El libro “Summa lunfarda” (2005), de José Gobello y Marcelo H. Oliveri,
expresa en la reseña sobre Luis Ricardo Furlan:
miembro de número de la
Academia Porteña del Lunfardo desde 1970 y autor de poemas
escritos en la jerga popular rea de Buenos Aires estudiada por él con vocación
y severidad de lexicógrafo, que en tales
composiciones, el diestro manejo de los términos de esa procedencia “se emparda con el aplomado dominio de los secretos resortes de la poesía”. En efecto, Furlan
fue un poeta completo por la destreza en el manejo de las formas, los lenguajes,
las modulaciones y los tonos líricos y por
la profundidad en lo que al mensaje se refiere; más próximo a veces “a
la oscura luz de la razón que ama”, en términos de un rezo en versos endecasílabos
de Leonardo Castellani, que a la complejidad
del tipo charada sin resolución, a los que nos tienen habituados ciertas
estéticas actuales. Asimismo su numen trasmite
la limpidez y muestra la riqueza de un idioma, que algún crítico juzgó hispanista aunque sin
evadir el poeta, en ocasiones, la inclusión de imaginativos y enriquecedores neologismos.
Todo ello cuando transitó la poesía culta, si cabe así diferenciarla de sus
incursiones en verso lunfardesco, algo de lo que dan cuenta sus entregas: “Chamuyero
en Baires” (1997), “Rantimusa” (2002) o “Che, gotán” (2012). Aparte de las
letras musicalizadas para canciones populares y tangos, composiciones de las
que pudo ufanarse salvando su modestia, por
haber alcanzado en ellas la gloria del anonimato, esa que elogió Manuel Machado
cuando el pueblo incorpora coplas a su memoria colectiva dejando en el olvido
su procedencia.
En cuanto a sus sonetos, no son nunca meros ejercicios silogísticos de
forzadas o ripiosas consonancias, sino
receptáculos de belleza, equilibrio y sentido. En cambio de reflejar el “mundo roto”
en funciones deshumanizadoras y angustiantes que no dejan lugar al Misterio,
tal como lo intuyó Gabriel Marcel en su obra “Aproximación al misterio del Ser”,
Furlan gustó reconstruir entorno y contorno amorosamente, en pos de alcanzar aquella
“unidad gozosa” a la que se refiere su admirado Leopoldo Marechal en el modélico
soneto “Del Amor Navegante”. Una operación ética y estética sin omitir alguna
cuota de nostalgia o mejor de posicionamiento sentimental sin hipérbole, coherente
y consecuente con el neohumanismo que caracteriza a su generación poética, la del
Cincuenta, de la que fue exegeta y revelador. Para tarea semejante mantuvo afinado
el instrumento de sus evocaciones en las que configuró una metafísica con vista a aceptar cristianamente –no a enfrentar con
soberbia nieszchiana- la trágica dimensión
temporal humana: “Y el tiempo cruel oxida
los cardales,/ perdidas voces, hábitos agrarios,/ contemplativas lluvias
vecinales”; es decir aquella “caída de la eternidad” de la que habló León
Bloy.
Recatado hasta vestir con metáforas convicciones
e impulsos solidarios en grado de misericordia por los sufrientes y perdedores de
la ciudad y el mundo, desde el linyera dormido bajo un árbol, al que nombra en
un poema publicado en septiembre de 1982 en La Capital de Rosario “hombre regocijado en su destierro”, hasta
el prójimo anónimo -en otra composición
que dio a conocer en abril de 2018 en el suplemento Cultura de La Prensa donde era habitual
colaborador-, por quien se juramentó: “No quiero dar la mano y, negligente/ perder
al hombre que cordial deshoje/ unos gestos amables, que se aloje/ en mi fervor,
definitivamente”.
La misma aproximación e
identificación con el lunfardo en tanto expresión de habla e
idiosincrasia popular, da cuenta de su voluntad de vivir ajeno a toda preciosista
torre de marfil. Discreto y no críptico, se presentó de cuerpo entero
en sus versos. Lo advirtió en su hora su colega y amigo Alberto Luis Ponzo,
fallecido más que centenario en 2017 y alguien por quien siguen de luto las
letras del país y sus vecinos del Oeste suburbano: “Detenerse en cada soneto suyo viene a ser como conocerle mejor,
revelar lo que esconde en su vida.”
