sábado, 12 de noviembre de 2016

PRÓLOGO AL LIBRO DE SONETOS DE PEDRO VIVES HEREDIA: "HUMO Y CENIZA"






                           Dice Platón en el diálogo Lisis, que el dios induce a lo semejantes a que se  conozcan dando así paso a la amistad. Para la reciente aunque intensa camaradería espiritual que me honro en tener y mantener activa con Pedro Vives Heredia desde el pasado año 2015, no sé qué demiurgo me habrá llevado a encender el televisor una noche de domingo y descubrir, sorteando programas de comentarios futbolísticos o de  denuncias de corrupción política enfocadas de manera unidimensional, uno ciertamente  interesante sobre Alfredo  Palacios, exhibido en ocasión de cumplirse por esos días los cincuenta años de la muerte del primer diputado socialista de América.
                                           En uno de sus bloques, reportearon a quien fuera su secretario privado durante ocho años: justamente  Pedro Vives Heredia; un nombre para mí familiar, ya que había leído con provecho y conservado al alcance de la mano para la morosa y enriquecedora relectura  su libro: “Alfredo Palacios en la intimidad”, publicado en 2008 con prólogo del Diputado Nacional (M.C) y esforzado defensor de justas y vapuleadas causas como la de los derechos del consumidor, doctor Héctor Polino. Pero una cosa es leer y otra escuchar a Pedro en el desgranar de los recuerdos del  promotor en el año 1904 de la primera ley obrera argentina: el descanso hebdomadario o semanal, que sancionó el Congreso Nacional en 1905 bajo el número 4.461. 
                                          Tanto me interesó su amena forma de contar, aquella noche, las anécdotas de ese casi decenio de trato cotidiano con el prócer de la justicia social, la defensa de los derechos humanos, la militancia latinoamericanista y la soberanía de las Islas Malvinas, que el lunes inmediato al programa busqué su número telefónico y lo llamé para felicitarlo. No bien oí su voz al presentarme, advertí que traducía en la calidez y cordialidad de su tono, un trasfondo de  fineza espiritual nada común en tiempos de grosería y generalizado desinterés por los semejantes, salvo cuando se los imagina como “contactos” ventajosos.
                                       Me impresionó también la generosidad con la que me ofreció sus libros, al punto de solicitarme al comienzo nomás de la charla la dirección para enviarme algunos de ellos. Así pude conocer  su versión castellana, con eruditas notas explicativas,  de “Los sonetos de amor de William Shakespeare”; un monumental esfuerzo de traducción del genio ingles que pocos en la Argentina abordaron a excepción de  Mariano de Vedia y Mitre, Manuel Mujica Láinez, que entiendo no tradujo todos los sonetos, o  Ángel J. Batisttessa, que en su volumen “Shakespeare en sus textos: Oír con los ojos”, de 1979, trasladó varios de ellos a nuestra lengua.  
                                      Logré también disfrutar de su novela en parte autobiográfica y en mucho costumbrista: “Obligado y Olazábal”; divertirme con sus crónicas de aguda crítica social de “La capa de la reina y otros escándalos”;  volver nostálgicamente a mi adolescencia con  las prosas de “1969 El año en que el hombre llegó a la luna” y  por supuesto admirar, entre otros, sus poemarios conteniendo sonetos, haikus y octavas reales: “Erato contra la muerte”, “Claveles rojos y rosas blancas” y “Sonetos a la amada ausente”.       
                                        Y así, entre mutuos intercambios de material editado, ya que igualmente le remití algunos de mis libros, sellamos la amistad con encuentros, al principio  “tercerizados” a través de correos electrónicos o mensajes dejados en el teléfono, las formas o medios de comunicación propios de la hipermodernidad a los que ambos  tratamos sin embargo de insuflarles algo del  Yo-Tu buberiano. Luego la afianzamos con diálogos directos en la mesa de algún café porteño,  conversaciones en las que fueron apareciendo  los nombres de  varias personas que en común estimamos, valoramos y más o menos frecuentamos: además del ya nombrado dirigente socialista Héctor Polino, el científico y escritor Eduardo Vadell y su madre la poeta y  traductora  de la lengua griega y  francesa, la profesora graduada en Filosofía y Letras María Amelia Marroquín. A  la tertulia cultural que ella animaba en su hogar, imagino que concurrió en más de una ocasión Pedro, coincidiendo allí con el mencionado maestro Batisttessa y con los asiduos  Arturo Berenguer Carisomo o  Bernardo Ezequiel Koremblit.         
                                         
