MI PADRE, EL DANTÓFILO MARIO
AMADEO, Y UN TRADUCTOR ARGENTINO DE LA DIVINA COMEDIA
A finales de
septiembre de 1957, mi padre, remitió
con destino a la biblioteca de la Sociedad Argentina de Estudios Dantescos
fundada seis años antes, y para entonces con sede en la calle Libertad 555, un
opúsculo de su propiedad -publicado en Salta en 1922- con el poema “A Dante Alighieri” del sacerdote
italiano Domingo Tamboleo. Acompañaba a esa donación una carta dirigida al
fundador y presidente de la entidad, Gherardo Marone (1891-1962), crítico y traductor al italiano del “Martín Fierro”
y de las novelas “La gloria de Don Ramiro” y “Zogoibi” de Enrique
Larreta. Le expresaba allí Carlos Gregorio Romero Sosa que de acuerdo con lo
conversado con varios de los miembros y colaboradores de la institución -quizá
Jorge Max Rohde, o José León Pagano, o su comprovinciano Juan Carlos García
Santillán, o Alberto Obligado Nazar, un sobrino de mi madre, la escritora y
periodista Lía Gomez Langenheim-, le
sería por demás grata su inclusión como orador en algún próximo ciclo de
conferencias. Ignoro porqué no se concretó la misma, al menos hasta 1963[1], pero conservo en
mi poder los apuntes de la proyectada charla sobre el arabista español Miguel
Asín Palacios y su obra “La escatología musulmana en la Divina Comedia”, erudito sobre el que tanto conversó
después con don Claudio Sánchez Albornoz cuando la visitaba en su departamento
de la calle Anchorena y Arenales.
Pasaron los años y en
diciembre de 1981, Mario Amadeo me obsequió su libro “Dante siempre”,
editado ese mismo año en Buenos Aires. La obra compendia y desarrolla las seis
conferencias del político, diplomático y hombre de letras argentino fallecido
en 1983, pronunciadas justamente en la
tribuna de la Sociedad Argentina de Estudios Dantescos. Recuerdo que mientras
me firmaba el ejemplar, mencionó cuánto
sentía la ausencia de algunos párrafos sobre Dante a lo largo de la
correspondencia sostenida con mi padre décadas atrás, un intercambio de cartas
más bien con consideraciones políticas y mechado con evocaciones de don Octavio
R. Amadeo y del sacerdote Juan José Iriarte Amadeo, un pariente común, que después
-en 1957- fue primer Obispo de
Reconquista y finalmente Arzobispo de Resistencia; un prelado que
influyó mucho sobre el padre Carlos Mujica y su opción por los pobres.
Lo cierto es que el
aludido correo se inició en diciembre de 1955 luego de la detención del ex canciller del defenestrado general Eduardo Lonardi
por un golpe palaciego dentro del golpe contra Perón, acusado Amadeo de
conspirar contra el gobierno del general Aramburu. Al memorar aquellas cartas vino a
demostrarme que conocía y tenía presente las inquietudes al respecto de su
lejano interlocutor epistolar, a la sazón un escritor treintañero de
diversificados intereses culturales que, en lo atinente a Dante, se intensificaron
a partir de los diálogos frecuentes en el claustro de profesores de la Escuela
Argentina de Periodismo con sus colegas los catedráticos Duilio Ferraro, con el
pensador nacional -discípulo de Rodolfo
Mondolfo- Juan José Hernández Arregui y con Luis Alberto Murray, gran lector
del florentino como lo prueban los epígrafes de la Commedia que
anteceden a varias de sus composiciones líricas así como su extenso poema en
endecasílabos “A Dante” incorporado en el libro
“De pie entre los relámpagos”.
Sin abusar de las
confidencias, me es grato hacer memoria de aquella mención paterna por parte
del autor de “Dante siempre” que
ahora releo y al hacerlo tomo nota, en primer lugar, de la
influencia del pensamiento del Alighieri sobre varias figuras del nacionalismo
conservador, maurrasiano y clerical argentino. Así, por ejemplo, será de
destacar que Ernesto Palacio tradujo del latín el tratado “Monarchia”. Que el antes mencionado
Juan Carlos García Santillán escribió entre otros muchos ensayos dantescos, “Influjos
del ’román courtois’ sobre la obra de Dante”. Que Tomás Casares -serio
tomista y no creo que maurrasiano- gustaba citar de memoria versos de la “Comedia”en
sus clases universitarias; sin olvidar tampoco que la introducción a la
traducción castellana del libro “Dante y la filosofía”, del pensador
tomista francés Étienne Gilson, corresponde al polémico Carlos A. Disandro, un
personaje ultramontano, “cismático” a juicio del padre Leonardo Castellani[2], situado a la
derecha de los nombrados y en especial del Mario Amadeo de los años finales, tan preocupado
durante la última dictadura por las violaciones de los derechos humanos y miembro permanente no gubernamental de la Comisión de Derechos Humanos de las
Naciones Unidas con asiento en Ginebra.
