domingo, 13 de enero de 2019

LA REVISTA "SEXTO CONTINENTE" Y ALICIA EGUREN


 Al revisar las cajas del archivo epistolar de Carlos Gregorio Romero Sosa (1916-2001), circunscribiendo por algún motivo ese rastreo a los años cuarenta del siglo pasado, apareció una carta autógrafa de la escritora y militante política Alicia Eguren.  Participaba al historiador y hombre de letras salteño para entonces ya radicado en Buenos Aires, de la inminente aparición de la revista “Sexto Continente” y le que sugería enviara algún artículo para la misma. Esa publicación proyectada como bimestral, durante sus cuatro primeros números correspondientes a julio-agosto y septiembre-octubre de 1949, fue coeditada por  Eguran y el intelectual rosarino Armando Cascella (1900-1971), posteriormente autor entre otros libros de “La traición de la oligarquía”, reeditado en 1969 con prólogo de Arturo Jauretche. A partir del quinto número la antedicha coeditora fue suplantada  en la función aunque prosiguió en calidad de articulista, por el abogado y periodista Valentín Thiebaut, que en 1947 había cubierto para el diario Democracia el viaje de Eva Perón a Europa.
     Algo se ha escrito sobre la publicación que se ofrecía con el formato de revista libro y cuyo título alude a lo indiviso de América Latina. El último número 7/8 correspondió a los meses de noviembre y diciembre de 1950. Al respecto vale la pena consultar la obra de Héctor René Lafleur, Sergio Provenzano y Fernando Alonso: “Las revistas literarias argentinas 1893-1967” y más específicamente  el ensayo de Pablo Martínez Gramuglia: “La práctica crítica como juicio ideológico: Sexto Continente”. Su  vida corta pero posible gracias a la publicidad oficial, en especial de la provincia de Buenos Aires gobernada por el coronel Domingo Mercante, no resta valor a ese esfuerzo editorial, en la línea doctrinaria de la revista Cultura que editó la Oficina de Publicaciones del Ministerio de Educación de la Provincia de Buenos Aires, a cargo del ex forjista y poeta Julio César Avanza.
    Es de advertir la calidad de sus colaboradores, entre otros los pensadores Ernesto Palacio, Raúl Scalabrini Ortiz, Homero Guglielini y Ramón Doll; los historiadores Carlos y Federico Ibarguren,  José María Rosa y  Alberto Ezcurra Medrano; los juristas Arturo Enrique Sampay y Norberto Gorostiaga; el médico Ramón Carrillo; el legislador Joaquín Díaz de Vivar; el sociólogo francés Jaime María de Mahieu; el arqueólogo Andrés Campanella de anterior trabajo con Enrique Palavecino en la Universidad Nacional de Tucumán; el etnógrafo, folclorólogo y médico santiagueño Orestes Di Lullo; el musicólogo Lucas Rivara;  los filósofos Octavio Derisi, Carlos Astrada y Miguel Ángel Virasoro; los novelistas Arturo Cancela y Pilar de Luzarreta  y los poetas Leopoldo Marechal,  José María Castiñeira de Dios, Antonio Puga Sabaté, Enrique Lavié, Héctor Villanueva, Raúl de Ezeiza Monasterio, María Granata  y Vicente Trípoli.  Y sobre todo será de destacar  la confluencia, frente a los  cambios en la estructura social que se verificaban por entonces,  de personalidades de diferente procedencia y pensamiento. Así  más allá de la clara línea editorial de signo oficialista a la que se hallaba adscripta y que de algún modo vinculaba a la mayoría de los colaboradores aunque no a todos,  puede entenderse la inclusión en sucesivos números, aparte de  los textos de los autores argentinos mencionados,  de la visión  latinoamericanista del mexicano José Vasconcelos, de las inquietudes sociales del brasileño Josué de Castro,  del boliviano Augusto Céspedes o del guatemalteco de clara adscripción izquierdista Miguel Ángel Asturias. Lo mismo que el aporte del filólogo gallego José Gabriel, de fuertes simpatías trotzquistas y durante la Guerra Civil adherido al Partido Obrero de Unificación Marxista, tan perseguido por los comisarios políticos y agentes enviados a la contienda española por Stalin. Y la presencia en el número  quinto de Ramón Gómez de la Serna con sus ismos a cuestas, lo que poca gracia debía causar a algunos lectores  que no pasarían de las novelas costumbristas del carlista José María de Pereda. Aunque “Sexto Continente” compensó en su última entrega  el antiacademicismo de Ramón, con la prosa académica del catalán franquista  Eugenio d´Ors.  Es curioso a la distancia comprobar que el nacionalista revolucionario Céspedes y el vindicador de los  mayas Asturias, coexistían en las páginas con el pro fascista rumano –aunque víctima del nazismo que lo recluyó en un campo de concentración- Vintila Horia y con el maurrasiano  y difusor del teórico de la huelga general revolucionaria George Sorel, Jaime María de Mahieu.  
