Dice Platón en el
diálogo Lisis, que el dios induce a lo semejantes a que se conozcan dando así paso a la amistad. Para la reciente
aunque intensa camaradería espiritual que me honro en tener y mantener activa con
Pedro Vives Heredia desde el pasado año 2015, no sé qué demiurgo me habrá llevado
a encender el televisor una noche de domingo y descubrir, sorteando programas de
comentarios futbolísticos o de denuncias
de corrupción política enfocadas de manera unidimensional, uno ciertamente interesante sobre Alfredo Palacios, exhibido en ocasión de cumplirse
por esos días los cincuenta años de la muerte del primer diputado socialista de
América.
En
uno de sus bloques, reportearon a quien fuera su secretario privado durante
ocho años: justamente Pedro Vives
Heredia; un nombre para mí familiar, ya que había leído con provecho y
conservado al alcance de la mano para la morosa y enriquecedora relectura su libro: “Alfredo Palacios en la
intimidad”, publicado en 2008 con prólogo del Diputado Nacional (M.C) y
esforzado defensor de justas y vapuleadas causas como la de los derechos del
consumidor, doctor Héctor Polino. Pero una cosa es leer y otra escuchar a Pedro
en el desgranar de los recuerdos del promotor
en el año 1904 de la primera ley obrera argentina: el descanso hebdomadario o
semanal, que sancionó el Congreso Nacional en 1905 bajo el número 4.461.
Tanto
me interesó su amena forma de contar, aquella noche, las anécdotas de ese casi
decenio de trato cotidiano con el prócer de la justicia social, la defensa de
los derechos humanos, la militancia latinoamericanista y la soberanía de las
Islas Malvinas, que el lunes inmediato al programa busqué su número telefónico
y lo llamé para felicitarlo. No bien oí su voz al presentarme, advertí que
traducía en la calidez y cordialidad de su tono, un trasfondo de fineza espiritual nada común en tiempos de
grosería y generalizado desinterés por los semejantes, salvo cuando se los
imagina como “contactos” ventajosos.
Me
impresionó también la generosidad con la que me ofreció sus libros, al punto de
solicitarme al comienzo nomás de la charla la dirección para enviarme algunos
de ellos. Así pude conocer su versión castellana,
con eruditas notas explicativas, de “Los sonetos de amor de William Shakespeare”; un monumental esfuerzo de traducción del
genio ingles que pocos en la
Argentina abordaron a excepción de Mariano de Vedia y Mitre, Manuel Mujica
Láinez, que entiendo no tradujo todos los sonetos, o Ángel J. Batisttessa, que en su volumen “Shakespeare en sus textos: Oír con los ojos”,
de 1979, trasladó varios de ellos a nuestra lengua.
Logré también disfrutar de su
novela en parte autobiográfica y en mucho costumbrista: “Obligado y Olazábal”; divertirme con sus crónicas de aguda crítica
social de “La capa de la reina y otros escándalos”; volver nostálgicamente a mi adolescencia con las prosas de “1969 El año en que el hombre llegó a la luna” y por supuesto admirar, entre otros, sus
poemarios conteniendo sonetos, haikus y octavas reales: “Erato contra la muerte”, “Claveles rojos y rosas blancas” y “Sonetos a la amada ausente”.
Y así, entre mutuos intercambios de material
editado, ya que igualmente le remití algunos de mis libros, sellamos la amistad
con encuentros, al principio “tercerizados” a través de correos
electrónicos o mensajes dejados en el teléfono, las formas o medios de
comunicación propios de la hipermodernidad a los que ambos tratamos sin embargo de insuflarles algo del Yo-Tu buberiano. Luego la afianzamos con diálogos
directos en la mesa de algún café porteño, conversaciones en las que fueron apareciendo los nombres de varias personas que en común estimamos,
valoramos y más o menos frecuentamos: además del ya nombrado dirigente
socialista Héctor Polino, el científico y escritor Eduardo Vadell y su madre la
poeta y traductora de la lengua griega y francesa, la profesora graduada en Filosofía y
Letras María Amelia Marroquín. A la tertulia
cultural que ella animaba en su hogar, imagino que concurrió en más de una
ocasión Pedro, coincidiendo allí con el mencionado maestro Batisttessa y con los
asiduos Arturo Berenguer Carisomo o Bernardo Ezequiel Koremblit.
