martes, 27 de junio de 2017

JUAN CARLOS DÁVALOS: ESTIRPE Y TRAGEDIA


                                                    



                                                     Es sabido que el salteño Juan Carlos Dávalos  (1887-1959) buscó y halló inspiración para sus cuentos, poemas, artículos periodísticos y obras teatrales en las tierras del Noroeste Argentino y en sus habitantes de ojos avizores del viento blanco: los pobladores cuya idiosincrasia habla  del vínculo misterioso y desigual entre el hombre nativo y el paisaje capaz de apabullarlo pero no vencerlo con su grandiosidad, en una dimensión generadora de fuerzas desatadas y ya bienhechoras como la del dios Coquena, protector de los rebaños de vicuñas y llamas, o ya de traviesa crueldad como la del Duende  que aparece a la hora de la siesta bajo las higueras y guarda en su casaca enana una mano de plomo  y otra de lana.  
                                                   No obstante esas fuentes en que abrevó, Dávalos también  supo valerse para los argumentos de algunas de sus creaciones de las tradiciones familiares que  bullían en su linaje hidalgo: “!Manes de mis abuelos, duras almas de roca,/ para quienes la vida era acción y pasión!/ ¡Almas de España fuerte, almas de España loca,/ aún os llevo insepultas aquí en mi corazón”,  escribió en un modernista soneto alejandrino, suerte de prólogo  a su drama en tres actos y en verso: “Don Juan de Viniegra y Herze”, que en edición oficial se publicó en Salta en 1917 y teatraliza –comenta Roberto García Pinto- “algunos episodios de antaño ocurridos en su familia” Y sino el peso, en cambio cierto mensaje o mandato trasmitido por la sangre, le había hecho evocar después, en tono autobiográfico en el prefacio de “Estampas lugareñas” (1941), la historia de sus comienzos en las letras,  a los catorce años y a impulsos de su abuela, “gran señora feudal con una personalidad llena de carácter y significación”; tal su descripción de doña Ascensión Isasmendi Gorostiaga de Dávalos, heredera de las posesiones en los Valles Calchaquíes  de su padre, el coronel Nicolás Severo de Isasmendi y Echalar, último gobernador realista de la Intendencia de Salta del Tucumán, enterrado a su muerte en la iglesia San Pedro Nolasco de los Molinos, edificada en el siglo XVII y declarada Monumento Histórico Nacional en 1942.
                                                   Dávalos, hijo de un escritor, abogado y político: Arturo León Dávalos, y de Isabel Patrón Costas, no se sintió tironeado por el pasado que  había subyugado su imaginación a partir de la  lectura de añejos documentos familiares con caligrafías de otros siglos, infolios que a medida que descifraba iban despertando en su alma un particular vínculo con los ancestros. Si el conde Alfredo de Vigny  poetizó con alguna soberbia intelectual frente a la tumba de sus mayores: “Si escribo yo su historia descenderán de mí”, Dávalos asumía el legado de los  suyos con  naturalidad, creatividad  y algo de fatal intuición de una palingenesia: “Don Toribio bígamo, yo sufrí tu destierro”, dialogó en verso con un antepasado.   En tanto,  vivía con bohemia su presente renovándose en los hijos -varios de ellos herederos de la vocación literaria y artística: Arturo, Jaime, Juan Carlos o el pintor Ramiro-, y prodigándose en charlas desveladas hasta que los amaneces se insinuaran sobre la serranía con los amigos, los colegas en las letras y los discípulos.
                                                 En la inteligencia de ese tradicionalismo en nada anacrónico ni menos petulante y tilingo de ostentar blasones, debe entenderse la carta que en febrero de 1948 dirigió el poeta desde la ciudad extendida al pie del San Bernardo a su sobrino Carlos Gregorio Romero Sosa, residente en Buenos Aires y estudioso de la historia regional, los temas arqueológicos  y la genealogía, a punto tal que en noviembre de ese año ingresaría en calidad de miembro correspondiente en Salta al Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas fundado ocho años atrás. Alguien de quien, a su muerte acaecida en 2001,  sostuvo Narciso Binayán Carmona que fue el alma inspiradora de la primera corporación especializada del país en la materia: el Instituto Argentino de Heráldica Genealogía e Iconografía de Salta, constituido en 1937. Lo cierto es que el autor de “La Venus de los barriales” le solicitó en esa correspondencia datos sobre las familias Dávalos e Isasmendi, para satisfacer la inquietud de su consuegro, el sanjuanino Guillermo Renato Aubone, un ingeniero agrónomo recibido en la Universidad de Montpellier  de  actuación como Director Nacional de Enseñanza Agrícola, miembro de la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria, vicepresidente del Banco de la Nación Argentina y que asimismo era afecto a los estudios genealógicos, según datos proporcionados por el estudioso Marcelo Aubone Ibarguren.  “Creo que tú eres más competente que yo para satisfacer la lógica curiosidad del abuelo acerca de los antepasados de su nieto”, explicaba el remitente a  Romero Sosa.
                                               Las vueltas de la vida resultan en ocasiones trágica y prematuramente encaminadas hacia la muerte. En ese sentido será de anotar que el nieto de referencia era  Juan Carlos Dávalos Aubone,  nacido pocos meses antes de fechada la carta,  hijo de Juan Carlos Dávalos Helena, un laureado escritor más conocido por su apodo y seudónimo “Baica”, de larga y definitiva radicación en Venezuela y de su esposa María Luisa Aubone Deheza. Con los años desarrolló un exquisito temperamento artístico con el que sin duda habría prolongado el apellido sumando nuevos lauros  a la cultura del país. Lo asesinó en plena juventud un comando de la Triple A luego de ser secuestrado,   junto a su amigo y pariente Roberto Yánez Laspiur en la esquina de Austria y avenida Las Heras, el 20 de noviembre de 1974. La edición de La Prensa del viernes 22 de aquel mes y año informó lo mismo que otros medios gráficos sobre la identificación de los dos cadáveres acribillados y con signos de  tortura hallados en Garín en las proximidades de la ruta Panamericana.
                                                    Cuando hacia finales de la primera década del siglo actual, el juzgado federal a cargo del doctor Norberto Oyarbide investigó el accionar del siniestro grupo parapolicial y de las presuntas responsabilidades de Isabel Perón en la represión ilegal desatada durante su gobierno por la ultraderecha, María Luisa Aubone Deheza, entonces de 84 años, fue tenida como querellante en la causa y en un reportaje recordó entrecortada por el llanto: “Juan Carlos era buen mozo, inteligente, escribía poemas, dibujaba. Se fue a pie hasta Caracas y de ahí a Estados Unidos vendiendo dibujos. No tenía militancia. Se estaba por recibir de sociólogo cuando lo mataron.”
                                                     
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                                                       Veinteañeros ambos aunque unos pocos años mayor él que yo,  nunca hablamos de genealogía como que por aquellos días turbulentos otros temas ocupaban, preocupaban y ponían en crisis la común visión socialcristiana de la economía y la política, puedo asegurarlo. Y también que el domingo previo a su muerte habíamos concurrido juntos a la misa vespertina en la Iglesia de San Agustín que celebraba  el inolvidable párroco padre Remigio Paramio.  A más de cuatro décadas de ello pienso en el triste final del nieto homónimo del poeta salteño y en el caprichoso entrecruzarse de los linajes con la tragedia.   
                                                                                              

             (Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa el 16 de abril de 2017)

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