Poeta del tango. Poeta del
fútbol. Habitante de la nostalgia en los cafés porteños con volutas de humo que
en su ascenso dibujan interrogantes; como aquel refugio con estaño situado en Callao
11 esquina Rivadavia, donde un buen día de la década del cincuenta recalaron los
jóvenes de El Pan Duro; aquel grupo que Héctor
Negro integró, entre otros, con Juan Gelman, Hugo Ditaranto, Luis Navalesi,
Humberto Costantini y una mujer: Juana Bignozzi, hace poco también fallecida. O
como el Viejo Tortoni de Avenida de Mayo que inspiró sus versos musicalizados
por Eladia Blázquez: “Tortoni de ahora,
tan joven y antiguo,/ con algo de templo, de posta y de Bar./ Azul, recalada,
si el fuego es el mismo,/ ¿quién dijo que acaso no sirve soñar?”
Héctor Negro fue poeta desde
que se dio a escribir versos con doce o trece años de edad, inspirado por el
colorido de las murgas durante un carnaval de los años cuarenta: época del
gobierno de Perón y del Partido Comunista en la oposición con el que simpatizó desde
que en la niñez se despertó en él la conciencia social. Y ello quizá no bien traspuso
los límites de Belgrano -el barrio de clase media donde nació un 27 de marzo de
1934- para descubrir además del romanticismo de los arrabales, la situación de pobreza
de buena parte de sus pobladores. Porque Ismael Héctor Varela, tal era su
verdadero nombre, como no podía ser de otro modo sin traicionar su propia sensibilidad
y más puro espíritu solidario, fue un rebelde hombre de izquierda tan sincero y
decidido como sus admirados guías Raúl González Tuñón y aquel bohemio genial e
insomne buscador de la gloria del anonimato: David Álvarez Morgade, cuya
impronta humana -y literaria- tanto marcó a la muchachada de El Pan Duro.
Si el neorromanticismo de la Generación poética del
40 fue creando, a partir de la segunda mitad del siglo XX, un clima al que no
pudo sustraerse parte de la canción popular ciudadana de la época, la que hasta
demostró influencia garcialorquiana en las metáforas como en el caso de
“Malena” de Homero Manzi, en tiempos más
próximos despuntaron al par que otros horizontes estéticos, renovados
compromisos políticos y Héctor Negro, que
con valor de cuchillero borgeano defendió de los prestidigitadores del idioma y
los contorsionistas del cripticismo su cuota de lirismo, a tono con la
ensoñación barrial evocadora de un “Tiempo
de tranvías tropezando el empedrado”,
supo depositar entre los intersticios de su sentimental tono menor, la impronta
revolucionaria de Pablo Neruda, al que evocó en un tango con música de Osvaldo
Requena: “El alma profunda de Chile irredento,/ recorre tu voz./Y todo se torna
poesía en tu acento,/ tan cerca del hombre y de Dios”.
Lo traté poco y me siento apenado
de que haya sido así, aunque compartimos algunas veces en el Ateneo Popular de la Boca recitales poéticos y lo
encontré en varias oportunidades en actos celebrados en la Academia Porteña
del Lunfardo, corporación en la que desde diciembre de 1990 ocupó, en calidad de
miembro de número, el sillón “Carlos Mauricio Pacheco” que homenajea al creador
uruguayo de sainetes. En cierta oportunidad escribí en la revista Proa sobre su poesía
futbolística y lo llamé entonces lenguaraz del fútbol, en el sentido de que
dominaba las lenguas de la emoción y la pasión y era traductor fiel de las mismas en sus páginas en
verso, dedicadas al deporte de multitudes y a sus ídolos como Maradona: “Yo no
sé que ángel pardo se asomó por Fiorito”, cantó a Diego. Poco antes, cuando
advertí que me había citado en su libro “La verdad sobre el Pan Duro” (2007),
le agradecí la gentileza. Lo cierto es que durante más de un quinquenio nos
comunicamos con cierta periodicidad. Habitaba
en la calle Holmberg al 900, en Villa Ortúzar antes de trasladarse a Aizpurúa al 2900 en Villa Urquiza, el barrio celebrado en el
título de un tango de Enrique Cadícamo que habla de “Un
porteño de buen porte (que) para el tango es muy cabrero”; y aunque Héctor Negro tenía menos
que mediana estatura y tendencia a la obesidad, bien podría ser ese su retrato
ya que por personalidad o aureola de poeta, su presencia resaltaba entre la
gente.
Desde la primera de esas
direcciones me envió por correo postal varios poemas y datos curiosos sobre
amigos comunes, como el humanista Duilio Ferraro, que fuera su profesor de
religión en la Escuela
de Educación Técnica Otto Krause. (Estaba vigente entonces la enseñanza
religiosa en los establecimientos oficiales impuesta desde la revolución de
1943.) Luego, avenidos o mejor dicho resignados ambos a los tiempos posmodernos,
intercambiamos poesías e impresiones por Internet, algunas de estas últimas suyas
en extremo reveladoras, como su visión admirativa del grupo literario Barrilete
–al que perteneció Miguel Ángel Bustos, secuestrado en mayo de 1976 por la
última dictadura-, grupo consolidado cuando El Pan Duro desapareció hacia 1964,
y de uno de sus fundadores: Carlos Patiño, el poeta de “Esquinas silenciosas”,
obra que recibió el premio Casa de las
Américas en Cuba. Pero la tecnología hizo lo suyo y la comunicación se interrumpió súbitamente un par de años
atrás, al cambiar uno de nosotros el e-mail. En la parte que me toca, el 15 de
septiembre de 2015, al enterarme de su muerte por los periódicos, sentí lo ocioso
que -por tardío- resultaba lamentarlo.
Carlos María Romero Sosa
Carlos María Romero Sosa
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