martes, 27 de diciembre de 2016

GUILLERMO DE LA PLAZA: UNA LABOR DIPLOMÁTICA DIGNA DE RECUERDOLO



                                                        Una buena noticia: los presidentes Mauricio Macri y Tabaré Vazquez decidieron luego de su última reunión dejar atrás los conflictos bilaterales,  que en rigor de verdad no fueron pocos en la historia de las relaciones entre los dos países. Será debido a ese accidentado cuanto a la vez íntimo e inquebrantable vínculo, que la República Argentina en varias ocasiones envió a Montevideo notables figuras como representantes diplomáticos.
                                                        Así, fue  nuestro embajador a fines del siglo XIX  Roque Sáenz Peña; y en el XX relucen las gestiones del historiador Roberto Levillier, de Alfredo Palacios, del político reformista Gabriel del Mazo, de Diógenes Taboada, del hombre de prensa  riojano Adolfo Lanús o del ex vicepresidente de la Nación Carlos Humberto Perette. Ello sin olvidar otras actuaciones igualmente constructivas entre las cabe recordar, en especial, la cumplida durante ocho años por Guillermo de la Plaza (1918-2011), designado en 1974 por el presidente Perón que en su primer mandato había enviado a Montevideo al ingeniero Luis H. Yrigoyen. (Sobre este hijo del ex presidente Hipólito Yrigoyen, justo es decirlo, pesan actualmente acusaciones de haberse negado a repatriar un contingente de judíos argentinos cuando se hallaba destinado en Berlín durante la Segundo Guerra Mundial).   
                                                     En su libro “La Patria fue mi causa” (1985), donde parafraseando al Protector de los Pueblos Libres se reconoció Guillermo de la Plazaargentino de la tierra de Artigas”,  dio cuenta de su paso por el Palacio Berro -la sede hasta hace algunos años de la Embajada Argentina- entre cuyos logros pueden enumerarse: haber posibilitado la firma del Tratado del Río de la Plata y su Frente Marítimo -acuerdo que inició su pariente Victorino de la Plaza en 1910 cuando era canciller de Figueroa Alcorta-, concretar la represa de Salto Grande, los puentes sobre el río Uruguay, el Convenio de Cooperación Económica y el de Seguridad Social, testimonios todos, según sus palabras, “de que serví –con lealtad y buenos resultados- las instrucciones del entonces Presidente de los argentinos”.
                                                          El doctor Guillermo de la Plaza, un convencido americanista, fue asimismo Embajador en Bolivia y  en tiempos de Raúl Alfonsín en el Líbano, cuando arreciaba la guerra civil en el país de Medio Oriente. También se había desempeñado como Interventor Federal en Formosa en 1957 y Subsecretario de Relaciones Exteriores en las postrimerías del gobierno del general Lanusse.
                                      
                                                     Se amalgamaban en él un temperamento conciliador y el ideario democrático  cada día más afirmado  en su espíritu; sobre todo cuando  repasaba entristecido la historia de los desencuentros argentinos, según dan cuenta los artículos editoriales que firmó bajo el seudónimo Moreno del Calchaquí en los doce números de la revista “Patria: un lenguaje común para el entendimiento” que se editó entre 1980 y 1983 bajo la dirección de Carlos Gregorio Romero Sosa. Comentaba con cierta tristeza en la intimidad don Guillermo, que más de un antiperonista irreductible como lo había sido él en su juventud, le cuestionó su colaboración con el tercer gobierno del líder de los trabajadores en el cargo de embajador. 
                                                         A este diplomático profesional ufanado de la sangre salteña que corría en sus venas y lleno de orgullo por el inmediato parentesco de sus mayores con el presidente Victorino de la Plaza, tuve el gusto de tratarlo en sus últimos años. Elijo recordarlo hoy sin pecar de infidelidad para con su ideario indudablemente de derecha liberal, enseñándome una fotografía autografiada por su amigo el presidente revolucionario boliviano general Juan José Torres, un nacionalista de izquierda exiliado aquí donde fue secuestrado y asesinado en el marco del Plan Cóndor, el 2 de junio de 1976.


            (Carlos María Romero Sosa. Se publicó en La Prensa el 27 de octubre de 2016)

