domingo, 11 de septiembre de 2016

UN OLVIDADO DIRECTOR DE LA BIBLIOTECA NACIONAL






“Una vida consagrada por entero al estudio fue la del doctor Carlos F. Melo. Y a designio damos latitud a su expresión, porque la necesita para abarcar todos los campos en que su actividad intelectual fue fecunda”.
La Prensa, 3 de octubre de 1931               



                                                                                                      José Luis Torres, el periodista y escritor tucumano del que nadie podrá decir que no reivindicó causas nobles como el amor a la Patria y a los sectores populares hambreados por obra de “La oligarquía maléfica”, según la calificara en uno de sus polémicos libros, obsequió en 1942 a mi padre el texto de un poema mecanografiado de Carlos F. Melo titulado “Meditación”.  Le manifestó entonces que había llegado a sus manos de las de su comprovinciano Juan B. Terán, quien lo recibió a su vez del propio autor poco antes de morir éste, el 2 de octubre de 1931 mientras ejercía el cargo de Director de la Biblioteca Nacional en reemplazo de Paul Groussac.
                                                                          Ignoro si la lectura de los catorce versos de ese soneto, habrá despertado en el recipiendario final la inquietud por conocer el resto de  la polifacética obra de Carlos Melo, o  si en cambio llegaron a él, precisamente como suerte de reconocimiento a su devoción por la labor del político, jurista, docente, filósofo y helenista, natural de la entrerriana ciudad de Diamante donde nació en 1872, hijo de un marino que actuó bajo las órdenes de Guillermo Brown. Lo cierto es que Carlos Gregorio Romero Sosa reunió en su biblioteca porteña varios libros  del poeta de “Espuma” (1906) y “Las aguas de Mara” (1926), el sabio  prosista de “Hermes” (1925) o “El renacimiento de Occitania” (1930), el filósofo jurídico de “La jurídica y su primer principio” (1926) y el pensador sentencioso de concisión casi aforística de “Piedras rotas” (1928).
                                                                        La desmemoria del país se cierne también hoy sobre la figura de Carlos Francisco Melo, quien fuera diputado nacional radical por la Capital Federal entre 1916 y 1920 y que en su mandato proyectó -entre otras cuestiones trascendentes- la nacionalización del petróleo y el carbón, iniciativa que también propiciaron sus colegas Rodolfo Moreno y el socialista Antonio De Tomaso;  la fijación de precios máximos para algunos productos alimenticios; logró que se activara la construcción del edificio de arquitectura gótica de la Avenida Las Heras destinado a Facultad de Derecho (hoy de Ingeniería)  y hasta puso a consideración del recinto el texto de una reforma constitucional, que entre otros puntos disponía que la elección de la fórmula presidencial debía ser directa y no por medio de Colegio Electoral. En disidencia con la política de Hipólito Yrigoyen constituyó con otros correligionarios la Unión Cívica Radical Principista, partido que lo ungió para competir  por la Vicepresidencia de la Nación en fórmula encabezada por Miguel Laurencena en las elecciones de 1922. Entre 1920 y 1921 fue presidente de la Universidad Nacional de La Plata, enseñó Psicología en el Colegio Nacional Mariano Moreno y desempeñó las cátedras de Filosofía del Derecho e Historia de las Instituciones Jurídicas en la Facultad de Derecho de la UBA donde se había graduado  en 1897. Su magisterio con mucho de Paideia  formativa de los valores del espíritu -dando fe como Sócrates de que la virtud moral puede aprenderse-  y no puramente informativa a imperio de un enciclopedismo datístico, supo calar  hondo en sus alumnos, varios de los cuales accedieron al grado de  discípulos  a punto tal que a poco de su muerte aparecieron sendos volúmenes de homenaje suscriptos por dos de ellos: “Doctor Carlos F. Melo. Recuerdos”, de Francisco  J. de Olguín en 1933, y “Carlos F. Melo. El maestro, el filósofo, el poeta. Algunos rasgos íntimos”, de Bartolomé Galíndez en 1934.  
                                            Hombre ético por excelencia, no trepidó en renunciamientos cuando la conciencia del deber le marcaba hacerlos. Así lo hizo con la postulación a una senaduría, por entender que no debía representar a cierta provincia de la que no era oriundo y poco conocía sobre sus problemas más allá de estar en ella colegiado como abogado.
                                           La influencia del pensamiento positivista no le impedía atisbar platónicamente y con intuición algo esotérica otra realidad más allá de la alcanzada por la experiencia: “En la cima de la pirámide científica se colocan los grandes sentimientos morales de la humanidad; el de lo verdadero, el de lo bello, el del bien”, escribió en su obra sobre el químico Pedro Berthelot: “La filosofía de una vida” (1927). Aunque justo es decirlo, esgrimió en oportunidades prejuicios propios del comtismo, sazonados con otros de corte lombrosiano y reminiscencias del Conde de Gobineau y su teoría sobre la desigualdad de las razas humanas. Y así de acuerdo con lo anotado por Andrés H. Reggiani,  llegó a manifestarse en la Cámara de Diputados contra las “lacras” y los “desechos sociales de la guerra” al tratarse en 1919 la reforma de la Ley de Inmigración. O antes, en 1909, en una conferencia sobre “La cuestión Perú-Boliviana y la política internacional argentina”,   un resabio de   darwinismo social vigente en el lector de Spencer le hizo sostener, coincidiendo en anatemizar la diplomacia desarmada con su amigo Estanislao S. Zeballos al que suplantó en la dirección de la Revista de Derecho, Historia y Letras, que “la vida, desgraciadamente es ya una lucha con la naturaleza y a veces también con los hombres”.

