PRÓLOGO
Nacida montevideana de padres libaneses, católicos maronitas, y
ciudadana argentina desde décadas atrás en inversa aventura terrestre, por esas
vueltas del destino, que su colega y amiga la escritora Dora Isella Russell oriunda
de Buenos Aires y afincada desde la niñez en la tierra de Artigas, Laila Neffa de de la Plaza , es poeta, traductora de
Gibrán Jalil Gibrán y otros autores fundamentales del país del cedro, aparte de
finísima lectora de la mejor literatura universal, como lo demuestra su
abultada y bien trajinada biblioteca.
Ella, representa, además, en sus altos años, un nexo espiritual entre el presente de las letras
y las artes rioplatenses y el espíritu de
grandes personalidades de la cultura uruguaya del siglo XX a las que trató y de
las recibió estímulos cuando dio a conocer, ya en la adolescencia, sus primeros
libros. Así Juana de Ibarbourou, Emilio
Frugoni, Emilio Oribe, Carlos Sabat
Ercasty, Joaquín Torres García, Edgardo
Ubaldo Genta y muy especialmente su profesor en el Liceo Zorrilla, maestro y
guía de siempre:
Juan Carlos Sábat Pebet.
Bastaría
que alguien supiera, como tan bien sabe hacerlo Laila, homenajear con emocionado recuerdo esos nombres y otros más,
tales el de Juan Zorrilla de San Martín o el de Jules Supervielle, para justificar
una existencia y mostrarla enriquecida con los valores de la sensibilidad, la
gratitud, la delicadeza y el ansia de conocimiento. Pero sobre celebrar tan trascendentes
y resonantes figuras y labores, les viene dando razón a los tempranos elogios que pronunciaron ellas
a sus creaciones dado el rico, profundo y
consecuente itinerario lírico que transitó y transita. Un itinerario del que se
hace ineludible la mención, junto a “Aís” (1951), elegiaca nostalgia en verso del
hermano muerto en forma prematura, las tres entregas poéticas que ilustró el
maestro Hermenegildo Sábat, cuyos títulos hacen referencia a la arquetípica
rosa con su “círculo apretado” al decir de Leopoldo Marechal y su múltiple
simbología: “El ángel y la rosa” (1999),
“El universo de la rosa” (2006) y ahora, en 2017, “Por siempre la rosa”.
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Como
corresponde al dominio del Arte más genuino,
o sea el sugerente porque lo explícito es patrimonio de otras actividades
humanas: así
el periodismo con sus titulares y sus copetes, en las páginas de este último
poemario se insinúa, y a media voz, entre imágenes que conforman alegorías y que
sin sacudir inquietan, la permanencia o
mejor la perseverancia en la belleza que
representa la rosa. Laila Neffa, como Pedro Salinas en su poema “La rosa pura”,
es decir, despojada, parece buscar “la
que no tenga fecha”. En consecuencia
no describirá detallista y realista sus insalvables etapas hasta marchitarse, sino
que intuye esperanzada y augural su callado y recatado “siempre”. Un adverbio
que habla aquí de la consumación de su
símbolo en un presente continuo de hermosura, al que se asoma la autora desde
propias y angustiadas temporalidades, enarbolando como banderas de afirmación y negación, la Eternidad y el Tiempo,
esta platónica –en el Timeo- imagen móvil de aquélla.
No
por casualidad dos subtítulos del libro aluden a Tiempos
y a Testimonios de hoy, donde se
hunden huellas de un empecinado afán por conjugar ambas dimensiones: “¡Ay, de la rosa blanca de mis cuitas,/ sola
y fugaz, flameando entre los vientos!/ Ay, con su eterna luz de epifanía.”
Romances,
poemas breves y sonetos de estirpe clásica y otros de metro alejandrino y resonancia
modernista a tono con su devoción por el oriental Julio Herrera y Reissig, nutren
“Por siempre la rosa”. Y la forma de cada composición dice aquí del fondo, con
lenguajes y mensajes ajustados según el
género. De esa manera su verbo directo y juguetón en las estructuras estróficas octosilábicas: “Toda el agua cantarina/ que baja por entre
piedras/ más grandes y más pequeñas,/ guarda una canción marina”, se hace
más críptico, dramático, evocativo en ocasiones y emocionado sin transitar la sensiblería,
en los sonetos: “El ayer apresado en esos
muros/ nos vigila dolido y temeroso./ Un exiguo rosal trepa amoroso/ una turbia
memoria, sin apuros.” Y muy en especial en los catorce versos del
enternecido recordatorio al esposo, el embajador Guillermo de la Plaza a cinco años de su
partida: “Hay memoria en los párpados
perplejos/ como vuelos de aleves mariposas;/ y en los labios, que brillan sus
airosas/ agujas entre lirios y azulejos./ Hay memoria en las manos como
espejos/ y memoria guardada en tantas cosas/ y la fiel del silencio, como
fosas,/ con voces redoblando, no tan lejos./ Hay memoria en la ausencia, y su
destello/ remueve olas de vida por sí mismo,/ en la rueda sin puentes de la
noria./ Y todas las memorias con su sello,/ las que el alma atesora en su
egoísmo,/ regresan a su centro en tu memoria.”
Pruebas
al canto, Laila Neffa, una eximia sonetista de
quien el académico Federico Peltzer elogió su “elocuencia digna de
Quevedo”, revalida en este libro sus títulos, con
piezas de antología escandidas con un vocabulario rico pero sin pedantes cultismos.
Vocabulario al que ha agregado algún acústico neologismo de su propia cosecha. Digamos
entonces parafraseando a Wittgenstein, que si los límites del lenguaje no
coinciden con los de su mundo de expresiva
sinceridad, Laila Neffa de de la Plaza los atraviesa decidida a nombrar adánicamente de nuevo las cosas.
CARLOS MARÍA
ROMERO SOSA, Buenos Aires, 9 de agosto de 2017
Conmemoración
de Santa Teresa Benedicta de la
Cruz (en el siglo Edith Stein)
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