sábado, 23 de mayo de 2015

EDUARDO CARROLL Y “EL CRISTO DE LA PAMPA”





                                        Sobre el topónimo de “Pergamino”, la ciudad del norte bonaerense cabeza de partido de la que fue oriundo Eduardo Carroll, cuenta una tradición recogida por Pastor Obligado que su denominación provendría de haberse encontrado en la costa del arroyo próximo unos rollos  de ese material  así como unos libros en él forrados. Historiadores de la talla del padre Guillermo Furlong han abonado esta tesis.
                                         Curiosa circunstancia la descripta que permite imaginar, dando un salto a través de los siglos, el universo de los productos caligráficos e impresos;  y para el caso, significativamente vincular los escritos de un autor contemporáneo con leyendas a las que adornan reminiscencias bibliográficas que hacen al nombre de su legendaria cuna lugareña, patria chica también del doctor Arturo Umberto Illia, del sabio botánico Lorenzo Parodi,  de Atahualpa Yupanqui, del filósofo y teólogo Monseñor Octavio Nicolás Derisi, del humanista y pensador político Juan José Hernández Arregui o de la poeta y prosista Etna Pozzi. Casual o no la coincidencia entre el azar de la cuna y el asumido destino poético, lo cierto es que Carroll vino a la vida y se nutrió de los mensajes de la naturaleza en una tierra  referenciada  en su prehistoria con seculares manuscritos  y volúmenes  encuadernados en piel de res limpia de vellón.
                                         Empero también desde otra óptica vuelven a darse convergentes circunstancias al respecto, tal cuando se dejan aparte los siempre polémicos dominios de la toponimia y se recuerda, por ejemplo, la muy empleada tercera acepción del término “pergamino” que registra el Diccionario de la Real Academia Española: es decir como antecedentes nobiliarios de una familia o de una persona.  Algo que bien puede representar  una adecuada imagen y mejor aun hasta ser la exacta definición de  la obra del escritor evocado, refinada y culta, plena de abolengo criollo y  tradición pampeana; adentrada en el misterio de aquella “llanura metafísica” que dijera Enrique Larreta  y capaz de abarcar, sin grandilocuencia, la epifanía de esperanzados horizontes, impregnados, eso sí, como en un melancólico paisaje detenido a la hora del ángelus cuando “el campo confiesa su alma sentimental” en el verso de Pedro Miguel Obligado, por el sentimiento de orfandad ante aquel “Ángel demorado” del título de uno de los primeros  poemarios de Eduardo Carroll.
                                        Por la fecha de su nacimiento: el año 1934, podría  ser considerado desde el punto de vista cronológico en la Generación del Sesenta, la de Juan Gelman, Francisco Urondo y los poetas de El Pan Duro, todos de gran compromiso social y político. Su voz sin embargo no transcurrió por esos carriles y apenas en su libro “Las sombras defendidas” de 1992, hay un poema: “El exilio”, dedicado a la inolvidable Alicia Jurado, donde sin eufemismos habla de tiranos y déspotas: “vendiéndole la patria a los gusanos”. 
                                          Es que este poeta dado a atender las vibraciones más sutiles del espíritu, podría ser identificado mejor con la neorromántica  Generación del Cuarenta a varios de cuyos representantes, por edad sus hermanos algo mayores en las letras, trató y admiró.  Ya en la juventud, el lirismo que trasuntaba su labor inspiró a Juana de Ibarbourou un envío poético ofrendándole “un puñado/ De mi sensible, íntima ceniza”, para que guardara en su mesa de trabajo.
                                      Eduardo Carroll cantó en versos vividos y sufridos antes de volcarse al papel en los que es fácil advertir el kierkegardiano temor y temblor, sus propias experiencias e  inquietudes, al tiempo que narró en modélicos cuentos breves reunidos en “La curiosa facultad” (1991) -donde uno de ellos: “Antes que los ángeles”, está dedicado al compositor barcelonés radicado en Mendoza, Eduardo Grau- o en “Cuentos de suspenso en veinte estancias argentinas” (1994),  las siluetas difusas de los fantasmas que lo visitaban desde los rincones pueblerinos de la infancia o desde los suburbios porteños, como la Boca de los inmigrantes y  los  conventillos que resaltaban su cromatismo quinqueliano sobre el fondo oscurecido del Riachuelo de los navíos; el barrio transitado en sus caminatas de joven estudiante de medicina que solía visitar el Hospital Argerich.  La nota esencial  es que  todo ello, captado por él con penetrante sentimiento y aguda sensibilidad, se hizo arte con  tenue iluminación de destellos otoñales incitadores de añoranzas.  
                                Alejado y hasta desdeñando los dictados literarios -vaciados de contenidos de belleza y autenticidad- afines con las modas estéticas de ocasión, a practicar con diligencia digna de mejor causa por los violentos contra el arte merecedores del círculo del Infierno dantesco imaginado en el canto decimoséptimo, ofició su vocación lírica con la fuerza, la tensión, la intención y la gloria de su riquísima inspiración. Afianzado sobre la intuición certera de que el Hombre “es un gran nudo de poesía entre la tierra y Dios”, tal como recordó al prologarle “El Ángel demorado” su amigo en la devoción a Nuestra Señora la Poesía Julio Nicolás de Vedia, el que dio asimismo en caracterizarlo “tierno y sentimental como un moderno trovador de nuestros días”.
                                  En “El Cristo de la Pampa”, obra que mereció por exordio una página de Borges donde el maestro  concluye juzgando el libro como “un jalón que los historiadores de nuestra literatura no deben olvidar”, ese “mester de juglaría” alcanza la excelencia y Carroll se manifiesta a un tiempo orfebre del soneto y sabio decidor en esa clásica forma de  “cosas de fundamento”, por citar aquí el poema hernandiano. Su pluma se eleva en cada una de las catorce estaciones de un Vía Crucis Gaucho con mucho de invocación y amor patrio, como si siguiera la huella de Aquel que en Lucas 19: 41-44, lloró al contemplar la ciudad de Jerusalén  desde el Monte de los Olivos.
                                 No se trata de la epopeya de un homérico payador que expresara “la vida heroica de la raza”, como la que Leopoldo Lugones valorizó en 1916 en el Martín Fierro, sino de algo que está más próximo a una hagiografía que a una épica elevándose desde los planos de la metafísica hasta los sacudimientos de la ascética. Y no es que Carroll haya encarado una telúrica visión cristológica restringida a la idealizada recreación en la pampa indómita de la Pasión del Señor en un salto de tiempos y espacios, vale subrayarlo hoy que con tanta ligereza se habla de resignificación.
                               El poeta, consecuente con un  cristianismo que vistió con hábitos de humildad y despojamiento franciscanos, lejos de marchar tras un mundano prejuicio de originalidad se dejó trasportar, embelesar, atraer con impaciencia agustiniana por el Verbo Encarnado al experimentar en carne propia aquella premisa del Doctor de Hipona: “Señor, nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta descansar en Ti.” Y halló sufriente a Jesús Nazareno en los paisanos castigados por la sinrazón de la miseria material y deshumanizadora que atenta contra la pobreza de espíritu de la bienaventuranza, en una situación  que conoció y que su memoria recuperó desde esa única patria del hombre que es la niñez en la aseveración de Rilke. Haciéndolo mensuró tormento a tormento una “pampa en retirada” en la que ya sólo ha de quedar sitio para el anónimo sepulcro de su arquetipo: el gaucho vencido otra vez como Santos Vega, por la enemistad del progreso  disgregador y alienante frente al que no es posible ya ninguna ilusionada redención. Allí rezará el poeta asumiendo con penitencial empatía mejor que ejercitando un mero recurso literario, la primera persona del celebrante del sacrificio: “En mitad del amor soy el destierro,/ el cerrojo de un tiempo que yo cierro/ con silencio terrible y sin consuelo.”  
                             El testigo se hace protagonista y sostiene igual que un Cireneo el peso de la cruz del condenado, por lo que cobra en su vena sentido, vuelo, Gracia, el pasaje de Mateo 25: “Fui forastero y me hospedaste”. Como que paradójicamente degradado a esa condición fue quedando el hombre nativo de la tierra, donde tras agónicas leguas holladas anudando “distancia de troperos”, su sino trágico será morir con el recuerdo de “la cotidiana sed, los aguaceros/ y un pericón de lanzas en hilera” y no renacer. Ese es el emigrante sin puertas abiertas al futuro, al que Eduardo Carroll supo hospedar amorosamente en recios endecasílabos por el imperecedero milagro del arte.          
                
