Hoy es 17 de enero de 2018 y anteayer arribó Francisco a la tierra de Lautaro, el jefe guerrero
de Arauco tan admirado por el general San
Martín, al punto de participar con sus compañeros independentistas de una logia
conocida con su nombre; y los dominios de
Caupolicán, el toqui al que cantó Rubén
Darío en un soneto: “Es algo formidable
que vio la vieja raza:/ robusto tronco de árbol al hombro de un campeón/
salvaje y aguerrido cuya fornida maza/ blandiera el brazo de Hércules, o el
brazo de Sansón.”
El Papa conoce bien la tensa
situación existente entre el estado chileno
y el pueblo mapuche secularmente reprimido, despreciado y despojado de su hábitat: “Hagamos silencio ante tanto dolor”,
acaba de decir en la multitudinaria misa que celebró en Temuco, donde subrayó
asimismo que no hay culturas superiores y culturas inferiores; aunque justo es
decirlo muchos esperábamos más pedidos de perdón y más condenas al genocidio perpetrado
por los europeos y los blancos que los sustituyeron después de la independencia.
Lo triste es que debe hacerse cargo en este viaje a la Araucanía de algo de lo
que no es responsable personalmente, aunque sí lo fue en el pasado buena parte
de la Iglesia
de la que él es cabeza. Como que ya el conquistador del actual territorio de Chile, Pedro de Valdivia, el que gustaba
mutilar a los indígenas vencidos, se proclamaba católico. Y de allí para
adelante, la conquista y colonización del país vecino -como es de rigor en
todas las conquistas y colonizaciones-
se caracterizó también, salvo alguna honrosa excepción que de haberla confirmaría
la regla, por la crueldad y la avaricia
bajo la justificación de evangelizar a los naturales.
Pero aparte de la irresuelta cuestión mapuche: del robo de sus tierras y la forzada
culturización sin fines de integrar a los pueblos originarios, sino de crear
puentes tan imprescindibles como endebles para mejor dominarlos, el país todo se
caracterizó por la sumisión de las clases populares a una oligarquía que dominó
económica, política y culturalmente más de una centuria de su historia. Y así
en pleno siglo XX fue visto con reticencia por los sectores de poder la clara sensibilidad social y el compromiso con
lo más avanzado de la Doctrina Social
de la Iglesia
del sacerdote jesuita Alberto Hurtado, el Patrono de la Trabajadores
beatificado en 1994 por Juan Pablo II y canonizado por Benedicto XVI en 2005. Se
comprende entonces en tal contexto precapitalista y de capitalismo periférico, las
persecuciones al líder comunista Luis
Emilio Recabarren y su huida a la
Argentina así como la
de Pablo Neruda en 1949 y, sobre todo, porqué
después un proyecto de socialismo en democracia como el de Salvador Allende
tenía que terminar trágicamente.
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En cuanto al Papa “populista”, adjetivo con el que pretenden injuriarlo los
intelectuales Juan José Sebrelli y Loris
Zanatta, denigración que halla eco en los medios concentrados y para muestra
basta leer la nota del periodista Jorge Fernández Díaz publicada en La Nación -de Buenos Aires- el
domingo 7 de enero último, no se cansa de hacer gestos como que al fin y al
cabo el Vaticano se viene así manejando desde antiguo, aunque antes los guiños
eran para otros sectores. Y nada más que al llegar a Santiago, el lunes 15, se dirigió a la tumba de Monseñor Enrique Alvear, conocido como “El Obispo de
los Pobres” y esforzado defensor de los derechos humanos durante la dictadura
de Pinochet, cuando hacerlo implicaba correr riesgos de vida. Eran los tiempos en que muchos
de quienes aquí sufríamos en forma
sucesiva a Videla, Viola, Galtieri y Bignone, llegamos a sentir una sana envidia por la feligresía de la Iglesia chilena y por la actividad en favor de
los reprimidos, encarcelados y la memoria de los asesinados que desplegaba su
máxima jerarquía: el Cardenal Raúl Silva Henríquez, fundador de la Vicaría de la Solidaridad y contracara
en su compromiso humanitario del comportamiento de la mayoría –no de todos- los mitrados de este lado de la Cordillera durante los
años de plomo.