Como diarios de vida sus poemarios reflejan el afán, el encanto y el
desencanto cotidianos recogidos por el “nulla dies sine línea”, aquel ejercicio
que Plinio el Viejo adjudicaba a Apeles de Colofón. Furlan trabajó bendecido por la inspiración y
no se refugió en el facilismo del oficio y menos en la rutina, propia del
escritor comercializado y urgido por editoriales. Aparte de las ya mencionadas entregas en
lunfardo, publicó los siguientes libros
en verso, premiados varios de ellos; y la enumeración de sus títulos
habla de una instalación en la ternura, la delicadeza y por momentos la
épica civil adornada por ideales patrióticos y latinoamericanistas: “Alba del
canto” (1951), “Distrito tuyo”
(1957), “Los días fraternales”
(1958), “Odas mínimas” (1961), “Domingo del poeta” (196l),
“Deslinde del tiempo y el ángel” (1963), “Teoría del país cereal” (1964), “Noticia de Amerindia” (1964), “El laurel y el átomo” (1969), “Carta a Pablo” (1975), “Aprendizaje de la patria” (1975), “Guitarra
sola” (1981), “Urdimbre y resplandor del inocente” ( 1987), “Aula poética”
(1989), “Soledades de la vida precaria y otros exilios” (1997), “Medio siglo de escritor” (2001), “Cernida
voz del corazón oyente” (2005), “La cicatriz ajena” (2011), “Las voces
demoradas” (2012), “El granero del
duende” (2013), “El arca iluminada” (2013) y “Compañera” (2014), escrito en
memoria de su esposa, la escritora y actriz dramática Lily Franco (1924-2013).
A esta lista cabe sumar la de sus
obras en prosa, demostrativas de una fecundidad
que justifica el prestigio y la vigencia
desde décadas atrás de Luis Ricardo Furlan en la literatura nacional. Y
entre estos ensayos, de índole crítica: “Crónica
de la poesía argentina joven” (1963), “Aproximación interpretativa a la poesía
hispanoamericana” (1964), “La poesía lunfarda” (1970), “Esquema de la poesía
lunfarda” (1995), “Generación poética del 50” (1974); en tono biográfico: “Elías Carpena y el pago de la Matanza ” (1971), “Julio S.
Canata, un poeta olvidado” (1992) y “José Mármol, un poeta militante” (1999); de carácter histórico: “Apuntes históricos y
vecinales de El Palomar” (1969); e incluso contribuciones al subgénero de la
referencia bibliográfica como “Índice del suplemento de artes y letras del
diario Mayoría” (1997), debe resaltarse
el libro de casi 350 páginas publicado en Madrid en 2010: “El movimiento
neohumanista. La Generación
de 1950 en la poesía argentina” (Altorrey Editorial).
Con método reconstruyó en este último la historia, rastreó las
influencias, recuperó el contexto
político y social en que se desarrolló ese grupo poético, enfocó las revistas
literarias en las que estamparon su firma sus pares generacionales -“Arturo” y
“Poesía Buenos Aires”, entre las más
notorias-, y trató de no olvidar a ninguno de los amigos y compañeros de rutas estéticas e
ideales humanitarios. Entre los datos aportados y las interpretaciones varias del fenómeno, quiso y supo
mantenerse en un decoroso segundo plano, pese a ser quien promulgó el “acta de
bautismo” de la generación, el 5 de noviembre de 1953 en un artículo en el diario
Democracia titulado: “Nuestra generación poética del cincuenta”. En esas líneas
ponía de manifiesto la veta americanista sin telurismo ni color local, quizá
bajo la influencia de Héctor A. Murena de “El pecado original de América” y su
“voluntad de parricidio”, que vinculaba
a los integrantes y sobre todo: “el
alejamiento de los ismos caóticos que imperan en la poética del viejo
continente, fruto de la irremediable degradación intelectual de posguerra.
