viernes, 27 de noviembre de 2015

HÉCTOR NEGRO: POESÍA, FÚTBOL Y AMISTAD





   Poeta del tango. Poeta del fútbol. Habitante de la nostalgia en los cafés porteños con volutas de humo que en su ascenso dibujan interrogantes; como aquel refugio con estaño situado en Callao 11 esquina Rivadavia, donde un buen día de la década del cincuenta recalaron los jóvenes de  El Pan Duro; aquel grupo que Héctor Negro integró, entre otros, con Juan Gelman, Hugo Ditaranto, Luis Navalesi, Humberto Costantini y una mujer: Juana Bignozzi, hace poco también fallecida. O como el Viejo Tortoni de Avenida de Mayo que inspiró sus versos musicalizados por Eladia Blázquez: “Tortoni de ahora, tan joven y antiguo,/ con algo de templo, de posta y de Bar./ Azul, recalada, si el fuego es el mismo,/ ¿quién dijo que acaso no sirve soñar?”
   Héctor Negro fue poeta desde que se dio a escribir versos con doce o trece años de edad, inspirado por el colorido de las murgas durante un carnaval de los años cuarenta: época del gobierno de Perón y del Partido Comunista en la oposición con el que simpatizó desde que en la niñez se despertó en él la conciencia social. Y ello quizá no bien traspuso los límites de Belgrano -el barrio de clase media donde nació un 27 de marzo de 1934- para descubrir además del romanticismo de los arrabales, la situación de pobreza de buena parte de sus pobladores. Porque Ismael Héctor Varela, tal era su verdadero nombre, como no podía ser de otro modo sin traicionar su propia sensibilidad y más puro espíritu solidario, fue un rebelde hombre de izquierda tan sincero y decidido como sus admirados guías Raúl González Tuñón y aquel bohemio genial e insomne buscador de la gloria del anonimato: David Álvarez Morgade, cuya impronta humana -y literaria- tanto marcó a la muchachada de El Pan Duro.
   Si el neorromanticismo de la Generación poética del 40 fue creando, a partir de la segunda mitad del siglo XX, un clima al que no pudo sustraerse parte de la canción popular ciudadana de la época, la que hasta demostró influencia garcialorquiana en las metáforas como en el caso de “Malena” de Homero Manzi, en  tiempos más próximos despuntaron al par que otros horizontes estéticos, renovados compromisos políticos y  Héctor Negro, que con valor de cuchillero borgeano defendió de los prestidigitadores del idioma y los contorsionistas del cripticismo su cuota de lirismo, a tono con la ensoñación barrial evocadora de un “Tiempo de tranvías tropezando el empedrado”, supo depositar entre los intersticios de su sentimental tono menor, la impronta revolucionaria de Pablo Neruda, al que evocó en un tango con música de Osvaldo Requena: “El alma profunda de Chile irredento,/ recorre tu voz./Y todo se torna poesía en tu acento,/ tan cerca del hombre y de Dios”.
  Lo traté poco y me siento apenado de que haya sido así, aunque compartimos algunas veces en el Ateneo Popular de la Boca recitales poéticos y lo encontré en varias oportunidades en actos celebrados en la Academia Porteña del Lunfardo, corporación en la que desde diciembre de 1990 ocupó, en calidad de miembro de número, el sillón “Carlos Mauricio Pacheco” que homenajea al creador uruguayo de sainetes. En cierta oportunidad escribí  en la revista Proa sobre su poesía futbolística y lo llamé entonces lenguaraz del fútbol, en el sentido de que dominaba las lenguas de la emoción y la pasión y era  traductor fiel de las mismas en sus páginas en verso, dedicadas al deporte de multitudes y a sus ídolos como Maradona: “Yo no sé que ángel pardo se asomó por Fiorito”, cantó a Diego. Poco antes, cuando advertí que me había citado en su libro “La verdad sobre el Pan Duro” (2007), le agradecí la gentileza. Lo cierto es que durante más de un quinquenio nos comunicamos con cierta periodicidad.  Habitaba en la calle Holmberg al 900, en Villa Ortúzar  antes de trasladarse a Aizpurúa al 2900 en  Villa Urquiza, el barrio celebrado en el título de un tango de Enrique Cadícamo que habla de  “Un porteño de buen porte (que) para el tango es muy cabrero”; y aunque Héctor Negro tenía menos que mediana estatura y tendencia a la obesidad, bien podría ser ese su retrato ya que por personalidad o aureola de poeta, su presencia resaltaba entre la gente.   

   Desde la primera de esas direcciones me envió por correo postal varios poemas y datos curiosos sobre amigos comunes, como el humanista Duilio Ferraro, que fuera su profesor de religión en la Escuela de Educación Técnica Otto Krause. (Estaba vigente entonces la enseñanza religiosa en los establecimientos oficiales impuesta desde la revolución de 1943.) Luego, avenidos o mejor dicho resignados ambos a los tiempos posmodernos, intercambiamos poesías e impresiones por Internet, algunas de estas últimas suyas en extremo reveladoras, como su visión admirativa del grupo literario Barrilete –al que perteneció Miguel Ángel Bustos, secuestrado en mayo de 1976 por la última dictadura-, grupo consolidado cuando El Pan Duro desapareció hacia 1964, y de uno de sus fundadores: Carlos Patiño, el poeta de “Esquinas silenciosas”, obra  que recibió el premio Casa de las Américas en Cuba. Pero la tecnología hizo lo suyo y la comunicación  se interrumpió súbitamente un par de años atrás, al cambiar uno de nosotros el e-mail. En la parte que me toca, el 15 de septiembre de 2015, al enterarme de su muerte por los periódicos, sentí lo ocioso que -por tardío- resultaba  lamentarlo

    Carlos María Romero Sosa 

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