El 5 de mayo se cumple el bicentenario del nacimiento en Tréveris -en el antiguo reino de Prusia- de
Carlos Marx, un ineludible nombre entre los actores de la era contemporánea. Devociones o rechazos
aparte, en estos tiempos de deshumanizada especialización técnica y en el plano
ético de compromisos líquidos con los principios y valores declamados por parte
de la mayoría de la dirigencia a nivel planetario, asombra la fuerza del pensador capaz de imaginar un mundo distinto y mejor al que le tocó en
suerte vivir, a tono con su espíritu dado a la febril actividad conspirativa
desplegada para hacer posible su advenimiento.
Claro que en ese Marx versátil,
inquieto, múltiple en sus facetas de filósofo, sociólogo, economista, periodista,
militante revolucionario, autor de poemas y hasta de una inconclusa novela en
su juventud, cómo no encontrar contradicciones tanto en su vasta actividad de
polígrafo cuanto también en ciertos rasgos de su personalidad traducidos en
actitudes. Y advertir así que el severo filósofo de la economía política y
revelador de las superestructuras culturales, jurídicas, religiosas e ideológicas
sobrevivientes a las relaciones de producción,
llegó a definir su propia obra, en una carta dirigida a Engels, como una
“totalidad estética”. También han contado
algunos de sus biógrafos que al
gran insurrecto social no le disgustaba y por el contrario le agradaba que su
esposa, Jenny Berta Julie von Vestphalen con la que se casó en 1843, usara el
título nobiliario de baronesa que le correspondía. Sin embargo, es difícil hablar
con propiedad de contradicciones si a quien se las imputa había escrito en “La
ideología alemana” –libro firmado junto con Engels- aquello de que “no es la
conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia”;
siendo que particularmente la existencia
suya no fue fácil –murió en 1883 a poco de enviudar- y debió afrontar la pobreza, los numerosos exilios y las persecuciones políticas y policiales.
Hombre de síntesis integró los momentos de un racionalismo dieciochesco en
retirada y del positivismo en parte optimista y en parte escéptico y lleno de
hastío, a influjo de la mentalidad de su centuria implícita en el movimiento romántico
y epidémica del “Mal du siècle” que describió
Chateaubriand. Como genio que
era, muchas veces apeló para fundamentar sus tesis a construcciones
intelectuales ajenas haciéndolas ingresar en su propio sistema, a veces algo forzadamente
y otras repensadas y expuestas a la medida de la homogeneidad -o no tanto para
Althuser- de su propia construcción teórica con la mira puesta en la praxis,
idea ésta en la que Giovanni Gentile –de tanta influencia en Gramsci- vio “la
llave maestra” de su filosofía. Y así
supo integrar a su esquema la dialéctica
de Hegel, de la que sacó el mejor partido en su derivación materialista. Pero
también el joven Marx de la caracterización de Althuser, había incorporado la
crítica a la religión del hegeliano de izquierda Ludwig Feuerbach, contra el que
publicó más tarde -en 1845- las “Tesis sobre Feuerbach”, obra donde en
la tesis 11 figura la famosa reconvención
a los filósofos que “no han hecho más que interpretar de diversos modos el
mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Y podría seguirse con su aplicado estudio del
economista clásico inglés David Ricardo,
que intentó por primera vez vincular los
conceptos de valor y de trabajo, relación de la que se infiere la plusvalía. Y asimismo
cabe mencionar su interés por Darwin y su teoría de la selección natural que Marx
buscó adaptar al plano social, suerte de
darwinismo social en una vuelta de tuerca quizá nunca imaginada por el naturalista inglés.
Se ha pretendido instalar a Marx en un europeísmo sin grieta. Al
respecto constituye una lectura de especial utilidad por los datos que
aporta y lo aclaratorio de las
conclusiones, el libro de José Aricó, uno de los introductores con Héctor P.
Agosti del pensamiento de Gramsci en la
Argentina: “Marx y América Latina” (Segunda edición, 1982). En cuanto a algún posible
apresuramiento del autor de “El Capital”, por ejemplo en su defensa de la
anexión de California a los Estados Unidos, podría entenderse en una
inconsciente o no tanto visión común con su tan objetado Hegel que consideraba
fuera de la historia al Continente Americano, donde como lo afirma en sus
“Lecciones sobre la historia universal” con un determinismo geográfico que
luego fue punto central en las exámenes
históricos y de la Historia del Arte del teórico del naturalismo Hipólito
Taine: “La violencia de los elementos es demasiado grande para que el hombre
pueda vencerlos en la lucha y adquirir poderío para afirmar su libertad
espiritual frente al poder de la naturaleza”.
Por cierto la perspectiva debe orientar todo
análisis retrospectivo y recién en el siglo XX, Antonio Gramsci instaló su
reflexión –comenta Aricó- en una realidad que el autor italiano caracterizó como
nacional y popular. No obstante será en verdad de lamentar que Marx,
escribiendo a vuelapluma contra Simón Bolívar por ejemplo, no haya enfocado su genio sobre América Latina
como sí lo hizo en 1881 con la situación
de la Rusia zarista, en su famosa carta a la revolucionaria de Smolensk,
fundadora del Grupo para la Emancipación del Trabajo, Vera Zasulich.