En cuanto a “Dante
siempre”, ya en las Palabras Preliminares se anuncia que las citas en
español de “La Divina Comedia” incluidas en los capítulos y antes en las
conferencias que los originaron, corresponden a las traducciones de Bartolomé
Mitre y de Ángel J. Battistessa, en realidad dos de las tres únicas completas
del poema hasta entonces llevadas a cabo en la Argentina y por argentinos, de tomar como tercera la algo arbitraria de
Francisco Soto y Calvo publicada en 1941 y de obviar por ser su autor italiano
aunque afincado un tiempo en Buenos Aires, la de Enrique Martorelli Francia
editada en México en 1967. Todo lo anotado antecede naturalmente la publicación en 2002 de la versión de
Antonio Jorge Milano; más allá de que también Jorge Max Rohde haya vertido al
castellano varios Cantos recogidos en su libro “Dante y su sombra”[3] y que
recientemente el poeta Jorge Aulicino dio a conocer, con ilustraciones de
Carlos Alonso, una original versión del poema inmortal de algún modo
argentinizado en el lenguaje por su pluma.
No es cuestión de
reseñar aquí el ensayo del doctor Amadeo
por no ser el presente trabajo una nota bibliográfica como la conceptuosa que
en su momento firmó en La Nación Ángel Mazzei[4]. Sin embargo, vale la pena puntualizar que las
cuatro secciones que lo componen, a
saber: Poeta y filósofo del imperio, El tema de la adversidad política, La
Madre Iglesia y El justiciero, revelan el profundo, antiguo y
decantado conocimiento del tema, tal
como se desprende de los novedosos enfoques y las precisas visiones y
revisiones de la biografía y la obra de Dante.
Ante su lectura, nadie podrá pasar por alto el hecho de que
Mario Amadeo creyó en la actividad política vivida por él con la pasión que inexorablemente conlleva
aciertos y equivocaciones. Sin tener una
actitud unidimensional, orientaba su
mucho saber en varios órdenes del conocimiento hacia la sustentación de las
nociones trascendentes de Nacionalidad, Universalidad, Libertad, Tradición y Bien Común. Hombre de mundo en el mejor
sentido de la expresión y persona de fe religiosa atenta a la advertencia del
profeta Isaías: “No se acuerden de
las cosas pasadas, no piensen en las cosas antiguas; yo estoy para hacer algo
nuevo”, no posaba de anacrónico, cosa rara entre los nacionalistas
argentinos que creían armarse caballeros de cara a las páginas del ruso
Nicolás Berdiaef de “Una Nueva Edad Media”, hallaban ejemplo de gobernante en Felipe II y
su “sentido profesional de la monarquía” -en verso de Ignacio B.
Anzoátegui-, de Pontífice en Alejandro
VI, según la óptica revisionista de Orestes Ferrara, o pretendían con cierta
iracundia a lo Juan Carlos Goyeneche la trasnochada reconstrucción del
Virreinato del Río de la Plata. Más sereno, más fogueado y más maduro si se
quiere, Amadeo supo acercarse al florentino después de equilibrar mente y
corazón, sin descontextualizarlo pero también sin desatender su realidad de observador contemporáneo
que ha
tomado nota de la enseñanza de los siglos. Eso sí, no ocultó bajo el deslumbramiento admirativo
sus “afinidades electivas” -para repetir a Goethe- con el carácter de Dante, que sentía amor y “fidelidad entrañable a la “patria
chica” que tan ingrata le había sido”.
Uno de los
temas desarrollados en el libro corresponde al principio de Monarquía Universal tal cual se desprende del “Discurso
de Justiniano”, al termino del Canto 5to. del Paraíso, luego de la subida
de los viajeros al “segundo reino” donde se hallan las almas de los que fueron
espíritus activos. Destaca entonces el comentarista argentino
que en el siguiente Canto -6to.- donde
Justiniano reprocha a Constantino
el traslado de la capital Imperial de Roma a Bizancio (y) “haber vuelto el
vuelo del águila contra el curso del cielo”, halla ocasión el propio Alighieri para
lamentar su entorno fragmentado y acusar por boca del codificador del Derecho
Romano a los gibelinos por su apropiación ilegítima de la autoridad imperial: Faccian
li ghibellin, faccian lor arte/ sott altro segno che mal segue quella/ che la
giustizia e lui diparte”.
