El 14 de junio último falleció en la ciudad de Buenos Aires, meses antes de cumplir 93 años, el profesor
doctor Julio César Otaegui, maestro del
Derecho Comercial que enseñó durante décadas en la Universidad Católica
Argentina de la que fue Vicerrector y donde formó numerosos discípulos.
Como publicista enriqueció la disciplina con libros fundamentales, así: “Administración
societaria” (1979); “Concentración societaria” (1984); y, anteriormente: “Fusión y escisión de
sociedades comerciales”, publicado en 1976
con prólogo de Jaime L. Anaya,
otro relevante comercialista argentino. Esta obra constituye una exposición
razonada y crítica de las mencionadas instituciones según las legisló en 1972
la ley 19550.
El doctor Otaegui fue un ejemplo de estudioso que lejos de aislarse
en su gabinete, estuvo abierto a los desafíos que propone -e impone- el mundo actual con su
imparable dinámica que tanto repercute en el plano social y consecuentemente en
el ámbito jurídico. Sabía que es tarea de los doctrinarios del derecho así como
de los legisladores y los magistrados –actuó como Conjuez de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación-, mirar con espíritu abierto esos procesos de
cambio. A la vez que entendía que la mejor forma de responder
a ellos será bregando porque los valores de la Justicia y la Equidad no se
diluyan en la vorágine de modernizar y adecuar ciertos conceptos jurídicos a
los datos de una realidad no siempre racional con permiso de Hegel en el
prefacio de su “Filosofía del Derecho”.
De
allí que Otaegui expresara en alguna ocasión: “El Derecho Comercial es una
disciplina compleja en la medida que
tiende a mantener principios irrenunciables y a atender a realidades insoslayables.” Y tanto más
vale lo dicho tratándose de una rama del derecho que hace a la organización
económica de la comunidad y debe regular
cuestiones lindantes con el espíritu de lucro impulsando normas contra la
concentración monopólica, la cartelización que contradice el principio de la
libre competencia y resulta una práctica en extremo desleal para con los consumidores o el
enmascaramiento de actividades ilícitas bajo las figuras societarias. También
le cabe promover, desalentando la especulación financiera, normativas en favor
de la empresa -organización de capital y trabajo, o de medios personales,
materiales e inmateriales tal cual la define la Ley de Contrato de Trabajo en
el Art. 5- y atender a la consiguiente responsabilidad empresaria. Fiel a su
visión cristiana y socialcristiana enfocada en el bien común, Otaegui
diferenció el precio óptimo que
resulta del libre acuerdo entre las partes contratantes en un mercado
configurado por la libre concurrencia, del precio justo elaborado por el
Derecho Canónico y que subordina la economía a la ética.
Entre otras distinciones, el doctor Otaegui que había dirigido el Colegio de Abogados de
la Ciudad de Buenos Aires, recibió en 2006 el premio que otorga la Fundación
Konex en la especialidad Derecho Comercial y Laboral. Entre 2007 y 2009
presidió la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires
fundada en 1908 y en la que había ingresado el 23 de septiembre de 1999 en el sitial “Estanislao Zeballos” con un
discurso de incorporación, pronunciado en sesión pública el 27 de abril de
2000, sobre “El grupo societario”.
Sucedió en la presidencia de la corporación al constitucionalista Alberto Rodríguez Galán y al finalizar su período lo sustituyó el penalista Eduardo Aguirre Obarrio.
UN
HOMENAJE ACADÉMICO A ZEBALLOS
Cuando el 13 de mayo de 2002 las Academias Nacionales rindieron
homenaje a Estanislao
S. Zeballos en
la sede de
la Academia Nacional de la
Historia, Julio César Otaegui figuró
como orador por la de Derecho junto a
Santiago Sanz y Pedro Luis Barcia que lo hicieron en nombre de la de la
Historia y la de Letras
respectivamente. Su discurso, publicado en los Anales de la ANDyCS (Segunda época,
Año XLVII-Nro. 40, 2002), versó sobre la personalidad jurídica y humana de este
intelectual de la Generación del Ochenta nacido en Rosario en 1854 y fallecido
en Liverpool en 1923: “Servicio de la
Patria nos lo llevó muy lejos,/ y en ataúd sombrío nos lo devuelve el mar”, cantó
elegiaco entonces Arturo Capdevila.