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                                    De Pedro Vives Heredia, abogado experto en temas de minoridad, periodista, novelista, narrador, traductor, poeta, fundador junto a su esposa fallecida hace una década, la trabajadora social Marta Díaz Ferreyra, de la revista especializada “Cuadernos de sociopatología en servicio social”, puede afirmarse que es un oficiante diario de la literatura y claro está que en su caso los resultados justifican el ejercicio del “Nulla dies sine linea”, según la  sentencia atribuida al griego Apeles que recogió Plinio el Viejo.
                                  Cada producción de género  lírico o de ficción a la que pone punto final, sabe dar sentido al previo desafío de haberse sentado el escritor frente al  papel en blanco para tratar  “cosas de fundamento”, como dice Martín Fierro.  Y bien que hoy, a más de ocho décadas de serle revelada, avalan su inicial vocación  por las letras las muchas páginas suyas en prosa o verso dictadas por la madurez creadora, siempre con gracia, inspiración, fineza, justificación en la sinceridad y el mensaje edificante. Más allá de contar también con una ajustada  técnica  de elaboración: oficio como se le  llama, aunque si es lo mínimo puesto en una obra sólo representará el avaro sustituto de la sangre del corazón; algo que no sucede jamás con nuestro autor, para quien no vale la pena emprenderla así y fijar palabras sin trozos de espíritu.
                                           Vives Heredia da cuenta de su amistad con el mundo de la vida en “Humo y ceniza”, un sonetario donde conviven la seriedad y el humor, el clasicismo formal y ciertos juegos métricos, la espontaneidad y una bien asimilada preceptiva literaria, un margen de subjetivismo sin exageración autista e incitadores datos del exterior que sazonan esa interioridad al punto de que lo ajeno: “A beber esta copa me convida/ e impulsa con llamados persistentes”.
                                        Quizá el título dice poco del contenido con más fuego que “vejez de fuego”. Y aunque hay derroche de ingenio en algunas piezas, subyace al cabo la sensibilidad y la  intuición del autor para admitir que el arte debe ser “de verde eternidad, no de proezas”, tal como lo expresó Borges.
                                        Los finales rotundos de cada soneto, sostenidos en los dos versos pareados según la exigencia del tradicional soneto  inglés, no niegan la posibilidad de encadenar cada composición  con la siguiente, en un rosario de intenciones, homenajes -por ejemplo en el acróstico a su compañero de estudios primarios y hasta segundo año del bachillerato, el constitucionalista y poeta secreto Germán Bidart Campos-;  inquietudes y nostalgias varias: “aletea el recuerdo que me acosa/ trayendo hasta el presente lo pasado/ revivido en sombría nebulosa.”;  invocaciones al ser amado ausente: “¡Qué situación penosa es hoy la mía/ faltando la mujer a quien quería!”; y hasta consuelos para sí mismo en los momentos de quebranto, precisamente cuando: “Escondidos en versos que compongo/ ocultos llevo mi dolor y llanto.”
                                        Las composiciones que reúne “Humo y ceniza”, en tanto reveladoras sin tapujos ni maniobras crípticas de los estados de ánimos que las inspiraron, hacen que  el libro resulte un diario de viaje existencial, la documentación de un periplo que en sus oscilantes grados de angustia y felicidad, ha sido amorosamente  pulido por el color y el calor que refleja en el alma el ideal de la belleza.           
                                                        

CARLOS MARÍA ROMERO SOSA,

Buenos Aires, 21 de septiembre de 2016

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