viernes, 22 de julio de 2016

UNA ESCRITORA ARGENTINA Y SU HOMENAJE A BOLÍVAR EN EL PRIMER CENTENARIO DE SU MUERTE




   
                           Las jornadas de mediados de diciembre de 1930, llegaban con  varios temas como para discutir en la Argentina del primer golpe de Estado triunfante del siglo XX. Algunos de ellos eran de gran impacto internacional, así el levantamiento antimonárquico de Fermín Galán en Jaca (España), pronto reprimido con dureza y al que siguieron fusilamientos ejemplificadores. Y así otros de carácter cultural e histórico, como cierto ingente revisionismo sobre el debido tributo de reconocimiento a su gloria y de un más cabal conocimiento popular de la vida y la acción de Simón Bolívar, en oportunidad del centenario de su muerte, a cumplirse el 17 de diciembre. Precisamente en esa fecha, que caía en día miércoles, el desaparecido diario Crítica, de gran tirada en el país, titulaba en la cuarta página -actualizando la figura y el ideario republicano del vencedor de Carabobo-, en horas signadas por el autoritarismo: La reacción  en la América Latina no honra a Bolívar. Reseñaba a continuación el discurso que para celebrar al Libertador pronunciara en la víspera -en Berlín- el profesor Alfons Goldschmidt, con párrafos condenatorios para el militarismo sin grandeza de las dictaduras imperantes en Perú, Bolivia y Venezuela. (Sin duda por no pertenecer la República Argentina al ámbito bolivariano, se omitía  mencionar  el gobierno de facto del General José Félix Uriburu).   
                       
                           En rigor de verdad, por aquí apenas se hablaba entonces de Bolívar, aún sin monumento en la ciudad de Buenos Aires como que su estatua fundida en acero, obra del escultor José Fioravanti, se inauguró recién en 1942 en el Parque Rivadavia, casi en coincidencia  con el discurso pronunciado el 27 de octubre de 1942, en el Museo Histórico Nacional, por el presidente de la Academia Nacional de la Historia Ricardo Levene sobre La tradición bolivarista Argentina[1], donde lamentó la incomprensión recíproca de los celos nacionales y del criterio sectario de las vidas perpendiculares. Y continuaba Levene: Al erigirse  los monumentos de San Martín en Caracas y de Bolívar en Buenos Aires, () se cierra ese período polémico para entrar en el juicio definitivo de la posteridad, al consagrar el genio de los pueblos de Venezuela y la Argentina que encendieron la llama del genio de los dos libertadores 
                            Es que de algún modo se venía confrontando ambas figuras, al punto que la “Entrevista de Guayaquil” adquiría a los ojos de los lectores de textos históricos oficiales y educativos del tipo de la Historia de Grosso, dos caras nítidas y bien diferenciadas entre sí: la del éxito político por un lado y la del ejemplar renunciamiento  por el otro. Incluso la conocida décima inicial de “La retirada de Moquegua” de Rafael Obligado, el “Poeta Nacional”, había resumido y fijado en la mente de sucesivas generaciones argentinas esa visión un tanto maniquea sobre los máximos adalides de la Guerra por la Emancipación Americana: “Dijo San Martín, austero: /  -“Toma mi gloria” a Bolívar./ Y larga copa de acíbar/ fue a beber al extranjero.”/.
                          

                          Lo cierto es que más o menos cerca de aquel primer centenario bolivariano,  elaboraba   Ricardo Rojas “El Santo de la Espada”, título de su biografía sobre nuestro Padre de la Patria publicada en 1933.  Eran  tiempos cuando del colombiano Rafael Pombo muchos  memorizaban sus fábulas infantiles y desconocían el magistral soneto “A Bolívar” -a su estatua en Bogotá por Tenerani-: “¿Qué miras? Ya no hay pábulo de gloria/ que tu mirada fulminante encienda./ ¿A quién hablas? No hay alma que te entienda/ ni quien guarde tu acento en la memoria./”. Y hasta, sobre todo, cuando faltaban todavía años  y caminos  para que el venezolano Rufino Blanco Fombona hiciera pie  definitivo en estas tierras -donde falleció en 1944-  y escribiera  y difundiera en la Argentina un libro revelador: “El pensamiento vivo de Bolívar”.
                      