VIAJERO INTELECTUAL AL PAÍS DE OCC

                                                          Sin embargo, cuando el poeta en el verso y en la prosa vencían al puro cientificista y decantaban en la letra escrita las inquietudes de un espíritu superior que intuía, con Chesterton, que hay una sola cosa imprescindible: todo, se revela  en sus páginas el apasionado por el misterio que hasta intentó un frustrado viaje de estudio a la isla de Pascua en 1925 y el humanista que centraba su interés y su fe en el hombre augurando la Paz Universal producto del progreso y mostraba solidaridad con el padecimiento de sus semejantes de todo tiempo y lugar.
                                                            Será esa identificación con vencidos y olvidados por la historia la que le dictó su obra póstuma: “La resurrección de Occitania”, erudito estudio sobre el País de Occ, su lengua y la poesía trovadoresca, que adelantó en una exposición  pronunciada en el Instituto Popular de Conferencias de La Prensa, el 25 de junio de 1930, ocasión en que  fue presentado por Carlos Ibarguren.
                                                             Liberal respetuoso de las opiniones y credos ajenos, estudió  sin prejuicios en el citado libro la significación religiosa, política y cultural de la cosmovisión albigense que irrumpió y se expandió por la zona de la Provenza y cuyos fieles  fueron  vencidos en la sangrienta batalla de Muret por Simón de Montfort en el año 1213.  Carlos Melo analizó el tema pocos años antes que Hilaire Belloc publicara “Las grandes herejías” entre las que incluyó a los katharos o albigenses, mostrándose el argentino más interesado en reivindicar un momento estelar de una cultura del Viejo Mundo, simbolizada en la lírica de los trovadores tan admirada por Dante y Petrarca,  que en idealizar como Belloc la presunta unidad espiritual de la Europa contemporáneamente al acceso al poder del nacionalsocialismo con sus delirios criminales. Lector y traductor del premio Nobel  Frédéric Mistral y de otros poetas del Felibrige,  queda constancia en las páginas de “La resurrección de Occitania” de una voluntad de  desentrañar la  justicia histórica al hacer revisionismo  sobre hechos y personajes de siete siglos atrás.         
                                                                 Moderno y rubendarianamente cosmopolita  con mucho de griego clásico y algo de romano perseguidor de la estoica ataraxia, Melo mostró su escepticismo y afán de despojamiento en los crípticos sonetos de “Las aguas de Mara”, en varios de los que, no por casualidad, va a reiterar  como un “leitmotiv” el término “vano”. Coherente con esa filosofía será el homenaje lírico a Catón “el estoico” y el hecho de que antes que celebrar fastos palaciegos o reparar en las princesas y los marqueses que adornaron el estilo del modernismo, prefirió imaginar tanto la abdicación de Carlos V, haciéndole decir al Emperador quizá a la puerta del Monasterio de Yuste: “De la vil existencia asqueado llego”; cuanto  también la del Zar Nicolás II, penitente bajo “La carga de injusticias seculares” cometidas contra el pueblo ruso.
                                                              Las múltiples inquietudes culturales y científicas de Carlos F. Melo no lo distrajeron de la persecución de su propio centro para ponerlo en armonía con el cosmos. Consciente de la brevedad de la vida y de la sin razón de toda vanidad como enseña el Eclesiastés, supo que el Bien constituye el valor supremo y  fiel a ello concluyó aquella “Meditación” mencionada al comienzo y conservada como un trofeo por mi padre, con los siguientes versos que trasmiten su aspiración de perfección: “Ser héroe como Heracles, a la Aurora;/ en el Zénit, filósofo y poeta;/ y a la aureola de la Tarde, santo”.                                                                                                

(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa, el 11 de septiembre de 2016)                           

                            

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