     Se ha insinuado que “Sexto Continente” pretendió  ser la contracara cultural de SUR de Victoria Ocampo, de ideario liberal y sobre todo vocación europeizante. Por cierto detractores no le faltaron en su momento ni le faltan al presente y así el sociólogo Máximo Plotkin, en su libro “Freud en la pampa”, frente a la lista de los colaboradores y el tenor de sus textos  ha criticado la “mezcla incoherente de nacionalismo, nativismo, catolicismo derechista y elogios al régimen”. Algo que desde otro ángulo de análisis, bien podría juzgarse como una ausencia de sectarismo. Sucede que en la Argentina de casi setenta años atrás había ámbitos de encuentro más allá del reñido peronismo-antiperonismo e incluso de las vertientes, muchas veces hijas de antitéticas visiones que conformaron esos opuestos hasta hoy irreconciliables de la Argentina. Tales puntos de reunión, en ocasiones eran espacios físicos como la casa de la calle Charcas 4741 donde vivía Alfredo Palacios; tan socialista, agnóstico y admirador de la figura de Jesús de Nazareth, como demócrata y nacionalista con c. Allí era habitual la concurrencia a almorzar de notorias figuras del nacionalismo católico y asimismo de otras que nada tenían que ver con ese ideario sino al contrario. Como que llegaron a compartir la mesa por esos tiempos los nacionalistas Ignacio B. Anzoátegui, Hipólito Jesús Paz y el capellán militar R.P. Amancio González Paz, con el doctor Eleazar Levín, el poeta Arturo Capdevila de vieja tradición reformista, el mexicano Jesús Silva Herzog que presidió el comité petrolero en pro de  la nacionalización del hidrocarburo bajo el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas  y el escritor colombiano Germán Arciniegas, un americanista de centro acusado por el dictador Rojas Pinilla de comunista. 
     Da para meditar y más  para lamentarse  el hecho de advertir cómo el paso del tiempo enfrentó a personalidades de la cultura que en algún momento compartieron las páginas de “Sexto Continente”; una muestra de laboratorio de la explosión de idearios e ideales que marcó a sangre y fuego el clima posterior del país. Así su crítico cinematográfico Miguel P. Tato epilogó su carrera ejerciendo funciones de censor oficial en el burocrático Ente de Calificación Cinematográfica durante el gobierno de Isabel Perón y después con la dictadura. En tanto Armando Cascella se convertía en un “maldito” de la cultural oficial silenciado por muchos de sus exponentes de machacado liberalismo –sobre todo económico- que aceptaban de buena gana los cortes de las películas por Tato –podían disfrutarlas completas en Punta del Este-, y miraban para otro lado cuando el socialista Luis Pan, a cargo de Eudeba al comienzo del Proceso, ofrecía el tributo de millares de libros a Suárez Mason para ser quemados en una suerte de auto de fe. De igual modo, los caminos se habían separado a finales de los sesenta entre Carlos Astrada,  que se acercó al maoísmo, y  su amigo y colega Miguel Ángel Virasoro, traductor de Sartre, frente al perseverante socialcristianismo de Basilio Serrano y el severo escolasticismo de monseñor Derisi -quizá ajeno a la tesis de Maritain: “El tomismo no es de derecha ni de izquierda”- o el tradicionalismo esotérico de Vintila Horia. Y otro tanto cabe para la concepción antropológica  racista y nostálgica de la arianidad de de Mahieu, tan antitética del  indigenismo de Andrés Campanella y Di Lullo. Y ni qué hablar de la opción revolucionaria asumida hasta las últimas consecuencias por la propia Alicia Eguren en tanto Valentín Thiebaut, sucesor suyo en la coedición de “Sexto Continente” y sin duda con tanta buena fe como ella en su bando, colaboró en 1974 desde las funciones de director ejecutivo de EUDEBA, con la intervención a la Universidad de Buenos Aires del negacionista del Holocausto Alberto Ottalagano.