América es el ojo abierto mirando a los
milenios aterrados. El mundo se refugia en la promesa laboriosa y justa de
nuestro Continente. Y nuestros poetas, universalmente americanos, urgen el
imperativo modelando esa estrella salvadora, cociendo ese pan común de los
días, y enseñando un nuevo abecedario con verdadera vocación artística.” Otro
abanderado de esa postura americanista era Fermín Chávez (1924-2006),
buen lector de las “Reflexiones sobre el ideal político de América” del
pedagogo y reformista universitario en 1918 Saúl Taborda. Hoy más recordado
como historiador y pensador nacional,
Chávez es un caso de “outsider” al que se suele incluir en
la generación del Cuarenta, donde lo
sitúa Luis Soler Cañas, y también en la del Cincuenta con la que tenía tantas
“afinidades electivas”, por decirlo con palabras de Goethe.
Algo a destacar es la proximidad cronológica entre los
entonces jóvenes del Cincuenta –Raúl Gustavo Aguirre, Edgar Bayley, Rodolfo
Alonso, Ramiro de Casasbellas, Francisco Madariaga, Emilio Sosa López, Basilio
Uribe, Héctor Miguel Ángeli, Rubén Vela, Miguel Ángel Viola, Antonio Requeni y
por cierto el propio Furlan-, “neohumanistas” según la caracterización de José
Isaacson uno de sus miembros mayores nacido en 1922, con sus antecesores del
Cuarenta: los neorrománticos –Enrique Molina, León Benarós, José María
Castiñeira de Dios, Juan Ferreyra Basso, Eduardo Calamaro, Libertad Demitropulos
y las entonces adolescentes nacidas en 1930: María Elena Walsh y Paulina
Ponsowy tan valoradas por Juan Ramón
Jiménez en su visita al país en 1948-, y con los inmediatos del Sesenta –Juan Gelman,
“Paco” Urondo, Miguel Ángel Bustos, Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Juan José Saer, Horacio Salas, Alberto Szpunberg y el más joven de todos: Roberto Santoro
(1939-1977)-, que asumieron y en general llevaron el compromiso político hasta
las últimas consecuencias: el exilio en algunos casos y en otros la
desaparición forzada y la muerte.
La
velocidad con la que en el mundo se sucedían los hechos culturales y desvelaban
los conflictos de toda índole, puestos en acto con rapidez insospechada por el
avance de las comunicaciones a partir del desarrollo tecnológico avasallante luego
de finalizada la
Segunda Guerra , viene a justificar tal ensamble generacional
en la Argentina ,
algo que contradice la óptica de Ortega y Gasset que en 1930 postulaba en quince años la
vigencia de una generación, como lo subrayó Julián Marías en el libro “El
método histórico de las generaciones” (1967).
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Luis Ricardo Furlan nació en el barrio
porteño de Palermo el 15 de noviembre de 1928. Desde 1956 se radicó de El
Palomar, localidad situada en la zona Oeste del Gran Buenos Aires,
circunstancia que sin duda le permitió desarrollar en su poética cierta impronta
de tono suburbano con intención de campesino y recoleto “beatus ille”: “Primero son los pájaros. El canto/ salta del
tragaluz del alba. Luego,/ es el tizón de un inocente fuego,/ la acuarela
bucólica. Levanto/ en vilo el corazón, coyuyo santo/ del existir gozante. Como
un juego,/ me doy a la templanza. No reniego/ de las leyes de máscara y
espanto.” En El Palomar vivió también otro escritor significativo: el novelista,
poeta, periodista y miembro de número de
la Academia
Argentina de Letras,
Adolfo Pérez Zelaschi (1920-2005), originario de San Carlos de Bolívar,
en la pampa bonaerense. Uno y otro solían
encontrarse en pasadas décadas en actos y tertulias culturales. Luego
regresaban juntos dialogando por las arboladas y tranquilas calles palomarenses,
hoy algo convulsionadas por idas y
vueltas al aeropuerto local de los a menudo contrariados pasajeros de los
vuelos económicos.
Furlan, a quien en lo
personal evoco como el maestro bondadoso
que prologó en 2010 mi poemario “Fanales opacados”, dirigió las Ediciones Culturales Argentinas (ECA)
de la Secretaría
de Cultura de la Nación
y fue secretario de la
Sociedad Argentina de Escritores. Falleció en el Policlínico
Bancario de la ciudad de Buenos Aires, donde estaba internado desde días atrás por
una afección cardiorrespiratoria, el 23
de agosto del año en curso. Sus restos descansan en el cementerio de la Chacarita.
(Carlos María Romero Sosa, se publicó en
La Prensa , el
23 de septiembre de 2018)
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