No soy partidario de derrumbar estatuas. Ni de trasladarlas como se
acaba de hacer con la de Juana Azurduy.
En el caso concreto del bronce ecuestre del general Julio Argentino Roca
emplazado en la intersección de Diagonal Sur y las calles Perú y Alsina, es
sabido que desde tiempo atrás hay un movimiento de opinión que postula su
retiro a iniciativa del historiador y periodista Osvaldo Bayer, que dicho en
lunfardo “la sabe lunga” sobre injusticias sociales y matanzas a manos de los poderosos.
Ese repudio a Roca se lo viene haciendo en solidaridad con los pueblos
originarios aniquilados en la
Campaña del Desierto, de sus sobrevivientes de entonces
reducidos a servidumbre en la isla Martín García y de sus descendientes invisibilizados hasta
hoy, más allá de la letra de la Constitución Nacional
según su reforma de 1994.
Pero al respecto será de convenir que la historia tiene varias caras que
hay que saber y sobre todo querer mirar. Y que al más que moralmente discutible
jefe militar de aquella lucha desigual con el aborigen, financiada por la Sociedad Rural
Argentina; el que en tanto símbolo de poderío perpetua su estatua acorde con un
relato que lejos está de admitir con
Ezequiel Martínez Estrada en “Muerte y transfiguración de Martín Fierro”, que “la
matanza final de los indios dio razón a las armas de fuego y a la fuerza, pero
no a la justicia”, cabría oponer la figura del político astuto, buen
conocedor de los hombres que en 1898 supo advertir el genio de Leopoldo Lugones
al ver nomás al escritor. O mejor del
estadista bajo cuyo mandato se sancionaron leyes como la de educación 1420, que
impulsó Sarmiento. Aquel Roca que designó por lo general ministros progresistas de la talla de Eduardo Wilde, de Luis María Drago, de Osvaldo Magnasco, incluso del católico cordobés
Manuel Pizarro que propugnó la creación de escuelas de artes y oficios para
capacitar a los trabajadores con miras a su elevación, un proyecto efectivizado
recién en las primeras décadas del siglo XX. Y sobre todo de su intuición para designar Ministro
del Interior a Joaquín V. González, que impulsó el primer proyecto de Código de
Trabajo en 1904 y cuya reforma electoral para la Capital Federal permitió
la llegada del socialista Alfredo
Palacios a la Cámara
de Diputados de la Nación.
Por supuesto que hubiera sido menos conflictivo un monumento al dos
veces presidente bajo el lema en 1880 de “Paz y Administración”, luciendo ropas
civiles y no al guerrero con el que parte de la población de la Patagonia , no
precisamente los hacendados, tiene aún cuentas pendientes: “Si no se ocupa
la pampa, previa destrucción de los nidos de indios, es inútil toda precaución,
escribió el General al ministro Alsina. Palabras y hechos bélicos
subsiguientes que hacen más que comprensible el repudio a Roca mencionado al
comienzo. Sin embargo, frente a la
trágica circunstancia que la sociedad acaba
de corroborar: la muerte en situación confusa del joven Santiago Maldonado, aunque indudablemente
solidario con esos mismos excluidos de nuestro Sur y sus reivindicaciones
siempre postergadas, propongo que
próxima a la obra escultórica del artista uruguayo José Luis Zorrilla de San
Martín, se descubra un busto de Maldonado para homenajear su idealismo y
espíritu de libertad, valores capaces de contrapesar en algo o en mucho -lo
dirá el futuro- el secular y oscuro dominio del capitalismo internacional y las
oligarquías nativas sobre los sufridos habitantes de la Tierra Azul : Calfu
Mapu, en lengua mapuche.
(Carlos María Romero Sosa, se publicó algo recortado y con un título que no era el original en La Prensa, el 25 de octubre de 2017, como correo de lectores. Al día siguiente apareció en Salta Libre y el 28 de octubre se reprodujo en la revista Con Nuestra América, de San José de Costa Rica)
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