Es sabido que el salteño Juan Carlos Dávalos (1887-1959) buscó y halló inspiración para
sus cuentos, poemas, artículos periodísticos y obras teatrales en las tierras del
Noroeste Argentino y en sus habitantes de ojos avizores del viento blanco: los
pobladores cuya idiosincrasia habla del
vínculo misterioso y desigual entre el hombre nativo y el paisaje capaz de
apabullarlo pero no vencerlo con su grandiosidad, en una dimensión generadora de
fuerzas desatadas y ya bienhechoras como la del dios Coquena, protector de los
rebaños de vicuñas y llamas, o ya de traviesa crueldad como la del Duende que aparece a la hora de la siesta bajo las
higueras y guarda en su casaca enana una mano de plomo y otra de lana.
No obstante esas fuentes en que abrevó, Dávalos también supo valerse para los argumentos de algunas de
sus creaciones de las tradiciones familiares que bullían en su linaje hidalgo: “!Manes de mis abuelos, duras almas de
roca,/ para quienes la vida era acción y pasión!/ ¡Almas de España fuerte,
almas de España loca,/ aún os llevo insepultas aquí en mi corazón”, escribió en un modernista soneto alejandrino,
suerte de prólogo a su drama en tres
actos y en verso: “Don Juan de Viniegra y Herze”, que en edición oficial se
publicó en Salta en 1917 y teatraliza –comenta Roberto García Pinto- “algunos
episodios de antaño ocurridos en su familia” Y sino el peso, en cambio cierto
mensaje o mandato trasmitido por la sangre, le había hecho evocar después, en
tono autobiográfico en el prefacio de “Estampas lugareñas” (1941), la historia
de sus comienzos en las letras, a los
catorce años y a impulsos de su abuela, “gran señora feudal con una
personalidad llena de carácter y significación”; tal su descripción de doña Ascensión
Isasmendi Gorostiaga de Dávalos, heredera de las posesiones en los Valles
Calchaquíes de su padre, el coronel
Nicolás Severo de Isasmendi y Echalar, último gobernador realista de la Intendencia de Salta
del Tucumán, enterrado a su muerte en la iglesia San Pedro Nolasco de los
Molinos, edificada en el siglo XVII y declarada Monumento Histórico Nacional en
1942.
Dávalos,
hijo de un escritor, abogado y político: Arturo León Dávalos, y de Isabel
Patrón Costas, no se sintió tironeado por el pasado que había subyugado su imaginación a partir de la lectura de añejos documentos familiares con
caligrafías de otros siglos, infolios que a medida que descifraba iban despertando
en su alma un particular vínculo con los ancestros. Si el conde Alfredo de
Vigny poetizó con alguna soberbia
intelectual frente a la tumba de sus mayores: “Si escribo yo su historia descenderán de mí”, Dávalos asumía el
legado de los suyos con naturalidad, creatividad y algo de fatal intuición de una palingenesia:
“Don Toribio bígamo, yo sufrí tu
destierro”, dialogó en verso con un antepasado. En
tanto, vivía con bohemia su presente renovándose
en los hijos -varios de ellos herederos de la vocación literaria y artística:
Arturo, Jaime, Juan Carlos o el pintor Ramiro-, y prodigándose en charlas
desveladas hasta que los amaneces se insinuaran sobre la serranía con los amigos,
los colegas en las letras y los discípulos.
En la inteligencia de ese tradicionalismo en nada anacrónico ni menos
petulante y tilingo de ostentar blasones, debe entenderse la carta que en febrero
de 1948 dirigió el poeta desde la ciudad extendida al pie del San Bernardo a su
sobrino Carlos Gregorio Romero Sosa, residente en Buenos Aires y estudioso de
la historia regional, los temas arqueológicos y la genealogía, a punto tal que en noviembre
de ese año ingresaría en calidad de miembro correspondiente en Salta al
Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas fundado ocho años atrás. Alguien
de quien, a su muerte acaecida en 2001, sostuvo Narciso Binayán Carmona que fue el
alma inspiradora de la primera corporación especializada del país en la
materia: el Instituto Argentino de Heráldica Genealogía e Iconografía de Salta,
constituido en 1937. Lo cierto es que el autor de “La Venus de los barriales” le solicitó
en esa correspondencia datos sobre las familias Dávalos e Isasmendi, para
satisfacer la inquietud de su consuegro, el sanjuanino Guillermo Renato Aubone,
un ingeniero agrónomo recibido en la Universidad de Montpellier de actuación
como Director Nacional de Enseñanza Agrícola, miembro de la Academia Nacional
de Agronomía y Veterinaria, vicepresidente del Banco de la Nación Argentina y que asimismo
era afecto a los estudios genealógicos, según datos proporcionados por el
estudioso Marcelo Aubone Ibarguren. “Creo que tú eres más competente que yo para
satisfacer la lógica curiosidad del abuelo acerca de los antepasados de su
nieto”, explicaba el remitente a
Romero Sosa.
Las
vueltas de la vida resultan en ocasiones trágica y prematuramente encaminadas hacia
la muerte. En ese sentido será de anotar que el nieto de referencia era Juan Carlos Dávalos Aubone, nacido pocos meses antes de fechada la carta, hijo de Juan Carlos Dávalos Helena, un
laureado escritor más conocido por su apodo y seudónimo “Baica”, de larga y definitiva
radicación en Venezuela y de su esposa María Luisa Aubone Deheza. Con los años
desarrolló un exquisito temperamento artístico con el que sin duda habría
prolongado el apellido sumando nuevos lauros a la cultura del país. Lo asesinó en plena
juventud un comando de la Triple
A luego de ser secuestrado,
junto a su amigo y pariente
Roberto Yánez Laspiur en la esquina de Austria y avenida Las Heras, el 20 de
noviembre de 1974. La edición de La
Prensa del viernes 22 de aquel mes y año informó lo mismo que
otros medios gráficos sobre la identificación de los dos cadáveres acribillados
y con signos de tortura hallados en
Garín en las proximidades de la ruta Panamericana.
Cuando hacia finales de la primera década del siglo actual, el juzgado
federal a cargo del doctor Norberto Oyarbide investigó el accionar del
siniestro grupo parapolicial y de las presuntas responsabilidades de Isabel
Perón en la represión ilegal desatada durante su gobierno por la ultraderecha,
María Luisa Aubone Deheza, entonces de 84 años, fue tenida como querellante en
la causa y en un reportaje recordó entrecortada por el llanto: “Juan Carlos
era buen
mozo, inteligente, escribía poemas, dibujaba. Se fue a pie hasta Caracas y de
ahí a Estados Unidos vendiendo dibujos. No tenía militancia. Se estaba por
recibir de sociólogo cuando lo mataron.”
****
Veinteañeros ambos aunque
unos pocos años mayor él que yo, nunca
hablamos de genealogía como que por aquellos días turbulentos otros temas
ocupaban, preocupaban y ponían en crisis la común visión socialcristiana de la
economía y la política, puedo asegurarlo. Y también que el domingo previo a su
muerte habíamos concurrido juntos a la misa vespertina en la Iglesia de San Agustín que
celebraba el inolvidable párroco padre Remigio
Paramio. A más de cuatro décadas de ello
pienso en el triste final del nieto homónimo del poeta salteño y en el caprichoso
entrecruzarse de los linajes con la tragedia.
(Carlos María Romero Sosa, se publicó en La Prensa el 16 de abril de 2017)
No hay comentarios:
Publicar un comentario