El vuelo del águila -deduce entonces Amadeo- es una síntesis de las
vicisitudes.(…) El vuelo termina con la resurrección del Imperio y la victoria
del cristianismo: otro avizorado fin de la historia. Una perspectiva
rebatible hoy a la luz de la
experiencia, que enseña que nada da
garantías de mejorar el mundo. Como que por siglos, desde España hasta
Rusia pasando por Inglaterra, los soberanos se han llamado “Cristianos”, proclamación más
política que religiosa que poco repercutió
en la calidad y dignidad de vida de sus súbditos. Amadeo no objetará sin embargo aquel anhelo
medieval como condición de la plenitud terrenal, aunque tampoco, es
evidente, lo vio encarnarse en ninguna
experiencia política conocida. Lejos estaban los tiempos de la santificación de
la reaccionaria “Cruzada” franquista y de la dictadura de Oliveira Salazar por
sus viejos camaradas de ruta. En cambio
mostrará sus reservas a las tesis
del florentino en otras cuestiones: Esta doctrina -la supremacía de
Roma- resulta inaceptable en nuestro tiempo (…) La majestad de sus
monumentos artísticos y la veneración que inspira la historia gloriosa de la
Urbe no tienen proyección política”. Y sobre todo, aventados los prejuicios
autoritarios inherentes a su
nacionalismo de derecha, dudará
de que libertad se garantiza mejor si el gobierno se
concentra en un solo gobernante: “La historia nos muestra infinidad de ejemplos
de gobiernos arbitrarios ejercidos por una sola persona y la misma palabra
“tiranía” -empleada por Dante- se refiere con más frecuencia a una autoridad
unipersonal que a los gobiernos colectivos”.
Es de presumir que
los desengaños en materia política y el enfrentarse al “mundo roto” que
dimensionó Gabriel Marcel después de la Segunda Guerra, le dictaban a Mario
Amadeo rever posiciones juveniles y poner entre paréntesis esquemas y dogmas de
otrora. Sí asumía el desafío de imaginar el “contrapasso” dantesco -que
podría vincularse en algo con la “restitutio”, el elemento dinámico que
Santo Tomás de Aquino halla en la justicia conmutativa-; en equivalencia -ese “contrapasso”- con las culpas
sociales, no sólo individuales como la del cizañero trovador provenzal Beltrán
del Bornio[5]. Y es de inferir que
inspirado en Dante, también desvelara al comentarista representarse la
autoridad supranacional capaz de legislar y ejecutar parecida fórmula
penal. “Hemos visto -concluye- cómo
Dante Alighieri, que fue un ardiente patriota, propició la creación de una
autoridad universal dotada de poderes superiores a los Estados en cuanto fuere
necesaria para asegurar el bien común del género humano”. En los hechos,
claro está, el diplomático de carrera y embajador ante las Naciones Unidas
entre 1958 y 1962, se habrá esforzado por alejar de su espíritu el escepticismo
resultante de comprobar la incapacidad
del Organismo para detener conflictos bélicos y evitar violaciones de los
derechos humanos. Aunque ello no le hiciera perder la fe en sus semejantes, a
los que nunca calificó como el Alighieri de “mala semilla de Adán”, ni menos pensó con Sartre que el infierno
son los otros. Quién sabe si más allá de compartir poco en lo ideológico con Antonio Gramsci, no
lo haya comprendido al final y hasta
hecho suyo el “pesimismo por inteligencia y optimismo por voluntad” del
pensador marxista de “Diarios de la cárcel”.
********
En cambio de lo
relatado con Mario Amadeo, mi padre no conoció en forma personal y ni siquiera
por carta a Antonio Jorge Milano. Sin embargo no sería extraño que lo hubiera visto y hasta quizás que se hubieran
saludado en caso de encontrarse ambos en el ascensor o en la puerta del edificio
de Laprida al 2100, cuando Milano concurría a visitar al escribano Cabred,
nuestro vecino de piso, un hijo del médico alienista Domingo Cabred. De éste,
pese a que (Milano) tenía seis años en 1929 cuando murió, se consideraba
en muchos aspectos un discípulo y solía repetir su consejo: “Más asilos y
menos monografías”, de cara a la recurrente emergencia sanitaria del
país.
En efecto,
también Antonio después de graduarse en la Facultad de Medicina de Buenos Aires
en 1948, se orientó a la psiquiatría, especialidad que ejerció hasta entrados
los años ochenta en su consultorio del barrio de Belgrano y en la clínica San Gabriel -bajo su
dirección- en la localidad bonaerense de Adrogué. Por sus inquietudes múltiples que iban desde
las ciencias biológicas a las artes plásticas, desde los temas agrarios que lo
convocaban para la explotación de su establecimiento rural situado en el
uruguayo Departamento de Soriano, hasta la historia universal y la literatura y
desde la genealogía a los estudios dantescos, este porteño nacido en 1923
mantenía viva en sí la tradición de los psiquiatras argentinos de formación
multidisciplinaria y visión humanista.