domingo, 18 de diciembre de 2016

ALEJANDRO CABRAL: UN ARTE PARA HOSPEDAR SECRETOS HOMENAJES





                                            El punto de partida fue una historia que conoció el artista desde la primera niñez: un diplomático dominicano destinado en el Uruguay condecoró en 1947 en Montevideo a Eva Perón -al  regreso de su gira europea- con la Orden del Mérito en grado de Gran Cruz de Oro. Sólo que el diplomático, a poco trasladado a Buenos Aires, era Manuel del Cabral, el poeta universal de Compadre Mon, uno de los primeros y mayores referentes de la literatura de la negritud y alguien con un claro compromiso ético y social tanto en su vida privada como  en su producción literaria. El hijo, Alejandro Cabral, nacido en Buenos Aires en 1958 pero pronto afincado en Santo Domingo donde reside y ocupó allí la subdirección del Museo de Arte Contemporáneo, es un destacado artista plástico que desde los veinte años de edad realiza muestras individuales y colectivas dentro y fuera de la República Dominicana.
                                                  Ahora exhibe su colorida, no figurativa –salvo un muy realista retrato de Eva- y siempre impactante pintura en el un salón del Museo Evita de la ciudad de Buenos Aires.  La muestra corresponde a la serie de sus creaciones en acrílico reunidas bajo el título Los huéspedes secretos; algo que constituye un doble homenaje, tanto a la  abanderada de las reivindicaciones populares, cuanto al poeta autor de sus días, el que así llamó a uno de sus libros más conocidos y de mayor contenido social publicado en 1951. 
                                        Los veinte trabajos expuestos dan cuenta de una inspiración que halla su vía de escape y no de contención en los tonos cromáticos altos y en la deconstrucción menos intelectualizada que en actitud afectiva, dada a captar y jerarquizar valores. Porque hay pasión vital en cada uno de sus cuadros, pero contando a priori con el fatal deshojamiento de esa fuerza interior que tiende a desdibujarse hasta la dispersión o el apaciguamiento a imagen de los huracanes tropicales.
                                            Alejandro Cabral concentra y sostiene la pasión en la confluencia de sus trazos  dispersos, diversos e indefinidos, pero nunca desasidos del marco que los contiene según la fórmula   kantiana del espacio: forma de todos los fenómenos del sentido externo. Aunque los fondos coloreados no actúan aquí o no parecen hacerlo sólo como condiciones necesarias de las imágenes incorporadas, llenas de sugestiva indeterminación y atrapadas en función quizá de condensaciones oníricas. Sobre esos fondos se destacan los primeros planos de figuras que lejos de desprenderse de aquéllos, se integran, marcan contactos, vínculos misteriosos entre los datos caóticos del inconsciente generador del automatismo al materializarse y visibilizarse a través de símbolos. O bien de alegorías a captar sin la pretensión de organizarlas -es decir de desmitificarlas-  ante la imposición del sentido común de una realidad -la del mundo actual- que en tantos aspectos carece de razón suficiente.
                                           Hay también una tentación amnésica, de hacer tabula rasa mental e ignorar preconcebidos contornos, es decir límites impuestos  por poderes oscuros sean interiores o ajenos. Algo traducible en las palabras de Manuel del Cabral, disparadoras de la serie: Por no tener memoria es que soy original. Una originalidad que en el caso del maestro Alejandro Cabral es creatividad, desafío constante y lucha contra la rutina como que nada hay inercial, fruto del puro oficio y sin acción en su obra.-


(Carlos María Romero Sosa, se publicó en SALTA LIBRE el 26 de noviembre de 2012)          

