XXI, permiten al cabo de su lectura el milagro de la identificación,
de la empatía con tantos episodios centrados en los rasgos de humanidad de tal
o cual poblador de los que se han
destacado sus inquietudes, dolores y empeños
por lo demás comunes al resto de los mortales. Y todo en doscientas páginas dispuestas y
ofrecidas como espejos, no como espejismos, para reconocernos ahora en una
legión de corazones carmelitanos en ejercicio de “proximidad” en tanto y en
cuanto su “proximidad” espiritual. Y si
fuera el mérito preponderante de un libro del género narrativo, hermanar
en ideales a los lectores con los seres vivos
en el papel y la tinta, estaría más que cumplida su misión en este caso.
Carlos María Romero Sosa: publicado en "Salta Libre" el 4 de febrero de 2014