                       Pero sin embargo, en ese mes de diciembre de 1930, una periodista y escritora nacida en la localidad de Chascomús, en la pampa bonaerense, en el establecimiento rural que había pertenecido a su pariente Richard Black Newton (primer alambrador del campo argentino en 1845,  cuando todo el país era un camino en definición de Sarmiento): Flora del Carmen García Black de Gómez Langenheim (1884-1976), que firmaba sus crónicas y relatos con el seudónimo Carmen Arolf, anástrofe de su nombre [2], dio a conocer en un breve opúsculo de algo menos de veinte páginas -hoy totalmente agotado e inhallable- una Monografía del Libertador Simón Bolívar.
                       Expresaba allí resumiendo con gran honestidad intelectual lo antedicho sobre cierta tradición local reticente  a exaltar sin titubeos la gloria del prócer que “…el Bolívar que conocí de niña, descripto por historiadores poco celosos, era un Bolívar mezquino, ambicioso y hasta despiadado. ¡Cuán distinto me lo presentan hoy  Madiedo, Samper, Pi y Margall y otros¡ Y si alguno de ellos tiene severa censura  para las debilidades del Libertador  son en cambio justos y grandes con sus triunfos y sus glorias.
                       El trabajo  sin pretensiones eruditas de Carmen Arolf, quien a juicio de su compatriota la historiadora  Lily Sosa de Newton, -autora del Diccionario Biográfico de Mujeres Argentinas[3] - “…tuvo notable actuación en el mundo literario de su época por la importante producción conocida  a través del libro, y de diarios y revistas como La Nación, Para ti, Caras y Caretas, Plus Ultra y otras.. [4],  posee pues entre otras méritos de índole estrictamente literario, el de ir más allá de los lugares comunes hechos carne entonces en muchos espíritus  suramericanos, y ello en lo atinente al rescate de la  personalidad del creador de la Gran Colombia.

                        Además es curioso que mientras poco se hablaba de integración americana, al menos en estas latitudes,  y en cambio las elites culturales, económicas y políticas miraban embelesadas a Europa, alguien, una mujer nada menos, valorizara el ideario  americanista bolivariano y destacara la trascendencia del Congreso de Panamá de 1826. De igual modo es de resaltar que en épocas signadas por concepciones totalitarias y antidemocráticas se juzgara tan ejemplares aquellas afirmaciones del prócer consignadas en carta al General Antonio Páez: Yo no soy Napoleón ni quiero serlo; tampoco quiero imitarlo a Iturbide. Tales ejemplos serían indignos de mi gloria. El título de Libertador considero muy superior  a todo lo que ha inventado el orgullo humano. Por tanto no quiero degradarlo”. O que en contradicción con el mesianismo elitista del fascismo, que ganaba terreno y adhesión en el Viejo Mundo y contaba con réplicas locales que proponían declarar sin más la  “capitis diminutio” de la ciudadanía, un prejuicio justificador pronto en la Argentina del llamado “fraude patriótico” y coincidentemente de trasnochadas iniciativas a favor del voto calificado,  la escritora Carmen Arolf, a la sazón con estrechos vínculos familiares, profesionales y sociales con personalidades del régimen gobernante -alguno por demás polémico como Manuel Carlés, fundador de la Liga Patriótica Argentina- y que  “…pertenecía a una familia  que dio al país figuras de relieve en la medicina, en las letras y en la magistratura”, según subrayó el periódico La Nación al evocarla en el centenario de su natalicio, en mayo de 1984 [5],  se identificara tanto con la letra y el espíritu de lo dicho por Bolívar en circunstancia solemne al pueblo de Guayaquil: “Vosotros no sois culpables y ningún pueblo lo es nunca  porque el pueblo no desea más que justicia, reposo y libertad. Los sentimientos dañosos y erróneos pertenecen de ordinario a sus conductores. Estos son la causa de la calamidad política.”[6] 