SONETISTA CATÓLICA Y MILITANTE RADICALIZADA

     Alicia Eguren nació en Buenos Aires en 1925 y fue víctima de desaparición forzada el 26 de enero de 1977. Se graduó como profesora de letras en la Facultad de Filosofía y Letras de  la UBA y publicó los libros de poemas: “El canto de la tierra” (1949), “Dios y el mundo” (1950), “El talud descuajado” (1951) y “Aquí, entre magras espigas” (1952). Además dio a conocer una obra de teatro: “La pregunta” (1949). Funcionaria de la Cancillería y casada con el diplomático y más arde experto en el conflicto árabe-israelí Pedro Catella, vivió en Inglaterra donde  cumplió funciones oficiales. María Seoane en su libro “Bravas”, una entrelazada biografía de Eguren y de Susana Lugones Aguirre: “Pirí” Lugones,  da cuenta que en la casa de Ernesto Palacio conoció al padre Leonardo Castellani,  que tanta influencia tuvo en su  desarrollo intelectual y fue su confesor. (Algo más  sobre ese vínculo está explicitado en el libro “Los zurdos y Castellani” (2012) de Pablo José Hernández).  Inquieta. Tan ávida de experiencias religiosas como de conocimientos y justicia terrena, la escritora y docente universitaria Graciela Maturo nos ha recordado en fecha reciente: “A Alicia Eguren, mayor que yo, la conocí personalmente en el Congreso de Filosofía del 49, al que asistí a mis 20 años, como alumna del 3er. año de Letras de la Universidad de Cuyo. Ya había nacido mi primer hijo, Tristán, y yo participaba no sólo como alumna sino por ser la esposa del profesor Alfonso Sola González, uno de los organizadores del Congreso, aunque él también era de Letras. Alicia era amiga suya.”
    En su poética se advierten las lecturas de los místicos y ascetas españoles, así como de los autores del renacimiento peninsular. Rasgos evidentes incluso en la métrica empleada en su inicial poemario: “El canto de la tierra”,  escrito íntegramente en liras que traen reminiscencias de Garcilazo. En tanto  los sonetos de “Dios y el mundo” documentan su dominio de esa forma estrófica. Una constante en la lírica de Eguren era el ideal del “beatus ille” manifestado en la reiterada inspiración bucólica, algo paradojal atendiendo a su historia posterior. Mujer de su tiempo, no le fue ajena la impronta del último modernismo que aquí supo enarbolar la Generación del Cuarenta oponiendo -con excepciones como la del rebelde  César Fernández Moreno- a los  vientos rupturistas un otro ondear de romántica melancolía  y en ocasiones de fondo telúrico. En algunos pasajes de la poética de Eguren el salto metafísico y religioso es dado desde el movilizante  plano existencial. Lejos de caer en el  parricidio literario, debió ser lectora del Horacio Rega Molina de “Domingos dibujados desde una ventana”, hecho verificable en estos alejandrinos: “”Con el rostro perplejo por el ángel y el diablo/ ahora, cuando crezco, cuando mi ser extingo,/ en esta gran dulzura por la que con Dios hablo/ me vuelca su sentido la tarde del domingo.
     Si bien inclinada  desde la juventud a la acción política, su encuentro con John William Cooke, con quien formó pareja algo después de separarse de Pedro Catella,  marcó en forma definitiva su vida. Amiga del Che Guevara en Cuba y figura icónica del llamado peronismo revolucionario liderado por el mayor Bernardo Alberte, fue capaz de cuestionar al jefe del movimiento en una carta abierta fechada el 4 de octubre de 1971. Alicia no admitía medias tintas. Su trayectoria de militante cada vez más radicalizada, no consumió  y al contrario avivó el fuego poético aunque ya no publicara versos. Vale para ella la sentencia de Gabriel Celaya: “La poesía es un instrumento, entre otros, para transformar el mundo”. Su sacrificio final demuestra que no hubo en su mensaje palabras vacías. Más que cantar la lucha ajena en cómoda actitud de burguesa “progre”,  forjó a golpes de martillo un canto de  insurrección. Lo había anunciado en el prólogo de “Aquí, entre magras espigas”: “mientras no reciba algún mandato más claro, humildemente, pienso llenar mi vida escribiendo”.  Hoy lo sigue haciendo en las hojas perennes del Árbol de la Justicia. 

(Carlos María Romero Sosa, se publicó en Calchaquimix, Salta,  el martes 25 de diciembre de 2018 y con alguna  mínima modificación en La Prensa el domingo 30 de diciembre de 2018.-)

                            

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