Pese a su modestia tal vez tomó alguna conciencia de ello y de allí que no por
casualidad gustaba recordar a los
maestros de la disciplina José Ingenieros, Gonzalo Bosch, Arturo Ameghino, José
T. Borda, Alejandro Korn, Nerio Rojas,
Lucio. V. López; y también mencionar con
admiración y afecto a los colegas más próximos en el tiempo, como el sabio
Osvaldo Loudet, el neurólogo y psiquiatra Hernani Mandolini -el boquense autor
de “La tragedia heroica del genio”-, Marcos Victoria, el exiliado
español Ángel Garma o Julio Lardies González, historiador de la especialidad y
discípulo en España de Antonio Vallejo Nágera y de Pedro Laín Entralgo.
Antes de
retirarse de la profesión y a tiempo completo después, escribió y dio a la
imprenta obras de diversos géneros: “Diálogos de un psiquiatra y un poeta”
(1979) sobre sus conversaciones con la escritora Helena García de la Mata; la
traducción de “El personaje de la Colina”, de Helena García de la Mata
sobre grabados de Aída Carballo (2001), “Casa Milano de Amalfi” (2003),
un estudio histórico, genealógico y heráldico de su familia paterna o “Vidas”
(2005), ensayos biográfico-críticos sobre los creadores Alfredo Lazzari,
Antonio Sibellino, Víctor Cunsolo, Marcos Tiglio, Oscar Pedro Capristo, Rubén
Alberto Locaso y Enrique Luis Savio.
Si bien siempre
le interesó la figura de Dante y desde niño cultivó la lengua italiana, fue
después de una larga estadía en Italia cuando se trazó el plan de traducir “La
Divina Comedia”, un desafío que le demandó más de dos décadas de trabajo
sin interrupción. “Mi traducción fue hecha en continuidad: ningún día dejé
de trabajar en ella. Traducía aunque fuera diez minutos, cada día, hasta
durante los viajes: me acuerdo de haber traducido parte de un canto del Infierno en un hotel en Uruguay”, contó
en un reportaje en Página/12 el domingo
15 de junio de 2003. Lo efectuó con motivo de la aparición el año anterior
-editados por Grupo Editor Latinoamericano-
de los tres volúmenes de su versión de “La Divina Comedia”
con notas suyas y en “tercetos ritmados”, aunque sin la rima estricta de los
originales, según explicó el propio Milano en el prólogo. Entre otras
curiosidades, la obra además de recuperar en sus páginas las ilustraciones
clásicas de Botticelli, Gustavo Doré o William Blake, incluye otras de los artistas contemporáneos
Oscar Capristo, Clelia Speroni y María Cristina Criscuola.
Fue Oscar Capristo
precisamente, el que me vinculó con el
doctor Milano hacia mediados del año 2005 y, por esas vueltas de la vida que nunca sabremos si anudan o
libran de ataduras a la muerte, él y yo compartimos la tribuna del Ateneo
Popular de la Boca el 16 de septiembre de 2006, en un acto de homenaje
tributado al pintor y amigo común
fallecido el mes anterior. A partir de esa noche nos hablamos por teléfono más
a menudo que antes y nos vimos con asiduidad por el resto de ese mes y durante los
primeros días del siguiente. Le facilité en casa, donde venía siempre manejando
su automóvil, el libro de Mario Amadeo que con honestidad declaró no conocer. Pronto me hizo
llegar dedicada su traducción de “La
Divina Comedia” en su correspondiente estuche de cartulina. Un presente del
cual comprobé que además de la ejemplaridad
intelectual y laboriosidad a toda prueba que representa, es todo un
objeto estético y quién sabe sino mañana
una joya a disputarse por coleccionistas y bibliófilos.
A mediados de
octubre de ese año quedamos en visitarnos
cuando regresara él de su campo del Uruguay. El domingo 29 por la mañana
leí en La Nación dos avisos fúnebres que participaban de su fallecimiento un
par de días antes. Durante las jornadas siguientes busqué en los diarios una
nota necrológica en forma infructuosa. Entonces até cabos: tampoco se le dio
difusión a su versión de “La Divina Comedia”, un acontecimiento
cultural retaceado con mezquindad.
Concluí resignado
que la fama cabe en interesados espacios gráficos o televisivos, en tanto que
lo valioso en serio, aquello que honra al espíritu humano, anda felizmente
suelto y libre de estrategias comerciales quizás por la Eternidad...
(Carlos
María Romero Sosa. Se publicó en ÁPICES, Nro. 15. Buenos Aires, 2013)
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