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                    Contertulia de políticos como  Alfredo L. Palacios, Octavio Amadeo, José Camilo Crotto,  de destacados religiosos, escritores y figuras de la cultura en general de la talla de  Enrique Udaondo, Enrique Larreta, Carlos Ibarguren, Enrique Rivarola, Ricardo Rojas, Eleuterio Tiscornia, Gustavo Martínez Zuviría, Enrique de Gandía, Eduardo Mallea, Carlos Obligado, Juan P. Ramos, Leopoldo Marechal, Juan José de Soiza Reilly, Héctor Pedro Blomberg, Emma de la Barra (César Duayen), Giselle Shaw, María Alicia Domínguez, Olga de Adeler  o del novelista católico de origen venezolano Juan Carlos Moreno, -chestertoniano prosista de “Los casos del Padre Eudosio” y escritor viajero a las Islas Malvinas, radicado desde 1908 en la Argentina cuya ciudadanía adoptó- y del futuro Primer Cardenal argentino S. E. Rev.  Don Santiago Copello, Carmen Arolf  fue autora de libros de imaginación como la novela breve “Ana Teresa” (1925), muy a tono en el formato menor de la edición, en la ilustración de su tapa y sobre todo en la estructura folletinesca del argumento, su vuelo romántico y el subyacente  mensaje de orientación  feminista, con algunos títulos de las contemporáneas y difundidas colecciones “La novela semanal” y  “La novela de hoy“.  Cultivó el relato y la leyenda de proyección folclórica en “Haz de añoranzas“ (1935), “Matices sureños” -obra  aprobada para los cursos de castellano y literatura de los Colegios Nacionales y Escuelas Normales- (1936), “El Hada del Famatina” (1937) y “Evocaciones Argentinas” (1948). Historió y publicó la partida del “El primer matrimonio civil en la República Argentina”[7] -que había celebrado el Gobernador malvinense Luis Vernet en 1830-, divulgó algunas circunstancias poco conocidas de la muerte del General Juan Lavalle a partir  de las confidencias del Coronel  Máximo Cané, uno de los custodios de sus  despojos  hasta Bolivia[8] y reseñó la actuación del Capitán Lázaro Gómez del Canto Rospigliosi y sus hermanos durante las Invasiones Inglesas[9]. También recuperó  memorias y anécdotas de figuras  a las que conoció en su niñez y juventud como el Presidente Bartolomé Mitre, el Coronel Ramón Falcón -gran amigo de su padre y asiduo visitante a su propiedad rural situada en las inmediaciones de Sierra de la Ventana-, Rafael Obligado -su concuñado en razón de las nupcias del autor de Santos Vega con Isabel Gómez Langenheim-, José C. Paz, fundador del diario La Prensa o el médico y escritor sanjuanino Narciso Mallea, padre de Eduardo. Carmen Arolf escribió además comedias infantiles representadas en los primeros teatros vocacionales e independientes como el Aladino, orientado por la profesora María Lidia Varone del Curto.
                      Otra de las actividades en las que se destacó la autora recordada fue el periodismo, ejercido hasta su jubilación con el cargo de jefa de la sección Sociales y cronista del diario católico “El Pueblo”, fundado por el sacerdote redentorista  Federico Grote, el 1º de abril de 1900 y que desapareció en la década del cincuenta de la pasada centuria. En su ejercicio fueron oportunamente muy comentados sus esclarecedores reportajes a varias figuras extranjeras concurrentes al Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Buenos Aires en 1934  y, sobre todo, las crónicas satíricas y costumbristas  -menos realistas que las de su colega y amigo Josué Quesada- que escribía desde la veraniega Mar del Plata, todavía sin el multitudinario turismo social promovido por el Estado a través de los sindicatos obreros, y que iba a hacer su cabecera de playa en la ciudad atlántica -nunca más oportuna la imagen-  a partir del gobierno peronista iniciado en 1946.                        
                            Su hondo cristianismo y su particular sensibilidad forjaron en la escritora y en la mujer  una personalidad solidaria con los desprotegidos y marginados por los sectores de poder y despertaron una testigo atenta a difundir sus reclamos al igual que a interesarse por los presos, presas  y enfermos -era San Camilo de Lelis, creador en el Siglo XVI de la congregación de los Ministros de los enfermos (Camilos), una de sus mayores devociones religiosas-. De allí pues su antigua participación en las obras sociales católicas y su colaboración con Monseñor Miguel de Andrea en favor de las empleadas y de  la Casa de la Empleada Católica, instalada por este prelado en la ciudad de Buenos Aires. De allí también sus campañas de auxilio para los pueblos indígenas de la Patagonia, vinculándose con las labores de promoción de los aborígenes encabezadas por los sacerdotes salesianos herederos de los primeros misioneros enviados por Don Bosco al Sur Argentino. Y su franca simpatía por las actuaciones legislativas del Primer Diputado Socialista de América: Alfredo L. Palacios y de su compañero de bancada Carlos Sánchez Viamonte, gran defensor de las libertades públicas. Finalmente, su adhesión sincera y desinteresada junto a no muchas otras intelectuales de la época -y excepciones fueron Delfina Bunge de Gálvez, Pilar de Lusarreta, Alicia Eguren, Vera Pichel o las más jóvenes María Granata y Aurora Venturini- a los ideales de justicia social, elevación de la clase obrera y de la condición y dignidad de la mujer que tuvieron por abanderada a  Eva Perón. Precisamente Carmen Arolf conoció en persona a Evita, para cuya Fundación hizo donativos de material de lectura y con quien intercambió correspondencia. 
                             Por todo ello no es de extrañar que ya en 1930 haya sabido leer las entrelíneas, tanto en los estudios  más críticos cuanto en los de los apologistas de Simón Bolívar, y advertir entre las descripciones de sus batallas y los análisis caracterológicos más o menos fidedignos, las marcas de los afanes progresistas y filantrópicos en el racionalismo roussoniano del Libertador; y hasta las del socialismo humanitarista de su preceptor Simón Rodríguez, tan influido por el Contrato Social.
                            