Justamente por lo dicho merece reconocimiento la labor llevada a cabo
para incorporar la realidad de
América a su pensamiento, es
decir reinterpretarlo a la luz de la historia de nuestro subdesarrollo
estructural. Una tarea de la que Jorge Abelardo Ramos mucho antes de sus
defecciones militaristas y menemistas, fue precursor con su obra “Marxismo para
latinoamericanos” (1972). Allí trató de emancipar del mandarinato eurocéntrico,
nuestras particularidades y expectativas de cambio: “La grande Europa nos envió entre los
variados productos de su ingenio, su mayor proeza intelectual: nos envió el
pensamiento marxista. Pero lo recibimos como un producto terminado y así lo
adoptamos, sin adaptarlo a nuestras particulares condiciones históricas y
sociales. De ahí que sea necesario, en consecuencia, reconquistar el marxismo
para los latinoamericanos.”
Mientras
tanto y a fuerza de fragmentar y desprestigiar al padre del socialismo
científico, podrán regodearse sus
adversarios ante frases como las siguientes, ciertamente desafortunadas: “En
América hemos presenciado la conquista de México, y nos hemos regocijado con
ella. Se trata de un progreso el que un país que hasta ahora se ha visto
envuelto exclusivamente en sus propios asuntos, perpetuamente escindido con
guerras civiles y completamente entorpecido en su desarrollo, un país cuyo
mejor prospecto había sido llegar a estar sujeto industrialmente a Gran
Bretaña, sea puesto por la fuerza en el proceso histórico”.
,
Sólo que, vigente más allá de sus errores, tan
machacados por los ideólogos reaccionarios, y de la caída de los mitos erigidos en su nombre, hay otro Marx: el de
la Utopía y su insignia arriada hoy por el consumismo, la banalidad en materia
cultural, la prensa canalla y el
neoliberalismo alienante. Sobre todo cabe
invocarlo así a los que vivimos los setenta y fuimos, desde la confesionalidad
católica y la óptica de la Teología de la Liberación, acercándonos desde la fe
en Cristo -en la que muchos perseveramos- a su pensamiento. Lo sazonamos con el
indigenismo de Mariátegui, los escritos de Rosa Luxemburgo, la mística del sacerdote
colombiano Camilo Torres Restrepo y el Che Guevara, las reinterpretaciones de
la Escuela de Frankfurt, el maoísmo agrarista y un indefinido socialismo
nacional que promovía Perón desde Madrid endulzando los oídos de la “juventud
maravillosa”, antes que la triple A iniciara su exterminio que profundizó y
culminó en el Proceso. Varios éramos los que entendíamos entonces, no sin
alguna ingenua tentación epistemológica,
el marxismo como ciencia social. Algunos recordábamos que ya uno de sus más severos críticos, el filósofo idealista y
más tarde ministro del fascismo Gentile, había reconocido en 1899 en el autor
de “El Capital” “el mejor Hegel” y descubierto al creador “de un
materialismo que por ser histórico ya no es materialismo”, lo cual tranquilizaba las conciencias espiritualistas
forjadas en el dualismo cristiano.
A ese otro Marx, filósofo “de finura especulativa” para el
mismo Gentile e inocente de los totalitarismos con los Gulag incluidos, la brutal
censura estalinista, la burocracia del social imperialismo soviético, la torpe
estética del realismo socialista, el dogmatismo y en la Argentina, la alianza de
la dirigencia del Partido Comunista con los sectores conservadores contra el
peronismo primero y después la ambigüedad del PCA frente al genocida Jorge
Rafael Videla, llegué yo a través de la lectura de Rodolfo Mondolfo, insigne
maestro que desparramó a manos llenas su sabiduría en el país al que vino escapando
de las leyes raciales de Mussolini y era discípulo de Antonio Labriola quien lo
fuera de Engels. Y a ese inconformista de espesa barba según la iconografía
corriente, endiosado y maldecido durante tantas generaciones, dediqué el siguiente -y reciente- soneto titulado
“Carlos Marx” que lleva como epígrafe aquella
frase del Manifiesto Comunista arrojada
contra “Las aguas heladas del cálculo
egoísta”, expresión a un tiempo decisiva y poética.
Su texto es el siguiente: “La justicia era un árbol inclinado/ hacia un
acuoso norte decidido/ con indicante
brújula en pecado/ y el cálculo egoísta en estampido./ Era árbol sin tutor, mal desplegado/ su
ramaje estrujando cada nido;/ y sólo Aquel, tachado de bandido,/ lo intentó
enderezar crucificado./ Hasta mediar el siglo diecinueve,/ cuando la realidad
dictó otra lista/ de implacables tensiones y ardió en leña/ su tronco de
atropellos en relieve,/ hachado con el filo en que se empeña,/ altivo el Manifiesto Comunista.”
(CARLOS MARÍA ROMERO SOSA, se publicó en la revista Con Nuestra América
de San José de Costa Rica, el 28 de abril de 2018)
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