Como idea fuerza de la exposición,
sostuvo Otaegui que el jurista, diplomático, legislador, antropólogo, escritor, periodista -redactor de La Prensa desde que se fundara el diario al que
dirigió en 1874 y donde presidió desde 1915 su Instituto Popular de
Conferencias-, Decano de la Facultad de Derecho de la UBA y pionero en su
juventud de la Reforma Universitaria, “fue no sólo un varón justo y fuerte
sino también prudente”; y al remarcar esta última virtud como
síntesis de su equilibrado genio de estadista, marcó sin decirlo la idea de “fhrónesis” en tanto sabiduría práctica inherente al
hombre de Estado que desarrolló Platón en “La República”,
Aristóteles en la “Etica a Nicómaco” y que Santo
Tomás, tan bien leído y asimilado por el orador, llama “Recta ratio agibilium”: recta razón de las cosas agibles.
Fundó en antecedentes históricos
el saber obrar político del evocado, que se verificó, por ejemplo, en su
participación -en 1889- como miembro de la Comisión Nacional de Legislación de
la Cámara de Diputados en la reforma del Código de Comercio de 1862. En la
ocasión se confrontaron los proyectos de
Sixto Villegas y Vicente Quesada por un lado y el más innovador de Lisandro
Segovia por otro. La Comisión, a
instancias de Zeballos, optó por el evolucionismo implícito en el de Villegas y
Quesada plasmado al cabo en el Código de 1890 según la ley 2637, que incluía la
primera Ley de Quiebras. La elección se
debió a que mantenía según la redacción original de Acevedo y Vélez Sarsfield,
las disposiciones que no fuesen de imprescindible modificación.
Precisamente esa actitud
moderada que alguien podría
tachar de conservadora, pero a
la que Otaegui consideró una muestra cabal de prudencia evolucionista capaz de
impartir “una lección de justicia cuando
postuló el Derecho Privado Humano”. En consecuencia, el Código así modificado representó a juicio
del comentarista un servicio al país y
porqué no, una enseñanza para los
tiempos actuales de globalización en que se torna imperioso fortalecer el campo
del Derecho Privado. Claro que otros estudiosos
no han pensado así alertando sobre los efectos que se derivan de la
postura privatista, como ser la extraterritorialidad del domicilio en el orden
privado de las empresas de capital extranjero sobre cuya intromisión en la
política argentina había manifestado ya sus temores el propio Zeballos en 1909.
Si en mucho para Otaegui “dio lecciones de justicia, fortaleza y prudencia” y si quizá hasta pueda
discutirse lo absoluto de la definición, resulta indudable que Zeballos fue honesto
en sus convicciones y que perseveró en sus ideales patrióticos de soberanía
territorial. Hombre de su tiempo y perteneciente a la elite social de la que
sentía orgulloso –presidió la Sociedad Rural Argentina-, por supuesto que hay
mucho de contradictorio en él: su conservadurismo político que en
nada desentonaba con la ideología positivista y darwinista en los límites con
el racismo del que fuera entusiasta promotor de la Conquista del Desierto por el
General Roca, empresa que anticipó con su obra “La conquista de quince mil
leguas”, y estudioso de los pueblos originarios tratados en sus investigaciones
de campo como fenómenos etnográficos, cuestionó no obstante “la conducta indigna de ciertos agentes del Estado observadas respecto
de las tribus indígenas”; en tanto que el liberal por formación, en materia
económica no trepidó en promover la nacionalización de una vía ferroviaria
británica: “Soy partidario de la
expropiación del Gran Ferrocarril del Sur”; y que el mismo que en alguna
publicación mostró su reaccionarismo frente
a las huelgas obreras, preconizó en la Revista de Derecho, Historia y Letras: “la nacionalización de todos nuestros valores
y de todo nuestro trabajo”
Al filo de su exposición, Otaegui elogió del
que fuera presidente de la Cámara de Diputados de la Nación
en 1889, representante
diplomático y Canciller en los gabinetes de Juárez Celman, Pellegrini
y Figueroa Alcorta, su actuación descollante en el campo del Derecho Internacional Público. Ciertamente una ponderación
compartida por los historiadores Ricardo Caillet Bois, Roberto Etchepareborda,
Julio Irazusta o Gustavo Ferrari, aunque objetada entre otros, por Miguel Ángel Scenna y Pablo Lacoste que juzgaron a Zeballos en extremo agresivo
con Brasil y Chile fiel a negar la
“Diplomacia desarmada” y haberse opuesto
en 1902 a la firma de los Pactos de Mayo
con el país trasandino.
Cabe
concluir resaltando un hecho curioso: el disertante vino al mundo pocos días después
que el futuro patrono de su sitial en la Academia Nacional de Derecho muriera
en Inglaterra. Nadie podría imaginar en ese octubre luctuoso para la República,
que el recién nacido Julio César Otaegui iba a recoger la antorcha de Zeballos en pos del desarrollo de la Ciencia Jurídica y del ideal de Justicia,
es decir en pos de la Civilización.
(CARLOS MARÍA ROMERO SOSA, se publicó en LA PRENSA, el 24 de julio de 2016)
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