DOS JUECES HUMANISTAS EN LA CORTE SUPREMA


                                                 Si hay lugares comunes como para obviar por buen gusto, también, de cuando en vez en compensación, se encienden datos orientadores en el mundo de la vida que no deben pasarse  por alto. En ese sentido  posee  ya otra guía  la República en la memoria  del doctor Carlos Fayt, cuya existencia representó hasta el final la dignidad, la consecuencia en los valores de  Justicia  y Libertad y la laboriosidad sin descanso.
                                                   La ciudadanía no suele tener en mente la integración de la Corte Suprema de Justicia de la Nación; sin embargo su nombre  mereció el conocimiento y el respeto del público, algo no común fuera de los ambientes jurídicos, políticos o periodísticos.  Y lo curioso es que esto ocurrió con alguien  cuya palabra rectora se conocía en general sólo por sus ponderados votos o por sus decenas de libros ricos en doctrina. Lujosamente hablamos del juez Fayt y su independencia frente a los gobiernos de turno durante sus treinta y dos años de ejercicio en nuestro máximo tribunal, como en los Estados Unidos se habla del juez Holmes, conocido por igual circunstancia como El Gran Disidente, que permaneció por treinta en la Corte norteamericana. Sólo que a diferencia de Oliver Holmes, el argentino no se embanderó en un realismo que privilegiaba la fuerza del Estado y por el contrario creía que la jurisprudencia -su campo de acción constitucional- debía tomar nota y acompañar sin demagogia los progresos sociales fiel al precepto latino “Ex facto oritur ius”: de los hechos surge el derecho. De tal convicción nacieron sus decisorios memorables en contra de toda discriminación, como cuando se pronunció a favor de que se concediera personería jurídica a la Confederación Homosexual Argentina o cuando admitió volviendo sobre sus propios pasos, que no debía ser criminalizada la tenencia de estupefacientes para consumo personal.
                                                  En tanto estudioso de la ciencia política, investigó en un libro “La naturaleza del peronismo”; y más allá de las severas críticas que recorren sus páginas,  en el prólogo a la segunda edición de 2007, dio cuenta de pretender examinar, cosa que hizo  más objetivo que prejuicioso: “los acontecimientos que culminaron con el advenimiento de los trabajadores a la vida política y social de la Argentina”, o sea reconociendo ese avance social que se verificó en los hechos durante el primer justicialismo. Pero la incomprensión del peronismo por parte de cierta izquierda de la que provenía Fayt  y la sectaria postura de este movimiento hacia la izquierda democrática, quedan aquí también patentes en función de aporías. De la vieja guardia del Partido Socialista, apenas Manuel Ugarte que fue embajador de Perón, Enrique Dickman, expulsado de las filas partidarias por el sector de derecha ghioldista y en alguna medida Alfredo Palacios después de la Revolución Cubana con la que mostró solidaridad, pudieron  entender  algo del contradictorio fenómeno  peronista.  
                                               Lo curioso o no tanto, es que la hombría de bien, la visión humanista de Fayt y su decoro, pueden hallar paralelismo con los atributos morales e intelectuales de otro jurista y escritor de nota que integró asimismo, entre 1975 y 1976, la Corte Suprema de Justicia. Pese a tener vertientes políticas y hasta religiosas distintas: de raíz socialista y escéptico uno, peronista y católico militante el otro, no es forzado identificar aquellas virtudes con las que poseyó en grado de excelencia el doctor Pablo Antonio Ramella  (1906-1993); inolvidable para los que tuvimos el privilegio de tratarlo. Ramella fue senador nacional peronista por la provincia de San Juan de su radicación desde 1930 y convencional constituyente para la reforma constitucional de 1949; además de ministro y juez provincial en San Juan y decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Cuyo. En 1955, la llamada “Revolución Libertadora” lo encarceló durante dos años. En prisión, me lo refirió hacia 1989 en una carta, se dedicó a releer a Dante; y lo cierto es que la admiración y el estudio del florentino y su obra  nunca lo abandonaron y en 1985 dio a conocer  en libro “Un soneto de Dante”.
           
                                 Si de su idoneidad técnica dan prueba  su extensa bibliografía jurídica así como  el volumen dedicado a su memoria que prologó Alberto González Arzac: “Pablo Ramella, un jurista en el Parlamento”, editado en 1999 por el Círculo de Legisladores de la Nación Argentina, sobre su insobornable independencia de criterio habla un hecho que merece ser registrado con letras doradas en la historia del Congreso Nacional, institución que tanto vienen desprestigiando muchos de sus integrantes: cuando en 1947 se planteó el juicio político a la Corte Suprema a propuesta del diputado oficialista Rodolfo Decker, votó en soledad de su bloque, con fundamentos, por la negativa, ante lo cual Alfredo Palacios, defensor del acusado ministro Antonio Sagarna, manifestó su elogio y ponderó su hidalguía.  
                                 
                                Al socialista moderado  Fayt, un abanderado de la  templanza política en los fanatizados años sesenta y setenta,  antiguo profesor adjunto en la cátedra de Derecho Político de la Universidad Nacional de La Plata de Silvio Frondizi, y al socialcristiano Ramella que sabía llevar al máximo de su compromiso el espíritu de las encíclicas papales de carácter social  y la opción por los pobres explicitada por el episcopado latinoamericano en Puebla en 1979; sin que al escolástico autor de “La Internacional Católica” lo escandalizara en su madurez advertir el  surgimiento de los curas tercermundistas y el despuntar de la Teología de la Liberación, los vinculó el norte de la Justicia Social. 

                            El salteño “aporteñado” y amante del tango Fayt y el platense devenido sanjuanino por adopción Ramella, descollaron como publicistas y docentes universitarios  en los campos del Derecho Político y Constitucional, llevando a la práctica los principios liminares de esas disciplinas en la defensa concreta y arriesgada de los derechos humanos durante la última dictadura. Y si bien el primero no frecuentó -que sepamos- la poesía ni la prosa de imaginación como sí el lírico autor de “Palabras de paz”, “Torre de cristal”, “Orbe”, “Himno”, “Ruego”,  “Antología poética” o la ficción apocalíptica de fondo “cristiano-patriota”, a juicio de Leonardo Castellani: “Tres días de tinieblas” -cuya edición de 1982 lleva un expresivo testimonio enviado al autor por los coroneles Aldrin, Collins y Armstrong, los tres primeros astronautas  a la luna-, su espíritu selecto debió hallar sosiego en las lecturas literarias. Alguna correspondencia con la que nos honró el doctor Carlos Fayt es indicativa de ello.



Carlos María Romero Sosa, se publicó en LA PRENSA, el 18 de diciembre de 2016

domingo, 4 de diciembre de 2016

ADOQUINES

     (Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa, el 4 de diciembre de 2016)