Como es lógico, el
centenario de la muerte del general Julio Argentino Roca ha reavivado polémicas
sobre su actuación pública. Sin duda alguna la mayor objeción hacia el dos
veces presidente de la república se centra en la Campaña del Desierto; una guerra a
todas luces cruel y cuyos excesos merecieron en su hora reproches hasta del
arzobispo de Buenos Aires monseñor Aneiros. Hay quienes justifican esa acción
pretextando que los mapuches vencidos eran de origen chileno, como si los
pueblos originarios no hubieran antecedido a las divisiones políticas productos
de la conquista y colonización de estos territorios. Aunque cabe asimismo
reconocer que décadas antes de la ofensiva
encabezada por Roca cuando era ministro de guerra y marina de Avellaneda,
hubo otra campaña dirigida por Juan Manuel de Rosas en 1833, tanto o más cruel
que aquélla y de la que poco se habla en la actualidad. Es más, autores enrolados
en el revisionismo han ensalzado al proclamado “Héroe del Desierto” y Manuel
Gálvez. al trazar la biografía del Restaurador registró sin objeción ética
alguna la proclama a la que juzgó “bella
como todas las suyas” en la que Rosas expresó: “!Soldados de la División del Sur! La campaña que abrimos debe cerrar la
historia de nuestras empresas contra los indígenas, y poner término a la guerra
de dos siglos, cuya duración es el baldón de nuestra patria”. De clemencia,
virtud moderadora de la pasión, nada.
Sin embargo, en honor a la justicia histórica deben reconocerse los
méritos de la gestión gubernativa roquista. Incluso sectores intelectuales de
izquierda así lo han venido haciendo desde tiempo atrás y Jorge Abelardo Ramos en su “Historia de la Nación
Latinoamericana ” pudo observar entre el haber del ciclo bajo
la influencia del tucumano, que quedó
concluida la unidad del Estado en 1880 “y
federalizada Buenos Aires por el ejército
de provincianos dirigido por Roca, (cuando) la gran provincia quedó sin su
orgullosa ciudad, que pasó a ser de jurisdicción federal, terminando un viejo
pleito”. Y entre otros aciertos uno no menor fue la
elección durante sus dos mandatos de excelentes colaboradores en las diferentes
áreas ministeriales. Así pudo instaurarse un régimen que aunque ideológicamente
conservador tuvo aristas en extremo progresistas merced a gabinetes –bien que también fue su
ministro de justicia e instrucción pública el cordobés Manuel D. Pizarro,
alguien que se opuso a la ley de matrimonio civil finalmente sancionada en 1888-
en los que sobresalieron Eduardo Wilde, Bernardo de Irigoyen, Luis María Drago,
Marco Avellaneda y sobre todo Joaquín V. González..
Precisamente a este último le cupo en
1902 promover la modificación del régimen electoral estableciéndose el
escrutinio uninominal. Y sabido es que en resulta de ello, en 1904 fue electo
Alfredo Lorenzo Palacios primer diputado socialista de América. El historiador Víctor García Costa, en su
libro “Alfredo Palacios entre el clavel y la espada”, trascribe las palabras
del ministro del interior González
pronunciadas con motivo del defender el proyecto del Poder Ejecutivo: “No nos debemos asustar porque vengan a
nuestro Congreso representantes de las teorías más extremas del socialismo
contemporáneo. ¿Porqué nos hemos de asustar? ¿Acaso no somos también parte de
ese movimiento de progreso de la sociedad humana? ¿Acaso no formamos parte de la civilización
más avanzada? Es mucho más peligrosa la
prescindencia de esos elementos que
viven en la sociedad sin tener un eco en
este recinto, que el darles representación”.
No
es de extrañar que González emitiera tales conceptos toda vez que en una suerte
de humanización de aquel “periodo eficaz, progresivo y hasta despiadado a
partir de 1880” , en la
caracterización de David Viñas, impulsó el primer proyecto de Código de Trabajo
creando para ello una comisión que integraron entre otros José Ingenieros, Leopoldo
Lugones -por entonces socialista-, Augusto Bunge, Manuel Ugarte y Enrique del Valle Iberlucea. Que poco antes encomendó
al español Juan Bialet Massé informar sobre el estado de las clases obreras
argentinas y hasta que designó en la
Universidad Nacional de la Plata , de la que fue fundador y presidente, al antes
nombrado del Valle Iberlucea -notable jurista
electo en 1913 senador por la Capital Federal en
representación del partido socialista-, secretario de esa casa de altos
estudios. Según dato que proporciona Vicente Osvaldo Cutolo en su Nuevo
Diccionario Biográfico Argentino, del Valle era hombre de confianza del autor
de “Mis montañas” y permaneció en esas
funciones desde la fundación de la Universidad de la Plata hasta 1913.
Lo
cierto es que la visión nada sectaria del ilustre riojano permitió que el
veinteañero Palacios pudiera, desde su banca, oxigenar la República conservadora diseñada por la Generación del Ochenta,
generación de la que “El Zorro” y su
régimen fueron la fórmula política más acabada. Y ello al llevar el verbo del
legislador socialista Palacios, la expresión de agravios del naciente
proletariado argentino.
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