****
De Pedro
Vives Heredia, abogado experto en temas de minoridad, periodista, novelista,
narrador, traductor, poeta, fundador junto a su esposa fallecida hace una
década, la trabajadora social Marta Díaz Ferreyra, de la revista especializada “Cuadernos
de sociopatología en servicio social”, puede afirmarse que es un oficiante diario
de la literatura y claro está que en su caso los resultados justifican el
ejercicio del “Nulla dies sine linea”, según la
sentencia atribuida al griego Apeles que recogió Plinio el Viejo.
Cada producción
de género lírico o de ficción a la que
pone punto final, sabe dar sentido al previo desafío de haberse sentado el
escritor frente al papel en blanco para tratar
“cosas de fundamento”, como dice Martín
Fierro. Y bien que hoy, a más de ocho
décadas de serle revelada, avalan su inicial vocación por las letras las muchas páginas suyas en
prosa o verso dictadas por la madurez creadora, siempre con gracia, inspiración,
fineza, justificación en la sinceridad y el mensaje edificante. Más allá de
contar también con una ajustada
técnica de elaboración: oficio como
se le llama, aunque si es lo mínimo
puesto en una obra sólo representará el avaro sustituto de la sangre del
corazón; algo que no sucede jamás con nuestro autor, para quien no vale la pena
emprenderla así y fijar palabras sin trozos de espíritu.
Vives
Heredia da cuenta de su amistad con el mundo de la vida en “Humo y ceniza”, un
sonetario donde conviven la seriedad y el humor, el clasicismo formal y ciertos
juegos métricos, la espontaneidad y una bien asimilada preceptiva literaria, un
margen de subjetivismo sin exageración autista e incitadores datos del exterior
que sazonan esa interioridad al punto de que lo ajeno: “A beber esta copa me convida/ e impulsa con llamados persistentes”.
Quizá
el título dice poco del contenido con más fuego que “vejez de fuego”. Y aunque
hay derroche de ingenio en algunas piezas, subyace al cabo la sensibilidad y
la intuición del autor para admitir que
el arte debe ser “de verde eternidad, no
de proezas”, tal como lo expresó Borges.
Los
finales rotundos de cada soneto, sostenidos en los dos versos pareados según la
exigencia del tradicional soneto inglés,
no niegan la posibilidad de encadenar cada composición con la siguiente, en un rosario de intenciones,
homenajes -por ejemplo en el acróstico a su compañero de estudios primarios y
hasta segundo año del bachillerato, el constitucionalista y poeta secreto Germán
Bidart Campos-; inquietudes y nostalgias
varias: “aletea el recuerdo que me acosa/
trayendo hasta el presente lo pasado/ revivido en sombría nebulosa.”; invocaciones al ser amado ausente: “¡Qué situación penosa es hoy la mía/
faltando la mujer a quien quería!”; y hasta consuelos para sí mismo en los
momentos de quebranto, precisamente cuando: “Escondidos en versos que compongo/ ocultos llevo mi dolor y llanto.”
Las composiciones
que reúne “Humo y ceniza”, en tanto reveladoras sin tapujos ni maniobras
crípticas de los estados de ánimos que las inspiraron, hacen que el libro resulte un diario de viaje
existencial, la documentación de un periplo que en sus oscilantes grados de
angustia y felicidad, ha sido amorosamente pulido por el color y el calor que refleja en
el alma el ideal de la belleza.
CARLOS
MARÍA ROMERO SOSA,
Buenos Aires, 21 de
septiembre de 2016
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