*****
                         No lo conocí, pese a que fuimos ambos vecinos del barrio de Recoleta. Y más que eso: habitamos por décadas a una cuadra de distancia, él en Pueyrredón 2190 en el mismo señorial edificio donde vivió Borges entre 1929 y 1939 y yo en la casa paterna de la contigua calle Laprida también a la altura de 2100. En su hogar Eduardo  animaba tertulias literarias, las reuniones del “Café Corrido” evocadas en una sesuda ponencia titulada Conjeturas sobre el ´Poema Conjetural´ que la escritora profesora Dolores de Durañona y Vedia leyó en el Acto de Clausura de la Semana de las Letras organizada por el Centro de Estudiantes de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, el 28 de septiembre de 2007.
                           Aparte de la entrañable Dolores de Durañona, tuvimos con Carroll varios otros amigos comunes; uno de ellos: Luis Ricardo Furlan, sonetista y gran estudioso de las generaciones literarias, lo retrató así a mi pedido: “en las décadas del cincuenta y sesenta…lo recuerdo como un joven cordial, casi bonachón, dueño de una singular condición amical. Su sola presencia modificaba toda solemnidad prevista, su apretón de manos se extendía en el abrazo fraterno, su ánimo siempre estaba predispuesto a celebrar el texto del cofrade. De su poesía me quedó el limpio lenguaje y la melodía interna de su claridad espiritual”.   
                    Además con Carroll actuamos con simultaneidad en las mismas instituciones culturales, como el Ateneo Popular de la Boca donde dejó la impronta de su personalidad y talento. En 1988 –ocho años antes de su muerte- esta entidad fundada por el historiador Eduardo J. Bucich en 1926 editó con prólogo del académico Antonio Requeni el libro “El soneto en la Argentina”, una suerte de antología del género. Con toda justicia allí pueden leerse tres composiciones extraídas de “El Cristo de la pampa” y me ruboriza mencionar aquí que hay otras tantas de mi cosecha, hecho debido sólo a la magnanimidad del recopilador, el poeta Horacio Turner. Pese a reconocerlo así me satisface y  honra el compartir esas lejanas páginas así como las de algún número de la revista Proa, publicación cuyo Consejo de Redacción integró, con tan valioso hombre de letras por quien llevaré abierta la herida de no haberlo tratado.   


(*) Texto leído por el autor en el Salón Anasagasti del Jockey Club de Buenos Aires, el 17 de marzo de 2015. 

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