                             De seguro sumó aún más interés por el biografiado la circunstancia de que el esposo de la escritora: el médico porteño Honorio P. Gómez Langenheim (1861-1950), había sido alumno aventajado y apadrinado en su tesis doctoral por el Profesor Doctor Rafael Herrera Vegas (1834-1910). Era éste un caraqueño radicado en el país desde 1871, el luctuoso año de la epidemia de fiebre amarilla. Había partido en su juventud a París junto a Camille Pissarro para estudiar allí pintura y fue en La Ciudad Luz bajo el alegre Imperio de Napoleón III, donde descubrió su vocación por la medicina. El doctor Herrera Vegas, que introdujo el uso del termómetro en la Argentina y presidió en Buenos Aires la Academia de Medicina, se había casado en Venezuela con Carmelita Palacios Vega, sobrina de Bolívar, de la que enviudó.[10]  
              
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                                 Para concluir, resta sólo asentar un testimonio personal e íntimo: si bien  Carmen Arolf  representaba en mi niñez alguien que firmaba en diarios como La Nación, La Prensa y otros medios periodísticos, cuentos y leyendas nativistas, al despojarse en la vida doméstica y hogareña del seudónimo literario era entonces sólo y sobre todo Mi Abuela -por vía materna- en extremo cariñosa y que colmaba de obsequios a sus nietos. Recién en los años adolescentes pude unir en el recuerdo a ambas; y descubrir tras las realizaciones culturales de la trabajadora de las letras, las edificantes enseñanzas de vida de la mujer a secas y viceversa. Por eso, como nunca es tarde para ejercitar devociones patrióticas y familiares, dado  que el término “Patria” remite a “Pater” en sentido de mayores y antepasados, releo ahora los amarillentos originales en mi poder del ensayo bolivariano suscripto hace casi ocho décadas por quien, siendo yo pequeño, me contó la historia del Grande Hombre que había tenido éxitos y que asimismo -tal llegó a sospechar él decepcionado- había “arado en el mar”. Quizá -era la moraleja a deducir del relato de la abuela, y que hoy en la edad madura bien alcanzo a comprender- para asumir en la medida de su genio y de su estrella, el ambiguo destino común a los mortales.   
  
                                                                             
(CARLOS MARIA ROMERO SOSA. SE PUBLICÓ EN HISTORIA, Nro 107. SEPTIEMBRE-NOVIEMBRE DE 2007)



[1]           Publicado por la Academia Nacional de la Historia, en 15 páginas. Buenos Aires, 1943. 
[2]            Seudónimos de Escritoras Argentinas. Diccionario, Tesler, Mario. Págs. 28 y 214; 1997, ED. Dunken, Buenos Aires (Rep. Argentina)
[3]           
[4]            Testimonios y Antología de Lía Gómez Langenheim, Ediciones del Ateneo Popular de la Boca, Pág. 104. Buenos Aires (Rep. Argentina) 2001
[5]            Centenario de Carmen Arolf, Diario La Nación, Sección Actualidad Literaria del 20 de mayo de 1984
[6]            CARMEN AROLF Doña  Flora del Carmen García Black de Gómez Langenheim- trabajo comentado sobre Bolívar.
[7]     “Haz de añoranzas“.- Imprenta López, Buenos Aires (R.A.) 1935, páginas 13/22.-
[8]     “El Hada del Famatina”, Imprenta López , Buenos Aires (R.A.), 1937, páginas  120/124.-
[9]     “Lázaro Gómez y sus hermanos en la Reconquista”, en el diario “Democracia“, Buenos Aires (R.A.) jueves 8 de septiembre de 1949, página 8.-
[10]        “Nuevo Diccionario Biográfico Argentino 1770-1930“, Cutolo, Vicente Osvaldo.-  Tomo III, Buenos  Aires (R.A.) 1971. Editorial ELCHE, página 583.-

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