Sobre el general San Martín se ha dicho todo, o casi todo; y cabe la salvedad
porque en tanto los historiadores siguen revisando aspectos de su biografía, la
literatura recrea su humanidad y sus acciones públicas. En décadas más o menos
recientes, con una dimensión académica: “Don José”, de José Ignacio García
Hamilton y con otra literaria más que propiamente erudita aunque nutrida de excelente
acopio informativo: “José de San Martín. El libertador cabalga”, de Agustín
Pérez Pardilla, resultan ejemplos de ambas
formas de aproximación a su figura.
Pero incluso el arte puede ir más lejos de la historia novelada y fiel a
su misión creadora prescindir de documentos fidedignos y hacer a un lado las cronologías y no por eso actuar con mendacidad, toda vez
que imaginar es entrar en otra realidad.
En tal caso, el secreto del autor será saber jugar bien con sus fantasías y con
las circunstancias, para hacer sugerente
y creíble hasta el mismísimo anacronismo.
Son estas cualidades y calidades algunas
de las que enriquecen y dan perspectiva al último libro de Luis A. Navalesi:
“El canto de las visiones del General San Martín. Fundación mitológica del
tango”; poesía y prosa entrelazadas que evocan e invocan sobre todo, tanto al
Padre de la Patria
como a la canción porteña –o rioplatense- y por cierto al Borges de las
milongas y desde el mismo título al de la “Fundación Mítica de Buenos Aires”. En
ese sentido no podía hacerse mejor y más oportuna síntesis de tres de nuestros
más vigentes símbolos nacionales.
El autor, un experto en lingüística y filología, ensayista, poeta, periodista, fundador y
director de medios gráficos, es alguien
con suficientemente
“megalopxigía” –tal los griegos denominaban el alma grande- como para sostener una
existencia signada por la vocación humanística
y la actitud humanitaria hacia los semejantes coherente con una militancia política, por cierto sin cargos públicos y sí
con prisiones y persecuciones en tiempos de dictaduras. Navalesi es uno de los sobrevivientes del ya
legendario grupo poético “El pan duro”, surgido a finales de los años cincuenta de la
pasada centuria e hito de la
Generación del 60. Grupo
al que pertenecieron, entre otros, Juan
Gelman, Héctor Negro, Hugo Ditaranto, Julio César Silvain, Humberto Constantini
y la poeta y traductora Juana Bignozzi. Hasta el presente publicó los siguientes libros de poemas:
“Tiempo nuevo” (1960), “La poesía encarcelada” (1963), “La madre” –prologado
por el sindicalista Raimundo Ongaro y editado por la Federación Gráfica
Bonaerense- (1973), “Versos de la
Comuna ” (1975), “Carta
de lejos o los hijos del país” (2010) y “De Sur en Sur” (2015). Asimismo abordó
el ensayo en “Fragmentos de tanguidad”.
El “Canto de las visiones del General San Martín”, está constituido por una
sucesión de coplas donde jamás le falla el oído –cosa lógica al ser músico y
compositor también; muchos recordarán su tango “Rayuela” que difundió Lidia
Borda- , el ritmo, la asonancia nunca ripiosa, la frescura y la gracia que caracterizan esa forma poética
de tan rica tradición en las letras
castellanas. Son coplas con unidad temática que cuentan una
historia: “La noche en que San Martín/ Bailó
el tango en vez primera”. Por
cierto no ha pretendido fundamentar con dato o indicio alguno su imaginativa
propuesta en las páginas en prosa que siguen al poema dividido en tres partes intercaladas con coros, en la línea de los
cielitos criollos y las tonadas cuyanas. Aunque sí puede tomarse como pista de la
fantasía urdida, la incorporación al
comienzo y a modo de ilustración proporcionada por el fotógrafo y miembro de la Academia Nacional
de Bellas Artes Luis Príamo, de una imagen
que hace referencia a las tradiciones que dan cuenta que el héroe era
ejecutante de la guitarra. Algo que anotó en su hora Alberdi y una cuestión que
en siglo XX retomó el musicólogo Carlos Vega llegando a destacar que en cierto momento –quizá en la España de su adolescencia y
juventud guerrera contra las tropas napoleónicas, pero lo más probable es que
haya sido en la Francia
de su exilio, como sostuvo José Ignacio
García Hamilton en “Don José”- llegó a tomar lecciones del instrumento con el
maestro Fernando Sor (1778-1839), un virtuoso y compositor español, natural de
Barcelona, conocido como el “Beethoven
de la guitarra” y creador de obras guitarrísticas y orquestales.
Ese
clima que trasunta el poemario de Edad de Oro donde todo está abierto al
devenir con fuerza ordenadora que irrumpe, permite interpretar en las
referencias a Fernando Sor y la
guitarra, que en alguna nota, en algún acorde de primas o bordonas, quizá
acariciadas por el propio Libertador mientras pensaba tácticas militares, pudo haberse despertado atraído por su
sensibilidad artística, la intuición o mejor
la revelación del futuro tango. Y así al General le será dado distinguir antes
de su nacimiento, allá por los arrabales de Buenos Aires más o menos entre 1870
y 1880, una danza con “poses indignas”
que habrá de insinuársele en la fría noche mendocina de El Plumerillo en 1816 o
1817. Visión cruda y sensual del “reptil
de lupanar” de la descalificación de Leopoldo Lugones. Laberinto ritual de piernas entrelazadas, primero, y después, al
reclamar letra los compases del dos por cuatro, llenándose con el desánimo y
la nostalgia del “post coitum tristitia”
del aforismo galénico. Es que está el tango en potencia y en acto frente a Él; el
tango en su desnudez intrauterina y ya
con ADN propio en su envolvente mixtura de
milonga, habanera, fado portugués, candombe…: “Desde la hoguera insolente,/El fuego, como
si hablara,/ Agita lenguas ardientes/ Y le hace burla en la cara./ Él, que era
todo pensar/ En el cruce de los Andes…/ Le cruzan al General/Visiones “Que Dios
nos guarde.”/ Porque en la llama está él/ O el Otro y si bien se mira/ Baila
unido a una mujer/ Y están que arden en la pira.”
Será de imaginar entonces los lodazales del
campamento donde vivaqueaba junto a los hombres a su mando mientras “la noche lo acosa” y “el tiempo atrasa”, o adelanta; y hasta
se advertirá que aquellos fangales parecen anticipar el “barro y pampa” del
tango canción de Homero Manzi y Aníbal Troilo grabado originalmente por Edmundo Rivero en 1948. Sólo que aquí el Santo
de la Espada
de la visión mediúmnica de Ricardo Rojas, no ha de evocar ningún Sur porteñamente
pompeyano, sino que le es dado soñar despierto con el extendido oeste de un Chile a
liberar y un Norte, tanto punto cardinal
cuanto horizonte de su estrategia
emancipadora: el Perú del que será generalísimo y –orgullosamente según
la letra de su testamento- “fundador de
su Libertad”.
Frente a este libro de Luis Alberto Navalesi, curioso por su forma y original
por su fondo, le cabrá al lector dar certeza de la propuesta de las
estrofas si traslada al plano de la
epopeya lo propuesto en el siglo segundo de nuestra era por Tertuliano para el orden
religioso. Y concluye haciéndole un guiño al poeta aceptando el principio:
“Creo porque es absurdo.”
(Carlos
María Romero Sosa, se publicó en La
Prensa el domingo 2 de
septiembre de 2018.-)
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