“SHERLOCK HOLMES EN BUENOS AIRES”, de ENRIQUE ESPINA RAWSON: COSTUMBRISMO
Y MISTERIO (*)
De cara a una novela policial se suele tener
curiosidad, incluso morbosidad y difícilmente nostalgia. Sin embargo frente a “Sherlock Holmes en Buenos
Aires” de Enrique Espina Rawson, primó en mí el último de los sentimientos. No deseo
ser autorreferencial pero sucede que, como muchos de mi generación, relaciono al
mítico detective con mi infancia y sin
duda con lo mejor de ella: el descubrimiento de los libros y de la lectura.
Porque las primeras obras de las que me compenetré fueron precisamente sus
aventuras escritas por Sir Arthur Conan Doyle. Incluso lo entrañable para mí es
que no llegué a esas historias por casualidad o revolviendo en la biblioteca de
casa. Fue mi madre quien puso en mis manos, a mis siete años, los dos tomos de
tapa dura publicados por la
Biblioteca de La
Nación , que a su vez ella había leído de chica y que se
iniciaban con la historia de “Un escándalo en Bohemia”.
A poco y
fatigados esos volúmenes comencé a requerir caprichoso que se me proveyera de
otras aventuras del hombre de la pipa y el violín; y así recibí en una Navidad el
obsequio de “Un estudio en escarlata” y de “La señal de los cuatro” –lectura
para las vacaciones, subrayaron mis mayores-
cuando el boletín escolar del Colegio San Agustín que debía firmar mi
padre anunció que había pasado de grado.
Debo reconocer que las lecturas
de Sherlock Holmes no solamente me transportaron a los crímenes y demás delitos
con sus resoluciones de tipo racional, sino que también me condujeron a países
lejanos cuando el mundo no estaba globalizado y redoblaba mi fantasía imaginar los
distantes territorios de Inglaterra y Estados Unidos y los más exóticos de Afganistán,
India o Australia, que de uno u otro modo aparecen mencionados en los relatos.
Con el paso de
los años otras inquietudes y cada vez más exigentes estudios pusieron entre
paréntesis la temática policial, poco a poco alojada en el arcón de los
recuerdos infantiles. Aunque no archivé del todo a Sherlock Holmes, ni hubiera
sido posible hacerlo toda vez que su figura me salía al paso fatalmente. Ora al
leer a Borges en la adolescencia, ora al descubrir más tarde una biografía del
sabueso británico publicada en 1992 y compuesta por un argentino: el médico
Miguel Mateos. Ora al disfrutar de la trama de “Elemental doctor Freud” del
norteamericano Nicholas Meyer o incluso al leer un artículo de Julián Marías
donde el filósofo contaba que durante la convalecencia de una enfermedad se
dedicó a releer íntegro a Conan Doyle y gustar de nuevo del intacto suspenso en
el Londres brumoso y transitado por coches de caballo. Aparte advirtió el
pensador español cómo funcionaban de bien ciertas actividades en la sociedad
victoriana, por ejemplo el correo ya que
los telegramas iban y venían con gran rapidez desde y hacia Baker Street 221 B.
Sé que el yo es
odioso y pido disculpas por esta introducción. Voy al libro que presentamos.
*****
Para los que
tenemos el privilegio de gozar del trato frecuente de Enrique Espina Rawson y que
venimos siguiendo desde tiempo atrás su magisterio escrito, oral y radial en
dos de las materias de su dominio: el tango y la figura de Carlos Gardel, aunque
nos entusiasmó la lectura de “Sherlock Holmes en Buenos
Aires”, una novela policial con suspenso e interrogantes, auspiciosamente
prologada por Darío Falú, en rigor de verdad y conociendo la jugada y bien conjugada
porteñidad de Enrique, en todos los tiempos de su historia quizá eterna porque
también a él se le hace cuento que empezó Buenos Aires, no nos ha llamado la
atención la acertada recreación del personaje inmortal que es Sherlock Holmes.
“Este ser casi mitológico (que) está
construido sobre el caballero Dupin de Edgar Allan Poe, pero goza de una
vitalidad que no tiene su predecesor”,
en definición del autor de “El Aleph” que figura en la “Introducción a la
literatura inglesa”, escrita en colaboración con María Esther Vázquez.
Y si no nos
asombró el verosímil traslado de Sherlock a nuestra ciudad es porque Espina
Rawson, además de imaginar –o descubrir, vamos a darle crédito a sus
dichos- otra aventura suya y de su alter
ego el doctor Watson, al ambientarla en Buenos Aires pinta con pluma amena y ajustada
carga costumbrista sin pintoresquismo chillón, un ámbito ciudadano que conoce y
ama: aquel en el que nuestros abuelos desarrollaron sus existencias sin
premuras posmodernas ni sentimientos
líquidos según la terminología de Sygmunt Bauman; y tal lo fueron los hogares por
ellos fundados sobre principios y valores de los que provenimos. Es por eso que
con originalidad el libro toma distancia de los ambientes agobiantes, sombríos,
lúgubres, tan propios de la novela negra norteamericana.
Por algunas pistas –y
ello nunca mejor tratándose de una historia detectivesca- es de sospechar que
la acción debió desarrollarse en la última década del siglo XIX, época de nítidos contrastes,
como ser la opulencia de las clases dirigentes y el conflicto social en ciernes,
los vástagos del patriciado dados al ocio en París y los inmigrantes
laboriosos, algunos en vías de ascenso social con hijos ya en la universidad y pronto
desempeñando cargos de preeminencia merced a una limitada pero posible
movilidad social. Tiempo en que era un ayer no más la Gran Aldea que pintó
Lucio Vicente López y tiempo en que se trataba de cerrar la pesadilla de la
especulación bursátil y la corrupción que retrató Julián Martel en “La bolsa”.
