viernes, 1 de mayo de 2015

EL JUICIO POLÍTICO A ANTONIO SAGARNA






                                    















                       


         
                              El pasado 11 octubre de 2014 se cumplieron ciento cuarenta años del nacimiento -en la entrerriana localidad de Nogoyá- del doctor Antonio Sagarna, jurista, historiador, docente universitaria y miembro de las Academias Nacionales de la Historia y de Derecho y Ciencias Sociales. En su provincia se afilió al partido radical a poco de concluir el bachillerato en el Colegio del Uruguay, instituto que fundó Urquiza y dirigieron figuras de la talla de Alberto Larroque o José Benjamin Zubiaur. En 1914, fue ministro de gobierno de Miguel Laurencena. Años más tarde  Marcelo T. de Alvear lo designó interventor de la Universidad de Córdoba y poco después, en reemplazo de Ireneo C. Marcó, desempeñó la cartera de Justicia e Instrucción Pública. También representó al país como embajador ante la República del Perú y desde 1928 integró la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
                                    A pesar de esa extensa trayectoria pública, al pronunciarse su nombre se lo asocia al juicio político que le entabló el peronismo en 1946, junto a los otros miembros del Alto Tribunal: Benito Nazar Anchorena y Roberto Repetto y al Procurador General Juan Álvarez.    
                                 Vale la pena recordar aquellos hechos en el presente, cuando con tanta facilidad se intenta desde el poder aplicar ese remedio constitucional extremo para amedrentar o directamente castigar a ciertos magistrados. Bien lo había anticipado Thomas Jefferson al destacar cuando se discutió la constitución de Filadelfia, que el juicio político puede representar una máquina formidable en manos de la fracción política dominante. (Más allá de que durante su gestión presidencial se lo promovió contra el juez Samuel Caza y que el propio Padre Fundador de los Estados Unidos de América  pretendió enjuiciar por traición a la patria al vicepresidente Burr.)
                               Le cupo al socialista Alfredo L. Palacios  actuar como defensor del acusado Sagarna, finalmente destituido del cargo. La labor del tribuno quedó plasmada en el libro “La Corte Suprema ante el Tribunal del Senado” (Buenos Aires, 1947), donde en algún pasaje elogió con hidalguía al senador peronista Pablo Ramella, el constitucionalista y escritor sanjuanino. Una frase sin embargo de Palacios, tal vez no registrada en la obra y sí en los periódicos de la época proferida después de que bajo amenaza de ser desalojado por la fuerza pública debió abandonar el lugar desde donde articulaba su defensa, da cuenta del ambiente en que se desarrolló aquel proceso: “cuando los acusadores son enemigos del acusado, no hay tribunal ni hay justicia”, exclamó a viva voz el primer diputado socialista de América.
                               No obstante las reprochables e indecorosas medidas que el oficialismo desplegó en la ocasión impidiendo la comparecencia de testigos y obstaculizando la labor del defensor, las que viciaron el proceso; con ecuanimidad deberá reconocerse hoy,  y ello al  alcanzar la ciudadanía alguna madurez democrática fruto de su ejercicio sin interrupciones desde 1983, que la famosa acordada de la Corte Suprema de fecha 10 de septiembre de 1930  que legitimó el poder “de facto” del dictador Uriburu mediante artilugios del tenor de “cualquiera que pueda ser el vicio o deficiencia de sus nombramientos o de su elección, fundándose en razones de policía  y necesidad”, o de “que el gobierno provisional que acaba de constituirse en el país, es pues, un gobierno de facto, cuyo título no puede ser judicialmente discutido  con éxito por las personas en cuanto ejercita la función administrativa y política derivada de su posesión de fuerza como resorte de orden y seguridad social”, abrió la caja de Pandora de buena parte de los males de la Argentina. En rigor no sólo de índole político como que el genocidio de los años setenta fue una cuestión moral antes que política.  Esa objetable tesis de aceptar como hecho consumado  “por razones de policía y necesidad”  la interrupción institucional -fundamento de la acusación de 1946-  representó un baldón para la República y en especial para la credibilidad de la justicia que lejos de encaminarse  hacia el arte de lo bueno y lo equitativo en la clásica definición del romano Juvencio Celso, se transformó en la salvaguarda de los dictadores.
                                Por lo mismo, mirándolo en perspectiva histórica, es  de lamentar la participación en la confección de ese instrumento de alguien carente de perfiles autoritarios y reaccionarios como Antonio Sagarna; máxime si nos remontamos a su tesis doctoral que versó, demostrando su espíritu progresista, sobre la inconstitucionalidad de la ley de extrañamiento de extranjeros por motivos políticos. Además este hijo de un trabajador rural  del que “suena a sarcasmo, llamarle representante de la oligarquía  o amigo del privilegio”, como enfatizó su defensor, demostró una probada vocación latinoamericanista según da cuenta su ensayo “La América Latina frente a sí misma”, un opúsculo que publicó la Universidad del Litoral en 1943 y escribió cuando pocos en el país miraban hacia el interior del Continente. También sostuvo un ideario imbuido en la mejor tradición federalista, la que supo exaltar en sus estudios históricos sobre la efímera República de Entre Ríos proclamada por el caudillo Francisco Ramírez  y disuelta en 1821 con la llegada del gobernador Lucio Mansilla. Y por si fuera poco estuvo consustanciado con las ideas solidarias del cooperativismo propuesto por el economista Charles Gide. Por eso quizá sea menester coincidir en que “el gobierno que lo acusó en un juicio político y lo destituyó, podría haber encontrado buena recepción en temas sociales  por parte de este honorable juez”, como escribió Héctor José Tanzi en su  “Historia ideológica de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (1930-1947)”. Y finalmente admitir que resultó ser peor el remedio que la enfermedad, porque si bien el pedido de juicio político que presentó el diputado Rodolfo Decker pudo tener razonabilidad en cuanto a que la Corte Suprema de Justicia no estuvo a la  altura de las circunstancias frente a los golpes de Estado  de 1930 y 1943, el proceso que siguió fue espurio y malintencionado como se desprende del fundado alegato de Palacios. Así pues, error a error en materia institucional o peor aún violación a violación del estado de Derecho se desquiciaron en el país los valores republicanos.
                                Antonio Sagarna murió en Buenos el 28 de junio de  1949. Para concluir anotaré que he hallado en el archivo paterno  varias cartas suyas fechadas a partir de 1943, demostrativas todas ellas de la generosidad intelectual y la sencillez de quien más allá de desempeñar en esos tiempos la más alta magistratura judicial, se aplicaba solícito a responder de su puño y letra y elogiar los primeros ensayos historiográficos surgidos de la pluma de su -para ese tiempo- veinteañero interlocutor epistolar.             

Carlos María Romero Sosa Se publicó en Salta Libre el 30 de diciembre de 2014.-

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