Sin embargo Francisco no encontró ya esa Iglesia prestigiada por pastores de la talla de Silva Henríquez,
Alvear o (Juan Francisco) Fresno Larraín, que tanto hizo por la salida
democrática y por la paz entre Argentina y Chile. En cambio escuchó quejas de los abusados por
sacerdotes pedófilos y pidió perdón por sus crímenes. Sin duda una parte de su
cruz es dar la cara frente a semejantes aberraciones del clero. Mientras que otra ha de ser la permanente crítica que recibe de sus
compatriotas argentinos atrincherados de un lado de la grieta. A ellos les resultan intolerables sus mensajes contra el neoliberalismo; la cara
de pocos amigos con que recibió al ajustador presidente Macri en el Vaticano;
su debilidad de siempre –desde que era cardenal y arzobispo de Buenos Aires- por
los curas villeros; su cercanía espiritual
con Milagro Sala, presa política desde
hace dos años del feudo jujeño del gobernador Morales, aliado de Macri; su
mirada solidaria para con los movimientos piqueteros y de derechos humanos y su magisterio por el
medio ambiente vertido en “Laudato si”, encíclica donde se debieran reconocer
como pecadores públicos los sojeros que desmontan en forma criminal y los
intereses petroleros que ocupan en nuestra Patagonia territorios de los pueblos
ancestrales.
Bien que les hubiera gustado a los poderosos de aquí, un Sucesor de
Pedro ultraconservador en todos los aspectos y sobre todo en el orden temporal.
Alguien previsible en sus tratos con la injusta organización del planeta según
el dictado de las grandes potencias y no
el hombre de blanco y con sandalias del pescador que propone a los jóvenes “hacer
lío” “contra la paz del mundo”, por decirlo con el título de un viejo
poemario del franciscano argentino Fray Antonio Vallejo, un par generacional de
Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal y Francisco Luis Bernárdez.
Cómo se habrán desengañado los reaccionarios católicos preconciliares que
se rasgan las vestiduras porque homenajeó a Lutero en Suecia, al no hallar en
Francisco al amigable viajero a su patria gobernada por prósperos empresarios. Y
cuánta solidaridad de clase es la que demuestran por estos días con el
plutócrata Sebastián Piñera –al que no concedió audiencia privada-, reciente
ganador de la elección presidencial con la autorreconocida ayuda del Banco
Mundial que fraguó en su favor datos económicos del gobierno de Bachelet.
Sucede que Francisco no reivindica para sí boato eclesiástico a lo Julio
II Della Rovere, ni una corte del tipo de la de Clemente VII Médici, ni el título pagano de “pontífice” en vez
del de Siervo de los Siervos de Dios,
que a todas luces debe preferir el pastor que desde el primer día de su elevación
a la Cátedra
de San Pedro viene instruyendo a sus
hermanos en el episcopado que lo sean “con olor a oveja”. Un mensaje, por lo que se advierte,
mejor recibido por las reclusas de la santiaguina prisión de San Joaquín, a las
que visitó ayer reclamando por su dignidad humana después de escuchar que en
Chile la pobreza se castiga con la cárcel, que por muchos de los apoltronados
obispos de los cinco continentes.
Sin pretenderlo un revolucionario social, ni siquiera un reformador a
ultranza de la Iglesia y hasta admitiendo que la tensión entre ésta y la
modernidad no cede del todo en su pontificado; es evidente que el argentino Jorge Bergoglio demuestra con signos,
gestos y palabras que algo ha cambiado en la institución “santa y pecadora” que
dijera San Agustín. Un cambio que con marchas y contramarchas viene
anunciándose desde Juan XXIII y el Concilio Vaticano II. Lenta transformación, es cierto, pero que permite
que muchos católicos del presente, con renovada esperanza, podamos sentir a nuestra Iglesia más próxima a las divinas enseñanzas de Jesús,
el carpintero de Nazaret, que a los
mezquinos intereses humanos que en tantas ocasiones gravitaron irrefrenablemente
en su seno.
(Carlos María Romero Sosa, se
publicó en la Revista CON
NUESTRA AMÉRICA, de San José de Costa Rica, el 20 de enero de 2018)
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