Tiempo de revoluciones radicales y de la fundación del Partido Socialista y de
su órgano periodístico “La
Vanguardia ”; y ello mientras Miguel Cané pergeñaba el texto
de la Ley de
Residencia aprobada en 1902. Un tiempo algo posterior a la inauguración de la Avenida de Mayo y cuando
Canning –hoy Scalabrini Ortiz- se llamaba todavía Calle del Ministro Inglés y
Alfredo Lázzari testimoniaba en un cuadro de su pincel la confluencia casi
suburbana de esa arteria y la Avenida Las
Heras frente a la Penitenciaría
Nacional. Era por
entonces Jefe de Policía de la
Capital el General Manuel Campos, disfrazado en la novela bajo
el nombre de General Bermúdez.
Como en los actos
de presentaciones y en las notas bibliográficas corresponde hablar del libro en
cuestión pero no contarlo, buscaremos algunos atajos hacia él. Diremos entonces
que se sabe y el que mejor lo sabía era Sherlock, y antes su padre literario Conan
Doyle y primero de todo el analítico doctor Joseph Bell, su profesor en la Universidad de
Edimburgo: no hay casualidades. Lo que sí hay es mensajes provengan de dónde
provengan y resulta oportuno recordar aquí que Sir Arthur Conan Doyle era espiritista.
Aunque sin
llegar a cuestiones de tanto sacudimiento espiritual, cabe proponer la tesis de que aparte de ser esta novela
de pura ficción, lleva explícitos e
implícitos los homenajes. Entre los explícitos dado que las referencias a ciertas
figuras reales trascienden la mera escenografía, están por cierto los
tributados a nuestro sutilísimo escritor José S. Álvarez “Fray Mocho”, integrado
como un personaje más a la narración, al sabio Juan Vucetich, creador del
método dactiloscópico, e incluso a la Policía de la Capital , a la que pronto
se conocería como “la primera del mundo” y que ya contaba en sus filas con destacadas
figuras como los después comisarios César Etcheverry o Antonio Ballvé.
Y en cuanto a los
segundos, no es forzado suponer que el
recurso mismo que desencadena la acción de la novela, cual es partir de un recuperado
texto, homenajea a Miguel de Cervantes.
Sí, quizá represente una ofrenda a quien en el capítulo IX de su obra inmortal, asentó la conocida
referencia al hallazgo en el alcaná de Toledo de un cartapacio con la “Historia
de Don Quijote de la Mancha
escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.” Sucede que en cambio del Manco de Lepanto que
requirió la traducción de un moro
aljamiado, Enrique vertió al castellano o al rioplatense mejor dicho, los
apuntes, suponemos que en inglés, del doctor Watson. Y qué decir sobre la sospecha
de otros homenajes: por ejemplo el que debe haberlo a esa novela policial que
décadas atrás dio una vuelta de tuerca al género; y naturalmente por ese camino
asimismo a su recientemente fallecido autor Umberto Eco, creador del holmeniano
personaje de Guillermo de Baskerville, aquel franciscano lector del nominalista
Ockham. Homenaje por cierto a contrario sensu, porque sabido es que en “El
nombre de la rosa” no se parte de un misterioso texto sino que al revés hay una
búsqueda del presunto y aristotélico “Tratado de la risa”.
Para volver a los capítulos de Espina Rawson, subráyese
que resulta un mérito particular que alguien tan buen conocedor de nuestra
ciudad y su historia haya dosificado el costumbrismo. Holmes recorre Florida,
la del “pavimento sonoro/ (que) sintió trotar el tronco de potros de
Inglaterra” en la visión de Rubén Darío; goza del baile del tango en Montevideo;
como buen clubman británico concurre al viejo Jockey Club y al Club del
Progreso y hasta advierte la existencia de los conventillos, no mucho más
lúgubres que los sórdidos albergues de los barrios bajos londinenses de la era
victoriana y eduardina. Esos conventillos sobre los que tomó nota con visión
progresista y justiciera el higienista Guillermo Rawson, un ilustre pariente de
Enrique. Pero al detective nada lo distrae
del compromiso y el desafío investigativo: visita sospechosos, interroga,
analiza, deduce siempre y el hilo
narrativo va por allí. Y no es sólo un frío razonador el que se nos presenta sino
que hasta tiene gestos de quijotesca piedad o ya, algo argentinizado, de
criolla gauchada.
Ahora sin
adelantar el argumento iremos a un punto crucial: hay una joya en cuestión y a muy
buen puerto fueron los empresarios que solicitaron los servicios del habitante
de Baker Street 221B ya que tiene antecedentes en la resolución de cuestiones
de tal índole, como que un par de
aventuras de Sherlock Holmes están vinculadas a la sustracción de joyas: “La
corona de berilos” y “El carbunclo azul.” Y no diremos más.
Leamos pues
esta obra con el interés que nos promete desde el inicio, sin defraudar ni trampear porque hay formas de resolución en
que ninguna novela policial debe incurrir como bien lo sabían Chesterton y los
demás miembros del London Detection Club que proponían el juego limpio en el
género. Advirtamos que precisamente por
avanzar con ansiedad en sus páginas se llegará al final con cierta tristeza: otra
vez Sherlock Holmes, igual que en sus historias que devorábamos en la infancia,
habrá quedado entonces en el recuerdo, sino
en la nostalgia que es la primera sangre del recuerdo vertida por la inflexible
espada del tiempo cuando se la desenvaina en los atardeceres.-
(*)
Carlos María Romero Sosa. Texto de la
presentación de la novela de Enrique Espina Rawson en el acto celebrado en la Sociedad Argentina
de Escritores, el 17 de marzo de 2016.- Se publicó en Calchaquimix el 5 de mayo
de 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario